En la fraternidad la llamaban Mireya. Llegó a su casa pasada la medianoche, dolorida, cansada y asqueada. El lugar no era gran cosa, un dos ambientes escondido al fondo de un callejón lúgubre y sin salida de un barrio en la periferia. Cada tanto cambiaba de lugar, pero en ese se había quedado más tiempo de lo habitual. No conocía a los vecinos, siempre salía y regresaba de noche. Se quitó la riñonera, abrió la heladera, sacó la cubetera y de un golpe a puño seco la vació adentro de una bolsa que estaba arriba de la mesa. De camino al sofá agarró la botella de whisky y vertió una buena cantidad en un vaso. Luego se sentó en el sillón y se quitó las botas mojadas. Tenía los dedos de los pies morados y las uñas sucias. El agua de la calle embarrada por la lluvia y las acequias desbordadas, habían despegado la suela cuando tuvo que correr.
Se sacó la campera con un poco de dificultad y, cuando quiso quitarse la camisa, se dio cuenta de que se le había pegado con la sangre del brazo. Sin dudar, colocó la bolsa con hielo sobre la herida y después de unos segundos, tomó la botella de whisky, respiró profundo y roció la manga.
Se contuvo el grito ante el ardor, sabía que no duraría demasiado. Vertió dos cubos de hielo en el vaso y, mientras bebía, fue despegando lentamente la tela adherida a la piel. Después se quitó la camisa. La herida era profunda y el alcohol había avivado nuevamente el sangrado. “Me la vas a pagar, Brujo”, murmuró. Y se escupió en el tajo.
Fue al baño, buscó el botiquín y se enjuagó el brazo con agua fría hasta que la hendidura quedó limpia. Le iba a quedar cicatriz, el roce de la daga le había sacado un trozo de carne. Tomó una gomita para recogerse el pelo pegoteado con la humedad, se lavó primero la cara y después el cuello. Giró un poco el hombro y con la toalla secó los restos de agua sucia que lagrimeaban sobre la piel tatuada del omóplato.
El Brujo era el hijo del Jefe, no podía deshacerse de él como de cualquier otro. Mientras se cosía la herida, con cada puntada iba enardeciendo más el deseo de vengarse. Sería fácil agarrar la 380 y volarle los sesos de un solo disparo, aunque después la acribillaran y apareciera tirada en una zanja, como carroña de animales. No, tenía que ser más sutil.
El Brujo era un hijo de puta, ni siquiera sabía quién era la madre, a la que seguro el Jefe habría boleteado ante el primer desquicio. La verdad es que todos los de la fraternidad son cabrones de la peor escoria que Mireya había conocido, pero necesitaba la plata y por eso se entrenó para ser una asesina a sueldo.
El derecho de piso que le hicieron pagar por ser mujer había sido el peor, tenía que ultimar tipos mientras se los cogía. Después, pasó a ser entregadora. Ahora está en el escalafón de ejecutante a secas, sin previa, un solo impacto a sangre fría y esfumarse. Es perfecta, implacable y precisa. Un arma peligrosa, siempre mortal. Por eso al Brujo le había entrado la envidia. Es un inútil, un cobarde y un traidor. El poco respeto que le tenían, era por ser el hijo del Jefe. Pero se había pasado de boludo, ¡querer cogerse a Mireya y pretender salir ileso…! La tipa no sabía de emociones. Nadie podría decir que se la bajó, ni qué tan buena era en la cama. Quién la veía desnuda, era lo último que hacía.
Esa noche el Brujo la estaba llevando de vuelta, luego de terminar un laburo fácil que Mireya liquidó en los treinta segundos que le tomó bajarse del auto, caminar hasta el infeliz que le habían dejado maniatado con una cinta de embalar en la boca, apuntar y disparar. Lo que hacían con el cadáver no era asunto de ella, ya le tocaría ese nivel. El Brujo la iba a dejar a un par de cuadras de la casa porque ella mantenía su nicho en secreto. En una esquina, el Brujo le hizo cambio de luces a una puta. La tipa se arrimó a la ventanilla del importado y le pidió una fortuna. Él subió la ventanilla y siguió de largo, pero se quedó caliente, mirándole el culo por el retrovisor. “Petera pretenciosa”, dijo. Cuando llegó a la entrada del suburbio frenó el auto, Mireya intentó abrir la puerta, pero estaba con seguro. El tipo se le tiró encima y empezó a forcejear para bajarle el pantalón. Ella tuvo un breve espacio de razonamiento antes de morderle la yugular, patearle la ingle y ultimarlo de un solo golpe en la nuca. En el halo de lucidez intentó simular resistencia pero, el aliento de él gimiéndole en la oreja, le provocó un asco que no fue capaz de soportar. Giró el cuerpo, rozándole la entrepierna con el trasero y le hundió el codo en el abdomen, volviéndolo a su asiento y, en menos de un pestañeo, destrabó las puertas y salió corriendo. El Brujo, en el último intento para que no se le escapara, le lanzó una daga. Tuvo suerte de que el tipo fuera realmente un inútil, o le habría enterrado el arma en la espalda. Ella siguió corriendo y se escabulló en la oscuridad. Tuvo que concentrarse en que era el hijo del Jefe para no volverse a cortarle la garganta.
Terminó la costura, se puso una venda, bebió lo que quedaba de whisky en el vaso y se recostó en el sofá para dormir.
***
Al día siguiente, se despertó con golpes secos en la puerta. Agarró el arma y se la calzó en la parte trasera del pantalón. Miró por la ventana y vio el corsa negro al final del callejón. Era el Ruso, seguro traía un par de flores secas y alguna otra porquería. Le abrió la puerta y mientras él sacaba la mercadería, Mireya fue hasta la cocina a preparar café.
—¿No tenés algo mejor para escabiar? —preguntó el Ruso al ver la botella de whisky y el vaso vacío sobre la mesa frente al sofá.
—Dejate de husmear y mostrá, que no tengo todo el día. ¿Querés café o te tiro un hielo para que le entrés al yanqui?
—Paso con los dos —dijo el Ruso mientras armaba un porro.
El aroma a café mezclado con el humo del cannabis, le suavizaron los sentidos a Mireya.
—Huele mejor que vos…—murmuró, acercándose al sofá con la taza de café en la mano.
El Ruso le pasó el faso y ella le dio una calada profunda. Contuvo la respiración y se dio un golpe en el pecho para que le pegara más la segunda inspiración.
—Tengo que matar a un tipo —dijo ella, largando la tos.
—¿Y? ¿Cuál es la novedad, rubia? —preguntó el Ruso agarrando de nuevo el porro.
—No es como los demás, este no es un encargo, es un tema mío, ¿entendés?
—¿Qué querés hacer, nena?
—No sé, ¿tenés algo más que yuyos en esa bolsa?
—¿Tan segura estás? —preguntó él casi como una obviedad.
—Mostrá, dale.
—Rubia, no es algo común lo que tengo, pero es fatal, casi más que vos…
—No me chamulles, Ruso…
El tipo sacó de la mochila una bolsa de papel mediana, apenas más grande que la palma de la mano y llena de agujeros. La abrió y sacó de adentro un frasco pequeño que adentro contenía un alacrán.
—¿Ahora traficás mascotas, también? —preguntó Mireya agarrando el frasco para contemplar de cerca el animal-. No sabía que estas cositas también eran rubias.
—Es un escorpión de Arizona… Los negros son más grandes, pero pura pinta, no hacen ni cosquillas. Este es una garantía —dijo el Ruso.
—Me gusta. ¿Cuánto?
—Hay un tema con el bicho… —dijo él frunciendo los labios.
—Ruso, dale que me aburro, ¿qué onda?
—Mirá…, no es uno cualquiera —dijo dubitativo—, es de laboratorio…
—¿Y qué se supone que le han hecho al nene esta para que sea tan especial?
—Puede ver…, cosas.
Mireya miró al Ruso con las cejas levantadas y blanqueó los ojos.
—Ruso llevate esa hierba de mierda que no te deja pensar y tomatelas antes que te vuele los sesos —Él, apurado empezó a guardar todo adentro del morral—. Dejame la mascota que yo averiguo que puta tiene y pasá mañana que te tengo el paquete listo. Gracias por el desayuno —le dijo agarrrándolo por la remera y empujándolo a la calle.
Cerró la puerta y miró por la ventana para verlo caminar por el callejón y asegurarse que se subiera al corsa. Luego, se sentó en sofá con los codos en las rodillas y la taza de café en una mano y el frasco con el alacrán en la otra. Se quedó obnubilada con la belleza cristalina. La cola refractaba destellos ámbar y todo el cuerpo se movía con una ductilidad precisa y armónica. Dejó el frasco sobre la mesa y buscó el Iphone para googlear qué tipo de maravilla letal había llegado a sus manos.
Saltando de un link a otro, después de un rato de investigación, dos cosas le sorprendieron de los alacranes. Que brillan en la oscuridad y que tenían muchos ojos que no les sirven para nada más que saber la posición de la luz solar y lunar. Entonces lo que le había dicho el Ruso era una novedad, la criaturita veía más que luces y sombras. Pero…, ¿qué veía?
Continuará…
Qué veía??? Qué suerte que ahora hago click y leo el segundo capítulo…!
Ahí te sigo! Muy buen arranque.