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En los pozos sépticos del inquilinato

Está de moda la exploración urbana. Pero es más que nada por la fama que puede traer compartir cosas en las redes sociales. Cuando era chico la exploración de sitios abandonados, en ruinas o en construcción era una auténtica aventura.

En los videos actuales, en raras ocasiones se manifiestan entidades paranormales. Pero yo fui testigo de más que eso. La ciudad oculta cosas de su pasado. Y algunas no tienen nada de paranormal.

Esta historia es una de muchas que me pasaron a lo largo de recorrer este tipo de sitios. La primera experiencia se desarrolló cuando tenía catorce ó quince años.

Atrás de mi casa, en la época de mi niñez existía un taller mecánico, y al lado de él un inquilinato. Con el tiempo el inquilinato fue cerrado y sobre él se construyó un galpón destinado a la venta de automotores. El taller quedó abandonado. Y fue un foco de aventuras durante unos años. El plus consistía en que varios negocios cercanos usaban el taller. Las habitaciones de adelante, las cuales cerraban con candados, eran depósitos. Pero los envoltorios y las cajas los dejaban afuera y eso constituía para mí la presencia de tesoros invaluables.

Pero un día ocurrió algo extraño. Una tarde tipo siete cuando ya estaba oscureciendo y yo retornaba hacia la medianera que daba al fondo de mi casa. Sentí un ruido. Como algo que se raspada, seguido de unos pasos de alguien descalzo proveniente de una de las salas del taller que tenía una fosa para autos grandes. Al momento me quedé quieto y en silencio.

Dirigí mi mirada hacia la sala. Desde adentro de la fosa se asomó una mano huesuda y amarilla que  dejó un papel y arriba una pequeña roca.

Sigilosamente, pero con el corazón acelerado y retumbando en mis oídos, me dirigí hacia mi casa, crucé la medianera y pasé la noche despierto sin decirle nada a nadie.

No me pude sacar de los ojos y de la mente lo extraña de dicha mano. Ya de por sí qué hubiese alguien a esa hora un sábado a la tarde dentro de la fosa daba miedo. Yo llevaba más de dos horas revisando y no escuché que nadie entrara. Pero el verdadero miedo se manifestó con el color amarillo enfermo de la piel y lo grande y huesuda que era esa mano.

Al día siguiente como buen domingo no esperaba encontrar a nadie. Además los vecinos cuyos fondos daban al taller permanecían dentro de sus casas hasta avanzada la tarde. Por eso después de almuerzo con el sol dando sobre la fosa ingresé de vuelta.

El papel era marrón claro y tenía dibujada una flecha marrón oscura que apuntaba fondo de la sala. Tanto la piedra como el papel tenían olor a podrido intenso.

Revise minuciosamente tanto el fondo de la fosa como todas las salas y no encontré nada extraño. Ni siquiera huellas de pies ni marcas de arrastre que corroboran los sonidos que escuche. Volví a mi casa.

Cerca del fin de la tarde me asomé al patio y sobre la medianera habían dejado un papel con iguales características sostenido con una piedra y la flecha apuntando a la sala.

Me armé de valor, crucé la medianera  y caminé. En el fondo de la fosa había marcas. Descendí y en el piso junto a la pared del fondo había figuras geométricas. Y del centro de la pared de un metro de ancho salía una raya en el piso en un ángulo extraño, que terminaba a metro y medio de unos de los lados.

Tomé esa marca como una instrucción y me paré mirando en la dirección de la que salía del fondo. Fueron dos pasos y todo se oscureció. Intenté retroceder y me tope con una pared que frenó mi espalda.

Podría mencionar muchos aspectos que me chocaron al verme en aquella situación. Pero el impacto más fuerte resultó el olor nauseabundo que tenía el aire allí adentro. En algún lado había materia orgánica en descomposición. Junto con el mismo olor que tenían las acequias al acumularse basura. Y materia fecal. El aire era húmedo. Levante ambas manos a mi alrededor y me sentí que estaba en un pasillo con las mismas dimensiones que la fosa.

Permanecí varios minutos escuchando solo latir en mis oídos y mi respiración.

Cuando una leve luz desde abajo me hizo tomar conciencia que estaba al inicio de una escalera que descendía varios metros. Provenía de un pasillo que se habría hacia un costado al final de los escalones. Fue haciéndose más intensa hasta que apareció un ser que a grandes rasgos era o fue humano. Su estatura superaba los dos metros. Su piel era del mismo color que la luz qué sostenía con una de sus manos: amarillo enfermizo. No miró hacia arriba al llegar al pie de la escalera, sólo dijo con una voz muy grave.

– Ven, necesito que veas algo

Apenas pude soltar un agónico “no”. Estaba paralizado del pánico.

– Te mostraré la salida. Primero tienes que ver algo.

Empecé el descenso. Aquello se volvió por el pasillo qué vino. Lo seguí. Era muy alto, totalmente desprovisto de ropa, y con señales de raquitismo. Carecía de pelo. Las uñas tanto de las manos como de los pies eran garras.

Más que más un pasillo era una galería, con varias habitaciones a ambos lados, todas a oscuras. Tenía unos dos metros de ancho por casi 3 de alto. Las paredes estaban excavadas en la tierra, y exudaban algún tipo de líquido, que se escurría en una canaleta. Al final había un gran salón con una mesa de madera. Sobre ella había una gran cantidad de frutos marrones. De las paredes brotaban pelotas como hongos de colores marrones, negros, amarillos y blancos.

El ser me dejó contemplar unos segundos y empezó a hablar.

– Estoy aquí desde que tenía poco más de cinco años y no sé cuánto tiempo ha pasado. Estas cosas que brotan en las paredes me han servido de alimento todo este tiempo. Las blancas luego de apretar las proveen de luz. Vivía aquí arriba, en una casita dentro de un pasillo largo con muchas otras casas como esa.

– ¿Qué me querías mostrar?

– Esto. Para que entendieras qué es lo que necesito.

– ¿Necesitas?

– Sí. Comida humana. Frutas, algunas verduras. Pan. Galletas. Algo cocinado. Aunque haya pasado tanto tiempo tengo vívidas las sensaciones de los alimentos. Y las extraño.

– Hablas muy bien para haber estado solo desde los 5 años.

Señaló con sus manos una cómoda sobre la cual había una radio de madera muy vieja. Se acercó y la encendió. Por el altavoz se escuchaba una de las AM locales.

– Aún así –dije- no entiendo cómo se puede aprender sólo escuchando una radio.

– Sígueme –dijo.

Volviendo por la galería, de las dos primeras habitaciones, una era el dormitorio donde se veía una pequeña cama y una mesa de luz. Al otro lado el ser ingresó a una habitación llena de pergaminos. Tomó uno y lo desenrolló. Estaba escrito en castellano con la letra muy chiquita y de color marrón

– Aquí hay secretos de vaya a saber cuándo, el papel me lo proporcionan los hongos amarillos. Y escribo con alguno de los tallos – dijo

– Mira no soy tan ingenuo, sigo sin entender cómo hiciste para aprender a leer lo que está escrito en esos pergaminos y cómo hiciste para desarrollar el lenguaje.

Al lado de la biblioteca había otra habitación cuando ingresó se encendió la luz sobre un camastro había otro ser como él, pero momificado. Llevaba muerto varios años.

Cuando tomé conciencia del significado el pánico volvió a crecer desde mi interior.

El ser no emitió más palabras al leer mi rostro. Con señas hizo que lo siguiera, subimos las escaleras y al llegar al final me indicó el ángulo con el que tenía que enfrentar la pared para salir.

Y salí.

Suspendí la exploración del taller a cambio de llevar al borde de la fosa lo que me habían pedido. Cualquier comestible que pudiera sacar de mi casa, sin que se notara, lo llevaba. Y al cabo de unas horas desaparecía.

A mi familia le tuve que mentir diciéndoles que me había caído en una acequia con agua estancada. A la ropa, luego de varias lavadas la tuvieron que tirar. No lograron sacar de todo la peste. A mi me raparon la cabeza. Y me bañaban varias veces al día. El olor real se esfumó, pero en mi nariz permaneció un par de años.

Llegué a plantearme descender para preguntarle por un montón de detalles que me permitieran cerrar la historia, pero un miedo atávico me hacía desistir.

Todo siguió rutinariamente hasta que escuché a mi madre decir que habían venido los nuevos dueños del taller. Visitaban a todos los vecinos cuyos fondos daban al mismo. Iban a construir un galpón muy grande, y para ello algunas medianeras como la nuestra iban a ser derribadas. Ese día habían empezado las tareas de demolición.

Yo llevé un poco de fruta. Pero esta vez no desapareció. Ni lo que dejé en varios días subsiguientes.

Actualmente, cuando paso por allí, pienso en cómo habían cambiado desde mi niñez hasta ahora las construcciones y de que si además de aquel ser habría otros secretos enterrados.