/El gran golpe | XI – El destino

El gran golpe | XI – El destino

 

 

Llegamos al Banco Patagonia, había poca gente en la calle y el ruido era impresionante. Sirenas, disparos, más explosiones. Detuvimos con violencia la camioneta en la vereda, ante la mirada desesperada de dos guardias que estaban entre la zona de cajeros y el banco, separados por una enorme puerta de vidrio.

El Toro se arrimó a ellos mientras que con el Pampa descendíamos e íbamos bajando los equipos de la caja de la camioneta, sin titubeos, totalmente confiados de lo que teníamos que hacer. Nuestra estampa era brutal, parecíamos dos personajes sacados de una película de ciencia ficción futurista.

El albañil les puso las credenciales sobre el vidrio. Y, no muy amablemente, les ordenó que nos abriesen, que la ciudad estaba siendo víctima de una serie de atentados y que teníamos que revisar el banco, que habían esparcido bombas por todos los bancos de la zona y que era el tercero donde desactivábamos un dispositivo. Ambos guardias titubearon, estaban inmutados, el Toro les indicó que encendiesen el televisor o la radio. Ya estaba en las noticias de todos los canales: “Urgente, atentado en el corazón de la ciudad de Mendoza… grupo comando ataca tres bancos céntricos”… “heridos”, “rehenes”, “muertes”, “incertidumbre”, “descontrol”, “consejos a los vecinos”… una catarata hermosa de amarillismo metropolitano inusitado para la pacífica Mendoza. Pasaron algunos patrulleros, pero todos estaban en dirección hacia algún lugar específico, nuestra actividad no levantaba sospecha alguna entre los alarmados oficiales de la ley.

El Toro se puso más violento… “¡imbécil va a explotar todo a la mierda y tenemos que irnos a otro banco, o me abrís o te haces cargo de lo que suceda acá!” fue la última orden previo a desenfundar el arma. Con el Pampa no lo podíamos creer. No solamente nos costaba reconocerlo con todo ese maquillaje encima, el pelo lacio y una barba candado, sino que la actitud que estaba tomando era digna de un premio. En situaciones extremas el albañil de ponía tan violento que daba miedo.

Nos dieron acceso, entramos con el equipo. Les ordenamos que nos abran la caja fuerte, que era donde estaban las bombas en los otros bancos, aún nadie sabía a ciencia cierta de donde provenían los estallidos. Nos dijeron que no se podía desde afuera, que dentro había dos guardias más y que la debían abrir ellos. Las líneas telefónicas estaban colapsadas, pero tenían intercomunicadores entre ellos y el interior de la bóveda.

Las detonaciones habían espantado a los dos tipos, que se encontraban aterrados en el corazón blindado del banco. En cuando nos vieron venir caminando los tres tranquilos, junto a los dos guardias de la puerta, luego del informe sobre nuestra presencia en el lugar, no dudaron en abrirnos.

El Toro se quedó detrás, los guardias de la entrada nos ayudaron a abrir la puerta de la bóveda, era enrome y pesada. Dentro estaban los otros dos, se arrimaron a preguntar qué pasaba. Entonces el albañil se colocó un trapo que tenía en el bolsillo y regresó hacia la puerta principal, mientras con el Pampa rociábamos de gas con cloroformo a los cuatro empleados de seguridad. Las cámaras estaban captando todo, pero ya lo sabíamos, esto no nos importaba. Gritamos y bajó Toro nuevamente, con la máscara tapando sus narices.

Entonces por fin… lo teníamos frente a nosotros. Bolsas y bolsas de dinero, pesos, dólares, euros… hasta lingotes de oro. Todo envuelto en nylon, ordenado y dispuesto a ser trasladado a la brevedad. Sacamos varias bolsas de consorcio que llevábamos dentro de la caja de herramientas y comenzamos a cargar. No teníamos mucho tiempo, sin dudas alguien nos estaría viendo, pero ¿a quién llamarían para que venga a por nosotros con tamaño caos en la ciudad? Las líneas estaban muertas, las calles infectadas de accidentes, policías, ambulancias, bomberos, noticieros, la confusión era absoluta y la ciudad se había convertido en el mismísimo infierno.

Cargamos dos bolsas repletas cada uno, subimos las seis a la caja de la camioneta, Toro se quedó frente al volante, tenía los planes completamente claros, ante la mínima duda debía fugarse. Acomodó la camioneta en la calle, para no levantar sospechas. No podíamos caer los tres y sabíamos que si a nosotros nos agarraban, él se encargaría de hacer desaparecer la plata y darle la parte que nos correspondía a nuestras familias. Nos movimos a toda prisa y regresamos a la bóveda, hicimos tres viajes más, subimos otras 6 bolsas enormes… teníamos la camioneta repleta, 12 bolsas atestadas de dinero, cada una debía llevar entre tres y cinco millones de pesos, o dólares, o euros, según lo que calculó el Pampa. Mientras acarreaba el último par sacaba cuentas, pero era imposible, la suma era incalculable.

Fueron once minutos que nos parecieron una eternidad, subimos los tres y salimos a toda velocidad del Banco, teníamos que escapar sin ser vistos.

Continuará…