/El hormiguero

El hormiguero

Difícil expresar la sensación que aún hoy despierta en mi el recuerdo de aquella exploración urbana. Quedó grabada a fuego en lo profundo de mi psiquis. Dejando mis sueños y miedos plagados de intranquilidad, y una convicción de que en el subsuelo de la ciudad de Mendoza hay más que recuerdos. Que el ir y venir de las eras dejaba cubierto entre los sedimentos presencias reales y tangibles que se iban ocultando entre capas de silencio y progreso.

El recuerdo del hueco en lo que fue un inquilinato en la tercera sección de la ciudad se había desvanecido, quizás algún mecanismo de la mente lo relegaba al olvido (ver nota: en los pozos sépticos del inquilinato). Pero como toda cosa humana tiene dos rostros, dos caras, quizás era la misma fuerza que pugnaba para que explorara los huecos salvajes en el desarrollo de la ciudad. Aún el día de hoy, cuando me traslado en colectivo de larga distancia, miro los lugares abandonados en la ruta con la nostalgia de algún volver a explorarlos.

La inseguridad de aquellos días no era tan patente como lo es hoy. Niños y adolescentes se podían mover con tranquilidad por las calles sin que corrieran riesgos. Bajar al zanjón cacique Guaymallén, meterse en los edificios en construcción, revisar los baldíos eran aventuras comunes para mí. Que con el paso de los años fueron tornándose en solitarias. Incluso, teniendo en cuenta que en ese tiempo los porteros y/o empleados de seguridad eran escasos, subía a las terrazas de los edificios más altos. Recuerdo con cierto cariño cómplice la vez que en pleno proceso militar, a mis diez años, haberme metido en la Terminal de Ómnibus en construcción y tomada por el ejército y desplazarme por el playón a mis anchas, hasta que un soldado me advirtió de un peligro insondable para mí, y no volví más.

En una esquina lindera al Hospital Central, se estaba construyendo un hospital pediátrico que reemplazaría al Emilio Civit. Proyecto que nunca se terminó y que quedó en las estructuras de la planta baja y el subsuelo.

Mirando por entre el tapiado alrededor de la construcción podía ver un pequeño obrador, donde muy raras veces había un sereno.

Cuando vi a uno de ellos sentado tomando mate en la vereda por Garibaldi me le acerqué a preguntar sobre aquellas “ruinas”.

El tipo era locuaz, o quizás tenía ganas de hablar. Lo cierto que soltó gran parte de sus miedos, en función de los comentarios que había recibido por parte de sus compañeros de la compañía de seguridad.

Se sabía que los que enviaban aquí no duraban. Porque pasaban cosas. La comida desaparecía. Y los ruidos los que se escuchaban, sobre todo de noche y en verano: un rasposo murmullo que venía de la esquina sudeste y ocasionales alaridos entre humano y animales. Y un olor acre, como el de las chinches, que persistía por horas. Todos los intentos de dejar animales guardianes terminaban en la desaparición de los mismos.

Me contó también que se decía que desde que la constructora había paralizado la construcción los hormigueros en la zona eran frecuentes.

Él no se quedaba adentro, sino en la cómoda garita que la empresa dueña del terreno le había acondicionado en el viejo obrador. El bolso con sus cosas estaba medio a resguardo detrás de la puerta, y el pasaba las horas de su guardia sentado en la silla, mientras planificaba como conseguir otro trabajo, porque todos los que enviaban aquí era para castigarlos. Nadie quería tomar esta guardia. Pero la empresa recibía buen dinero por ese destino.

Volví un domingo por la tarde. No había nadie. La puerta a medio cerrar. Alcancé a ver la garita con la luz prendida. Entré.

Es intoxicante la sensación de irrealidad que te inunda cuando estás en una obra en construcción o en edificios en ruinas. Como cuando te paras en algún techo mirando hacia el medio de una manzana. Es como una interrupción del normal flujo del tiempo. Como si al contemplar la calle desde una ventana la cerraras un instante.

El pozo de la construcción se esquinaba en el lado sudeste, dejando un pasillo de unos cuatro metros de ancho pegado a las medianeras del resto de la manzana. Había una escalera de mampostería a medio hacer en la pared norte, a la que me dirigí pasando al lado de la garita.

La puerta semi abierta, la amarillenta luz incandescente de cuarenta wats prendida, y un detalle que me intranquilizó: el bolso de algún guardia abierto sobre una mesa y la silla volteada en el piso… me convencí que el guardia habría salido, o estaría oculto en algún hueco del subsuelo de la construcción.

A medida que descendía por la escalera me percaté de la ausencia de plantas. Algo que en todos los baldíos señalaba el abandono de la mano del hombre, aquí brillaba por su ausencia. Y eso tiñó al gris del atardecer con un toque fantasmal.

Recorrí al azar las columnas antes de dirigirme a la esquina opuesta, en donde muchos de los ruidos tenían su origen. Tierra, cemento suelto, piedras y retazos de hierro tapizaban el contrapiso. No había madera, ni papel y menos que menos vida vegetal. Y un leve olor urticante  que aumentaba en la medida que me acercaba a objetivo de mi exploración.

Por una cuestión de intuición en un morral llevaba repelente de insectos y una linterna. Tenía un par de recuerdos de sitios que exploré en donde habían imperado los mosquitos, y nunca había luz en algunas habitaciones de las obras en construcción. Me puse repelente en demasía. La sensación de que en cualquier momento aparecerían millares de insectos me irritaba la piel.

La esquina sudeste era un caos de escombros de todos los tamaños. Todos cuasi amontonados en torno de un rectángulo en la pared de hormigón de un gris un poco más homogéneo que el resto. Lo cruzaban líneas rectas en ángulos aleatorios, donde muchas se cruzaban a la altura de mis hombros. Las tres que se continuaban hasta el piso, tenían su continuidad en el suelo en distintas direcciones. Había alrededor de aquel singular sector de la pared una rendija de uno o dos milímetros. Apenas visible.

Puse mis pies sobre dos de esas líneas y mis manos en donde se cruzaban en la pared y ….

…Estaba en un pasillo excavado en la tierra levemente iluminado por la luz que se filtraba entre las rendijas.

El olor era penetrante. Casi afixiante. Acre. El aire tibio. El pasillo se extendía unos diez metros adelante, y casi en una penumbra apenas visible, un hueco de la altura de un hombre se habría a mano izquierda.

Caminé sigilosamente y a medida que la iluminación desaparecía el sordo rumor de arena escurriéndose iba aumentando. El corazón me latía con fuerza. Escuchaba el tañir en mis oídos. Pero algo me impelía a saber qué era aquello. Una sensación de horror tomaba mis entrañas, pero cierta determinación que emanaba de mi cerebro me tenía como poseído.

El hueco se abría a una oscuridad profunda. Negrura que emitía tanto los olores como los ruidos. Quizás hayan sido segundos los que permanecí paralizado con los ojos sumidos en aquel abismo, pero me parecieron una eternidad. Un par de gemidos graves me sacaron de aquel trance. Un sutil cambio en la tibia brisa me hizo percibir una leve fetidez, que activaron el recuerdo de hace años en el fondo de mi casa. A la vez que varios metros más adelante, sobre la oscuridad se dibujo levemente en amarillo una forma ovoide.

Esa interrupción de la ensoñación me hizo recordar la linterna que llevaba. La saqué. No era de las actuales con elementos led, sino de las pesadas, plateadas, con 4 pilas grandes. Apunté hacia aquel amarillo y la prendí. Allí, excavada en la pared de aquella sala, había otro pasillo desde donde brillaba el enfermizo color.

Fue una lucha entre la voluntad dominada por ese poder en mi cerebro y cada fibra de mi cuerpo resistiéndose dirigir el rayo de luz hacia el resto de aquella sala. Mis ojos se convirtieron en pantallas a través de las cuales veía una escena que ni en mi más febril imaginación pude rememorar. El yo se alejó de aquella realidad, dejando al cuerpo paralizado, salvo el brazo que recorría cada horroroso detalle.

La sala era redonda, de más o menos seis metros de diámetro. A un metro del borde empezaba un amasijo de hormigas rojas en constante movimiento, lo que ocasionaba el ruido de arena escurrirse. El montículo de insectos se abombaba hacia abajo hacia el centro de la sala, y cuando desde el techo caían restos orgánicos desde un caño de cemento, el rumor aumentaba en intensidad. A unos metros de mi, como si se tratara de pseudópodo de aquel aterrorizante enjambre, se movía un bulto de las mismas como si envolviera y arrastrara algún cuerpo. Cuando llegó al lado opuesto, justo donde iluminaba el haz de luz, los insectos se hicieron a un lado y mostraron el rostro del sereno que hace unos días conocí. Abrió los ojos, y se le distorsionó en agonía la cara. Al abrir la boca para gritar, le salieron desde su interior como un vómito abundante, miles de hormigas. Por debajo de aquella capa empezó a convulsionarse, pero la fuerza de las millones de insectos lo subieron a la pared, mientras su mirada se fue apagando.

La pared del fondo estaba compuesta de un macabro collage de cuerpos animales y humanos, en distinto grado de putrefacción. Recorrido por los insectos, e inervado de cánulas que llevaban y traían líquidos de distintos colores, desde el rojo fuerte hasta el amarillo ocre, pasando por el verde oscuro.

Con los ojos ya adaptados a la oscuridad, distinguí pequeños hilos de hormigas saliendo desde el pozo, como nervaduras de una hoja, y metiéndose en pequeños huecos en las paredes, y en el pasillo desde donde venía. Uno de mis pies había interrumpido aquel fluir, y las mismas lo rodeaban. Entre los flujos que volvían, solían apreciarse bultos que eran absorbidos por el enjambre.

Todo a mí alrededor estaba vivo. Estaba de pie en el medio de un organismo que se alimentaba de los desechos y de los seres olvidados de la ciudad.

Un leve cambio en el negro, por el rabillo del ojo a mi izquierda hizo mover la linterna hacia otra puerta. Una sombra de algún ser de apariencia humana estaba orientado hacia mí.

La suma de sensaciones y el vislumbre de peligros habían convertido mi respiración en acelerada y superficial. Los olores, claros indicativos de los ácidos fórmicos y la materia orgánica en distintos grados de descomposición, se mezclaban con el aire y lo hacían irrespirable. El cuerpo inundado de la adrenalina por el stress de la lucha entre la autoconservación y el impulso que me llevaba a investigar aquel mundo subterráneo. Todo fue minando mi salud y empecé a desvanecerme. Opresión en los oídos, visión en túnel y un líquido algodonoso invadiendo mi mente.

Las piernas cedieron y en una ensoñación pude guiar mi cuerpo para apenas rozar la enorme masa de insectos, lamentando interrumpir la decena de caminos a mí alrededor. Mientras la inconsciencia me invadía, el olor a putrefacción se hizo muy intenso y una criatura casi humana, de color amarillo oscuro me colocó sobre su hombro.

Desperté cerca del amanecer en una de las arboledas del lado norte del Hospital Central. A un costado de mis pies estaba el morral, del que se asomaba la linterna.

Era abril, y aunque la exploración la había emprendido abrigado, tenía frío.

Luego de comprobar que no tenía ningún tipo de herida, que movía las piernas y mis brazos me senté respaldado en un árbol.

Acerqué el morral hacia mi e inspeccioné el contenido, por las dudas me hubiese olvidado algo y encontré: una decena de hormigas rojas de un centímetro de largo, muertas; un trozo de papel amarillo ocre con olor fétido y una lista de instrucciones escritas con algún tipo de tinta marrón; y una tarjeta blanca, con el nombre de una inmobiliaria, impresa en las viejas imprentas tipográficas. Cosas que al llegar a mi casa, guardé en una bolsa plástica, y olvidé en el fondo de mi placard.

Reflexioné sobre los detalles que recordaba. El sereno me había dicho que mientras la obra estuvo en construcción, no hubo hechos extraños. Que el dueño del terreno siempre fue el mismo.

Ese caño que arrojaba desechos tenía que venir del Hospital, justo ahora que habían decidido dejar de cremar los restos por motivos ambientales.

El humanoide amarillo sin duda era el de la fosa del taller que había visitado hace años, y me había salvado. Pero ¿por qué? ¿Si una colonia de hormigas como aquella tenía la fuerza y la iniciativa como para arrastrar desde la garita hasta el hueco un hombre tan voluminoso como el sereno, por qué no hicieron lo mismo conmigo? ¿Y qué o quién era eso que me miraba antes de que me desmayara?

El mayor peso estuvo en mi conciencia ¿Qué debía hacer? ¿El detalle de la desaparición del empleado de seguridad era atroz ¿Y el resto de las personas que vi descomponerse allá abajo? Difícilmente me creerían. El país estaba saliendo de una época oscura, y los miedos a las fuerzas de seguridad eran cosa seria. Sin que me familia siquiera sospechase continué mi vida al día siguiente, y por la tarde, refugiado en el bullicio de un lunes observé desde el borde el rincón de acceso a aquella pesadilla. La pared se había desmoronado. Tierra y escombros cubrían toda la esquina del pozo. Eso me indicó que debía guardar silencio.

Durante años suspendí mis exploraciones, principalmente porque por estudios me trasladé al final de ese año a otra provincia, pero los sueños se llenaron de masas caprichosas de distintos tipos de insectos que se apoderaban de todo.

Y para el verano llenaron el terreno con una enorme cantidad de escombros  y tierra. Funcionó durante algunos años una playa de estacionamiento. Y según algunos conocidos, los hormigueros desaparecieron, o se mantuvieron a raya.

La sabiduría popular dice que si hay hormigas no puede haber ratas, ni cucarachas. Con el pasar de los años, los distintos tipos de roedores se empezaron a multiplicar en las acequias y subsuelos de la zona. Hoy en día, cuando miro el moderno edificio de Medicina Nuclear erguirse sobre el terreno de las arboledas, pienso mucho en las ratas que ojalá abunden en el subsuelo del nosocomio.