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Esa bendita semana

 

Aquella mañana habíamos empezado a bosquejar el interior del salón de una residencia, en Chacras de Coria, que pretendían reformar; para lo que habíamos sido contratados. Cuando decidimos fusionar nuestras dos modestas empresas, pequeños emprendimientos, nos pusimos como objetivos claros no hacer nunca nada que no nos movilizara.

Este proyecto tenía un par de virtudes: Podíamos romper el hielo con futuros laburos, si hacíamos un buen trabajo sobre este espacio al que llamaban ¨el corazón de la casona¨, no había limitantes en cuanto a lo económico y podíamos disponer del lugar, desocupado, para armar nuestra sala de planeamiento in situ. Quizás la única contra que teníamos era que en dos semanas debíamos presentar el proyecto. Demasiado poco tiempo.

El espacio en su totalidad tenía tres mil quinientos metros cuadrados de terreno, con un pequeño espacio al frente para estacionamiento y un parque de fondo que daba contra las vías, en desuso, del tren. La vivienda se iba a transformar en un restaurante italiano, de un una familia muy conocida en la gastronomía de Mendoza.

Discutimos en profundidad el concepto más ajustado para los orígenes de la propiedad, sin perder de vista el camino hacia el que iba a utilizarse de ahora en más. A la hora y media estábamos de acuerdo. Ella tenía, en aquel entonces, devoción por el verde y la vida silvestre dentro de los espacios grandes; lo mío iba más bien por la luminosidad y las aberturas. La naturaleza fue nuestro punto de apoyo para diagramar y empezar a darle contenido.

–¿Almorzamos? –le dije tamizando una suplica.

–Si. Pero no pidamos otra vez; salgamos que se ha puesto lindo el día.

El invierno suele ponernos en el interior de una nuez. Como si cada una de las circunstancias que tenemos a mano, quedaran silenciadas por momentos lóbregos, opacos, en el interior de una cáscara dura que impide el tránsito, sobre todo, de aquello que nos apasiona y nos da vida. Los artistas se diferencian de los demás mortales, entre otras cosas, por tener el don de volver permeable esas paredes, la cascara, y transformar el frío en lava, la angustia en canciones de amor, la soledad en poemas, el dolor en sonrisas.

Caminamos hasta la esquina en línea por whatsapp. El sol que se filtraba entre las hojas de los árboles, le daba la calidez necesaria a ese pequeño paseo que teníamos como antecedente a nuestro almuerzo.

–¿Habías caminado por acá? –me consultó.

–Sí, pero hace mucho. Mis abuelos solían traernos los domingos a la plaza a jugar o pasar la tarde.

–Son lindos los recuerdos de los abuelos…

–¡Hermosos! Comíamos manzana acaramelada con pororó, dábamos vueltas en unos pobres caballos, cansados de la misma rutina, alrededor de la plaza –dije y me sonrió.

Fue extraño. Nos habíamos hecho muy amigos. Dicen que cuando sufrís con alguien al lado te conocés realmente, y no para cortarse las venas, pero teníamos algunos tragos amargos compartidos. No era la primera vez que la veía reírse, pero esa vez tenía una mueca diferente.

–¿Lisianthus o Crisantemos? –dijo, señalando un cantero, al costado del sendero, con flores.

–Para la salida al patio me parecen mejor Lisianthus. Sobre las ventanas, Crisantemos.

–Yo lo imaginaba exactamente al revés –dijo y agregó, nuevamente, esa sonrisa.

Íbamos desde Loria a Italia, por un paseo de piedras que había al costado de la vía. Cada tanto sobre la pared un mural callejero, una frase urbana, decoraban lo que de por sí ofrecía, naturalmente, ese pequeño tramo.

–Siempre que camino por acá me desconecto.

–¿Conmigo o en general?

–¿Tu ego también tiene hambre?

–Un poco –contesté sincero.

–Ok. Nunca lo anduve sin vos. Es como si estuviéramos a principio del siglo pasado esperando que pase el tren para ir a algún destino. Para abandonar el pueblo.

Julieta se detuvo bajo un sauce y estiró su mano en un intento de tocarlo. Sin dejar el relato, que perdía importancia en lo textual de igual manera que ganaba protagonismo en el ambiente. Como un acorde que evita los vacíos en esa parte de la película donde está por suceder algo. En eso me tomó de la mano. Definitivamente algo estaba por suceder.

–Sentémonos –me dijo–. No quiero que pase tan rápido esta parte.

Nos acomodamos en un banco blanco, típico de plaza, y seguimos hablando. Temas que se superponían constantemente. Como si una represa se rompiera y dejara correr el agua sin destino ni final. Era una necesidad de decir; pero por sobre todo, la de que el otro supiera. No sé qué. La confusión se sentía placentera. Ella no terminaba una sonrisa que comenzaba otra. Mi cara sentía un pequeño calambre en los cachetes, probablemente por el mismo motivo.

–Me gusta estar con vos –le dije sin pensarlo.

Ella en cambio me escuchó y dejó un silencio que esparció lo suficiente mi comentario. Estuvo a punto de perderse. Hasta sentí que me había quedado corto con el ¨me gusta¨.

–A mi también –agregó girando su cara hacia donde yo estaba.

Nos quedaba por delante la semana más importante de nuestras vidas en lo laboral. Este condimento venía a dejar en claro que no solo iba a serlo en ese sentido. Antes de empezar una relación hay una semana donde se hace insostenible mantener en pie la estantería en la que solemos acomodar las emociones con respecto al otro. De repente ese amigo/a se transforma en todo lo que queremos tener en la mente; al amanecer, al acostarnos, al ducharnos, no hay situación donde no la/lo estemos pensado.

No le hubiera dado la mano si ella no lo hacía, pero qué ganas tenía de hacerlo. Volamos caminando de esa forma hacia la cantina, mirándonos de tanto en tanto, sin decir nada. Incluso en el almuerzo no se mencionó lo anterior. Estábamos dejando correr esa agua deseosa de libertad.

De vuelta a la casona, compartimos un helado de chocolate y limón hasta llegar al banco donde nos habíamos sentado anteriormente.

–Mañana es el día del amigo –me dijo.

–Sí. ¿Tenés planes?

–Una juntada con las chicas en la noche. ¿Vos?

–Asado en lo de Fabián.

–¿Qué me vas a regalar?

–Seguimos siendo amigos.

–Hasta ahora si… –comentó con picardía.

–¿Hasta ahora?

–Creo que cuando lleguemos a la casona va a peligrar nuestra amistad, seriamente.

Sonreímos los dos, esta vez, fuertemente, descargando cierta tensión.

–Tal vez pasemos a ser mejores amigos –agregué.

–No lo creo, no te tengo tanta fe –me dijo y avanzó; dejando la imagen de su pelo castaño como guía, se alejó.

No volvimos a caminar a la par. Abrió la puerta y recién me miró cuando llegó al descanso de la escalera que nos llevaba a las habitaciones de arriba. Cerré y la seguí. La seguí y la alcancé. La escalera nos llevaba bastante más arriba cuando cerrábamos los ojos.

La alcancé… y no pude dejarla nunca más.

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