/El elegido. El otro, el mismo

El elegido. El otro, el mismo

Habían pasado ya varios años desde que la gloria como escritor había tocado a la puerta de Juan Bairoletto. Poca fue la duración pero importante la estridencia. Al cabo de un tiempo todo se había esfumado. Fama, dinero, mujeres y hasta un par de vicios que tuvo que dejar en el camino, más por falta de recursos, que por convencimiento personal, antes de caer en ruinas circulares.

Los escasos trabajos que tenía, eran unos encargos comerciales que detestaba escribir, pero con los que llenaba la olla a fin de mes. Cada trazo era un elogio de la sombra del escritor que alguna vez fue.

Civilmente soltero y literariamente viudo, se encontraba noche tras noche intentando sin éxito aparente escribir libros de arena, excediéndose con licores de muchos grados y poco precio. La inspiración ya era cosa del pasado.

Una mañana como cualquiera, mientras desayunaba tarde para curar la resaca de la noche anterior, vio en el piso una extraña carta. Al parecer un tío abuelo había fallecido y le había dejado una pequeña casa en un paraje del sur, tierra adentro.

Aquel pariente había sido un tipo fuera de serie. Se decía en la familia que se había vuelto loco y que había fundado un pueblo sin reglas en aquella época. Desde entonces lo habían dejado de frecuentar tanto familia como amigos.

Juan, por su parte, de pequeño siempre había tenido una gran afinidad con su tío, quien había sido el que le inculcó el amor por la lectura y luego por la escritura. Juntos crearon universos paralelos y mundos alternativos. Incluso fue éste quien lo animó a usar siempre la imaginación. Cazaban indios en los cañaverales, armaban expediciones para buscar el oro de los tigres y bautizaron a un amigo imaginario. Todavía podía recordar esas eternas charlas con El Golem.

Al lado de la carta, en el piso, relucían todavía intactos, un aviso de corte del servicio de gas, la intimación del dueño del departamento para que pagara los tres meses de alquiler que debía y un telegrama del banco. Estaba en un laberinto y oficialmente quebrado.

A sabiendas de que en la gran ciudad no era precisamente un ciudadano ilustre, decidió que buscaría la inspiración viviendo un tiempo en aquel pueblito del interior, en el que tantos veranos había pasado en aquella casa de su tío abuelo, pero que hacía más de veinticinco años no regresaba.

La idea era descubrir esas pequeñas historias que sacan lo mejor del escritor vernáculo.

Al llegar al pueblo reconoció varios de los negocios que solía ver en su infancia. Al parecer el lugar se había conservado prácticamente de la misma manera con el correr del tiempo. Era una comunidad sumamente abierta, pero que había sabido mantenerse estoicamente, como un pueblo aislado en el interior de la provincia.

Los días pasaron y la gente lo comenzó a reconocer, muchos de los más viejos lo recordaban como aquel purrete desgarbado que pasaba las tardes escribiendo en la plaza, mientras sus primos se divertían -como todos los jóvenes- en la laguna.Pero había algo sumamente desconcertante en aquel pueblo, todavía no lograba descifrar bien de qué se trataba, pero incluso se podía percibir en el ambiente.

Una vez instalado en la casa, comenzó a dar los primeros trazos describiendo las situaciones cotidianas que sucedían en el pueblo. Se pasaba las tardes recorriendo las calles, tomando café en la casa de Asterión y deambulando por los negocios con la oreja parada y la mirada atenta, sin perder detalle de cuanto sucedía en aquel paraje. Incluso hasta les cebaba mate a la gente que barría las veredas, mientras lo ponían al tanto de todas las novedades del lugar.

Al cabo de un tiempo comenzó a notar que no existían los prejuicios en aquella sociedad. Que nadie hablaba mal de otros. Bairoletto buscaba chismes jugosos sobre infidelidades y corruptelas, pero recibía historias de amor y de amistad.

Algo no estaba bien. O tal vez todo estaba demasiado bien.

Quizás la primera pista debió ser cuando pasó por el taller mecánico y era una señora la que estaba debajo del Rastrojero. O quizás cuando al pasar por la plaza vio a un sabio anciano tejiendo. Al parecer en aquel sitio los géneros no tenían mucha influencia sobre las tareas cotidianas.

Nadie se burlaba de quienes era distintos, nadie se espantaba por ver a dos hombres o dos mujeres besándose, nada parecía ser perturbador.

Las historias se empezaron a acumular, unas más inverosímiles que otras. Incluso pensaba que lejos de poder escribir algún relato, terminaría escribiendo sobre ciencia ficción. Al cabo de unas semanas le mandó algo de material al editor amigo.

El tipo estaba fascinado con la historia de aquel pueblo y quería publicarla a toda costa. Le envió las propuestas comerciales y los relatos más destacados para incluir en el libro.

Era una sensación maravillosa, después de tanto tiempo poder volver a publicar algo. Al parecer no todo estaba perdido.

Salió a caminar de la alegría. Quería contárselos a todos.  Pero de repente se frenó en seco y se dio cuenta de lo peor.

Si exponía todas las historias, iba a condenar al pueblo y estigmatizar a sus habitantes, pero sobre todo, nunca más iba a poder regresar.

La disyuntiva era espeluznante.

Cómo no contarle al mundo la historia de Gabriela del taller mecánico que había traído a Federico su pareja y ahora vivían los tres, junto a Chacho cuya hija mayor Yasmín era fruto de ese trío y no sabían, ni les importaba de quien era realmente.

Y cómo culpar a Francisco, el hijo del gomero que se acostaba con su prima la dulce Agustina que todavía no era mayor de edad y que quería irse del pueblo para estudiar relatora deportiva.

Menos aún podría contar la historia de Josué, el de la agencia de quiniela que por las noches organizaba las partidas de cartas donde jugaban por besos en vez de por pesos.

Ni la de Ángel, el viudo Juez de Paz que más de una noche pasaba por la despensa a buscar a Facundo y se iban a fumar flores a la laguna.

Mucho menos la de Mili y Azul, que luego de convertir la iglesia del pueblo en un centro cultural multi-religioso y filosófico decidieron celebrar un carnaval poliamoroso con sus novios los bailarines Hernán y Mariano.

Es que allí nadie estaba casado, nadie usaba anillos. Las parejas se elegían día a día y cuando decidían no elegirse más, ese era el fin. Sin papeles ni reclamos.

La iglesia de cortinas naranjas, muy coqueta, no era de ninguna religión en particular y se hablaba de filosofía y de antropología.

Los géneros no existían y los niños no estaban condicionados ni por sus padres, ni por la sociedad a tomar elecciones respecto de sexualidad o religión.

La política curiosamente era un tema de bar en la que los abuelos se juntaban y organizaban las actividades principales. No había elecciones.

Las prácticas deportivas eran de mero recreo, no existían ganadores ni perdedores, solo estaban apuntadas a la autosuperación. Era una competencia con uno mismo.

Los apellidos no se usaban, y las modas no existían. Cada quien vestía como mejor le daba la gana.

Definitivamente esa historia no podía ser contada tan sencillamente.

Una lágrima rodó por su mejilla izquierda, la decisión estaba tomada, aquellos relatos jamás verían la luz. Al otro día llamaría al editor y cancelaría todo el libro. Al fin y al cabo podría siempre escribir sobre otras cosas.

Unas molestas bocinas y varios gritos desde la calle lo despertaron a un Juan que había trasnochado con el pesar de aquella decisión. Al abrir la ventana vio a un grupo de periodistas filmando y sacando fotos por doquier, mientras entrevistaban a la gente que transitaba por la calle principal.

Al rato pudo verlo al editor hablando y riendo a carcajadas. Cuando salió al encuentro, éste le dijo que era una sorpresa y que había organizado toda la movida mediática para dar a conocer aquel pueblo ignoto, pero de avanzada y que sería la plataforma ideal para el libro. El éxito estaba asegurado.

Sin quererlo, había vendido a los habitantes del pueblo. Ya era demasiado tarde, todo estaba perdido.

Frustrado completamente y luego de una acalorada discusión con el editor y agente, se refugió nuevamente en la casa. Desahuciado sirvió una copa de vino y se encerró en la biblioteca. Se dio cuenta que desde que había llegado al pueblo nunca se había sentado en el altillo que su tío abuelo tenía como biblioteca de Babilonia, a admirar el paisaje. Se podía ver el jardín de los senderos que se bifurcan, hasta llegar a la laguna, donde los niños todavía jugaban.

Se preguntaba una y otra vez si les estaría robando el futuro, por un efímero puñado de fama.

Se dejó caer, y al apoyarse sobre el escritorio vio una carta en la cual no había reparado antes. Curiosamente era una misiva de su tío abuelo dirigida a Bairoletto, la misma decía:

«Querido Juan; este pueblo que hoy estás conociendo, fue creado junto a otros colegas filósofos en el marco de un experimento socio-cultural llamado El Aleph para averiguar los alcances de una sociedad realmente libre, sin preconceptos enlatados, ni prejuicios ancestrales. Durante años dí mi vida para mantenerlo en secreto y ahora como último sobreviviente de los fundadores, es mi misión darlo a conocer. El mundo finalmente está listo para poder entender el verdadero significado de la libertad y nadie mejor que mi sobrino, el sensible escritor de la familia para poder contarlo.

Afectuosamente.

Tu tío abuelo Jorge Luis.»

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