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El tren

Gerónimo caminaba por una vía de tren. Caminaba con seguridad y libertad, porque la vía estaba abandonada y hacía años que ningún tren pasaba por ahí. Prefería caminar por la vía porque era más fácil, más cómodo, no había escalones, ni obstáculos que sortear. No había montes ni caídas, ni nada. La vía estaba construida sobre la misma superficie, permanente, eterna.

Caminar por una vía era fácil y sin sobresaltos. A veces jugaba un poco con el presente y caminaba sobre un de los rieles, haciendo equilibrio, con las manos como balanza. A veces se comportaba más salvaje aún y saltaba de riel a riel, midiendo sus saltos, como todo en su vida. Cuando olvidaba algo, daba media vuelta y volvía sobre sus pasos, para siempre encontrar lo perdido. Era un solo el camino que caminaba, estaba trazado hacia atrás y hacia delante.

Muchas veces tropezaba con las traviesas. Pensaba que era una ironía que lo que lo hiciese caer sea un trozo de madera definido con este nombre. Por ahí les costaba ponerse de pié y seguir, pero no le quedaba otra. Su camino era la vía y la vía tenía que seguir. Incluso la vía era tan larga y pasaba por tantos territorios y épocas que el impacto que sufría al caer también variaba. Las traviesas de madera le hacían doler, pero no tanto como las traviesas metálicas. Pero era lógico que las caídas de la vida cambiasen de intensidad al cambiar el entorno, el contexto.

Había tramos donde el sendero era recto y su vista se perdía en la lejanía, podía ver su futuro cercano con toda lucidez, con toda claridad. Cuando aparecían curvas y contra curvas era cuando se ponía un poco tenso. El hecho de desconocer que paisaje aparecería o que le depararía el destino al terminar un giro o al descubrir algo nuevo le hacia latir el corazón con fuerza. Pero pasara lo que pasara, Gerónimo estaba seguro y tranquilo, porque sabía que la vía era segura, que ya muchos la habían recorrido y que era firme y tangible, como sus manos.

No era extraño que mirase los caminos por los que pasaba aquel sendero metálico. Tampoco era extraño que se sintiese tentado de andar por otros suelos, por otros caminos, pero le confortaba el hecho de saber que por ahí la vía se bifurcaba y podía optar por otro riel, aunque siempre igual, siempre similar. Varias veces había visto paisajes y caminos que lo tentaban a escapar de aquel recorrido monótono, pero la mezcla de cobardía con la sensación de seguridad que le daban las vías lo ahogaba, lo paralizaba y le impedía escapar. ¿Y si después no pudiese volver? ¿Qué sería de sus días sin la tranquilidad de la vía?

Y así pasaban las horas, los días y meses de Gerónimo. Era tanto el tiempo que había caminado sobre la vía que ya sus ojos se habían acostumbrado al paisaje de sus pies. Sus zapatos estaban acostumbrados al suelo que pisaban, a la textura del piso, de las traviesas, de los rieles y el balasto de fondo. Cerraba los ojos y jugaba a ser ciego, como para encontrarle algo novedoso a su rutina, algo interesante, algo que lo conmoviese, pero no encontraba más que lo mismo de siempre. También a veces caminaba para atrás, observando lo recorrido, como tanta gente que sigue viviendo el presente mientras contempla el pasado. Aunque presente, pasado y futuro eran siempre parecidos en aquella monotonía.

Gerónimo pensaba en como sería si alguien lo acompañase en su camino. ¿Cómo podría pedirle a alguien que viviese su misma vida, que siguiese su mismo camino? ¿Cómo imaginar una compañera en una vía tan personal, tan de él? El hecho de estar solo lo amargaba, pero pensar que quien lo acompañase padecería su caminar, lo asustaba aún más. Prefería sufrir solo su elección a tener que cargar con las penas de otro por su culpa. Porque en el peor de los casos, era su decisión, él había elegido el lugar donde hoy estaba parado, o quizás era lo que la vida le había dado, era lo que le tocaba. Y había que aguantarse y seguir, porque la experiencia le había enseñado que de nada servía detenerse. Nada le había dejado estar parado, por ahí imaginaba que tenía un lugar donde llegar, un andén hermoso que lo esperar al final de la vía, donde iba a ser feliz, donde todo iba a ser distinto y mágico, dulce y novedoso. Pero ese lugar nunca llegaba, nunca estaba para él. Los andenes que había pasado estaban abandonados como la vía, carcomidos por el tiempo y desteñidos por la soledad, grises como el cielo de una tormenta como para quien la contempla en soledad.

Cierto día sintió a lo lejos un ruido extraño, como un silbido. Era de noche y no divisaba más que un punto luminoso a lo lejos, como la luz de una casa pensó. Justo andaba por caminos sinuosos, donde no podía percibir siquiera por donde andaba. Había sentido millones de ruidos distintos, pero nunca uno como aquel. Pasaron unos instantes y sus pies comenzaron a temblar. Tardó un poco más en darse cuenta que lo que temblaba no eran sus piernas sino el suelo, los rieles. Su corazón comenzó a latir con fuerza, su respiración se agito, sentía los resoplidos de sus pulmones a flor de piel. El suelo vibraba ahora con violencia, de pronto al terminar aquella curva la observó…

Lucía era una locomotora de proporciones titánicas. Venía a una velocidad tremenda, era lógico siendo una máquina con tan pocos años, con tan pocos kilómetros recorridos y tantas ansias de andar. Gerónimo no alcanzo siquiera a cubrirse con las manos, la locomotora lo atropelló haciéndolo volar por los aires, destrozando su cuerpo, derribando sus costumbres, sus pasos rutinarios, su vida de hombre común y dejándolo a la deriva, a cientos de kilómetros de su antigua vía. Tirado entre arbustos, tierra, hormigas y barro.

Y ahí, lastimado y apabullado, con huesos rotos, sucio y ensangrentado, lejos de su rutina, sin saber hacia donde caminar, hacia donde ir o volver, hacia donde o como seguir, desconociendo si era bueno o malo aquel accidente que lo había sacado de su camino se encontraba contemplando las estrellas, con una sonrisa de oreja a oreja.

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