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El detestable e incomprensible acto de la lectura

Debo reconocer que no me recuerdo nunca sin algo para leer cerca.

Desde chico nunca me inculcaron dicho hábito, pero siempre estaba la biblioteca a mano de todos en mi casa. Y también recuerdo a mi padre que a la vuelta de cada viaje de Buenos Aires me traía dos o tres, y nunca menos que dos o más que tres libros acordes a mi edad, por lo que es de suponer que esperaba cada regreso con ansiedad, ya que nunca fallaba en eso.

Vuelvo a pensar en lo curioso que es haber desarrollado tanta pasión por los libros sin que me hayan dicho lo que pienso de los mismos, que son casi tan compañeros y necesarios que los perros, sin imposición ni obligaciones, solo estaban, y tal vez por eso mismo, el que ellos no se acercaban, sino que pacientemente esperaban atraer mi atención, es que hicieron crecer mi curiosidad, la cual nunca mermó.

Con el tiempo, con la edad y con las circunstancias fui cambiando y descubriendo nuevas cosas, y en la misma cantidad de tiempo fue creciendo mi biblioteca personal con los más diversos títulos. Por momentos creía que se estaba convirtiendo en una adicción la compra de libros, pero solo eran pensamientos pasajeros, ya que, a pesar de tener todavía libros sin leer, a la mayoría les encontraba (y les encuentro) su momento, su hora.

También pienso que a mi me va a llegar la hora ya que siempre se ve amenazado mi presupuesto personal por la compra de los mismos, que no siempre son para uso personal, sino también para regalar, ya que primero no presto libros y segundo me encanta “compartir” cultura y darme el gusto de regalar un libro ya descubierto anteriormente o recién descubierto a quien crea que le pueda gustar (suceda o no). Aún sabiendo que no es tan bueno o interesante como regalar cosas caras o cosas por compromiso.

Al tener poco tiempo para poder leer, hay veces que adapto las situaciones a las ganas de leer algo en especial, llámese esto a que si una lectura o un tema (en el cual se conjugan varias lecturas) me atrapa lo suficiente, hago por ejemplo un cambio hasta en la forma de transportarme, por ejemplo si no tengo que llevar nada más grande de lo que entra en una mochila, cambio el auto por el transporte público para así poder tener tiempo para dedicar a la lectura antes nombrada, tiempo que puede llevar desde cuarenta minutos hasta cuatro horas, dependiendo la distancia. Y acá comienza una de mis tantas luchas contra el mundo. Nombrando el caso particular de tener auto pero usar el micro es algo que causa conmoción y aturdimiento de tan grandes proporciones que escapa de toda comprensión humana de quien se entera, lo mismo que siento cuando pienso en el universo o en la mente humana, comparación que me lleva a pensar que mi problema es mucho más grande de lo que alcanzo a comprender.

El otro hecho, el primero de la seguidilla de hechos que pienso relatar y que le dan título a la nota, es la extrañeza que percibo en los pasajeros al notar la presencia de alguien que osa abrir un libro en un espacio compartido por muchos.

Cuando el viaje es corto, llámese de mi casa al microcentro mendocino, no pasa de miradas incómodas y confusas, que pueden llegar a crear hasta temas de conversación entre desconocidos. Pero cuando el viaje es llamado de media distancia, por ejemplo de Mendoza a San Juan o cualquier otro destino de entre cien y trescientos kilómetros, la incomprensión se traduce en charlas forzadas de los pasajeros de los alrededores. He llegado a creer que el compañero o compañera de asiento sacrifica su sueño, sus ganas de escuchar música o de pensar para inoportunar mi lectura. Hasta he hecho experimentos abriendo libros y simular lectura, aún sin ganas, para comprobar si es perseguimiento mío o es realmente cierto que la gente tiene un problema personal hacia las personas lectoras, y sorpresivamente he comprobado que esto último es cierto. Y que no se crea que el tema pasa por la lectura o por el tema del libro, como de interés por saber qué estoy leyendo, sino todo lo contrario, el o los temas que se sacan son de los más inverosímiles que uno se pueda imaginar, a los cuales no sé cómo seguirlos por un forzado (aunque muy corto) respeto.

Esto también sucede en cualquier otro ámbito de mi vida. En el verdor de una plaza, en un café cualquiera, en una esquina o inclusive en el medio de un campo. Las situaciones han ido desde la pregunta de qué estoy leyendo como para decir que ésa lectura, sea cual sea, no es importante comparada con la lectura de los evangelios hasta para contarme, sin habernos nunca visto, de que los dos nenes que tiene son a la vez hermanos y tío y sobrino debido a que el marido abusaba de la hija y todo lo demás. Pasando por la preocupación de que haya tormenta alguna fecha medianamente lejana de diecisiete días de diferencia por un viaje de varios cientos de kilómetros sin posibilidad de refugio. Sin olvidarse de hechos nimios como la imperiosa necesidad de cigarrillos de alguien que si tuviera, seguramente tendrían diferente gusto a los que tienen los más de cincuenta posibles fumadores a los alrededores pero que están realmente desocupados de cualquier necesidad de atención hacia algún texto escrito.

Últimamente me he preguntado cada vez más seguido cómo me mirará alguien a quien interrumpa su rezo para preguntarle qué está rezando, por qué lo hace, qué significa. Como así también pedirle cigarrillos o dinero a alguien que esté tocando la guitarra en el momento justo de la mitad de la canción, obligándolo a parar el tema. También me he sentido tentado de despertar a mi compañero de asiento para preguntarle qué era lo que estaba soñando y si cree como Freud que los sueños tienen significado o para contarle mis problemas y frustraciones. Seguramente la gente me miraría de la misma forma que yo los miro cuando me interrumpen, con la diferencia de que me daría cuenta de que estoy molestando.

Yo, mientras tanto, tendré que seguir escondiéndome y esquivando a la gente para poder llevar a cabo mi tan detestable e incomprensible acto de la lectura.

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