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El mundo del barullo

Para él la luz, esta luz, se había convertido en ruido.
Ensayo sobre la ceguera, José Saramago.

El parlante cónico, gris y bestial, montado sobre el techo del Rastrojero, rezonga sus ofertas de melones de Lavalle mientras los decibles aúllan lastimados.

“Scooby Doo pa pá” salta la medianera desde la casa de los vecinos y se mete en la mía, usurpándola.

Recorre las habitaciones y el pasillo sin ningún dejo de vergüenza. La cosa suena en toda mi mente.

Una amoladora deja sin sentido a una pared que no cesa de gritar, aún desmayada.

El sol se atraganta y escupe una tormenta electromagnética.

Un móvil de la policía pasa a la velocidad de la luz, mientras su sirena ulula ininteligiblemente y su baliza azul despide chispas del infierno.

Una avioneta, anacrónicamente, vomita la publicidad de un circo, que promete animales feroces y nostálgicos, un payaso ebrio y un mago que no existe.

Una lluvia de meteoritos cae en mi jardín y rompe los malvones. Aun calientes, por la fricción al entrar a la atmósfera, sisean bajo los escupitajos de los colibríes.

El tigre que vive en mi patio ronronea entre las madreselvas, su sonido se expande como un tsunami en el océano de las ánimas perdidas.

Una hormiga suspira, enamorada de las nubes verdes y escribe un soneto, que no termina porque muere pisada por el cartero. Homicidio culposo, según éste último, nunca la vio.

Los chicos juegan a la pelota, un puntinazo pega en el Peugot 504, en el guardabarros. Le hace un abollón y es motivo suficiente para que se desate la guerra tribal entre padres y dueños.

Desorden.

Ruido.

Desorden.

Un vendedor vende de todo, mariposas de plomo, gotas de lluvia dormidas; vende un auto volador y vende viento envasado en frascos. Grita a garganta pelada como un combatiente bajo fuego amigo.

Agobiado me tiro en la cama, me sumerjo en las sábanas, me atrinchero con las almohadas. Siento cómo gira el mundo, cómo respiran los otros siete mil millones de humanos que me acompañan; siento sus uñas rasgar al cielo, siento cómo se rompe el vidrio de la distancia y caen sus pedazos en el espacio.

El metrotranvía sale del interior de mi ropero y se mete en el baño.

Una flotilla de ojos voladores ronda en las nubes verdes que están en la estratósfera de la cocina, entre el huracán que anticipa su presencia con un remolino, millones de relámpagos y un rayo solitario y soñoliento.

Un resplandor llena el ambiente, es un fulgor azulado con dientes amarillos que muerde todo a su paso y se jacta de ser misterioso e indescifrable.

Ruido.

Desorden.

Ruido.

Meta barullo, meta ruido de la caterva de habitantes de la tarde.

No puedo dejar de pensar que todo es un caos. Todo, las cosas están fuera de su lugar y lo buscan en el silencio del infinito. El caos dentro del caos, en movimiento, nada está en la gaveta que le corresponde. Entonces, busco en la lista de reproducción y encuentro la canción perfecta, todo se reduce a ella – placentera y azul- mientras el atardecer me mira por la ventana.

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