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Esqueletos de pirañas

De lo que tengo miedo es de tu miedo.
William Shakespeare 

A Enrique le daba terror volver a su casa, el hecho de bajarse del colectivo y caminar, casi en penumbras, las tres cuadras hasta su morada hacían que las tripas se le revolviesen y que le diesen náuseas irrefrenables, que terminaban con él agachado al borde de la acequia sumido en una catarata de arcadas.

Las luces de mercurio no ayudaban, titilaban fantasmagóricamente y le añadían secretos a las sombras de mármol.

Ellos estaban siempre en la misma esquina, serios, amenazantes, de catadura espesa; con la violencia embadurnadas en sus manos, con el pedido prepotente en el lenguaje. Eran Pirañas. Tienen ese nombre por atacar en grupo para robar, por su adicción a la sangre y por su tozudez vandálica. No los identificaba personalmente, a Enrique le resultaba imposible reconocerlos. Las penumbras ocultaban su número.

Caminó por la calle oscura. Intentó silbar algo que lo tranquilizara, que lo alejara mentalmente de ese camino pérfido, turbulento. Tenía que llegar a su hogar, era menester hacerlo. Probó con caminar pegado a la pared para mimetizarse con el concreto, para esconderse por siempre en la placenta de cemento.

Por un momento pensó que había podido evitar a las Pirañas, pero no fue así. Habrá sido su olor humano o sus pisadas temerosas o sus manos sudorosas, ocultas y latentes en sus bolsillos lo que las atrajo hacia él.

– Eh perro… Vení perro… Vení que no pasa nada… Vení cumpa, que te vamos a preguntar una cosa – Era un coro de voces profundas de tanto tabaco y porro y cerveza helada. Prontamente lo rodearon y sin pedirle permiso, sin ninguna consideración, le sacaron el paquete de cigarrillos, luego el encendedor y después le propinaron una cachetada sobradora detrás de la nuca.

– Perro… habilitate unas monedas para los vagos… Dale, no te pongás la gorra pedazo de puto – Los pedidos iban subiendo de intensidad, las palabras variaban de tono, hasta ponerse de un rojo prepotente y peleador.

Le robaron una campera en pleno invierno y otro día los zapatos y otro día le dieron una golpiza y así todas las noches que regresaba de trabajar.

Enrique intentó por todos los medios apaciguar el ensañamiento de las Pirañas, con el verbo, con las amenazas a denunciarlos a la policía, pero todo fue infructuoso.

Entonces, en un segundo azul y electrizante, recordó el regalo que su abuelo le hizo hace años. Buscó y revolvió en toda su habitación en su búsqueda. Lo encontró debajo de unas mantas viejas en el fondo del ropero. Abrió la pequeña caja de madera y su contenido estaba ahí, respirando quedo, en una especie de hibernación.

Esa vez fue diferente. Planeó lo que iba a hacer por meses, después de cada encuentro con las Pirañas la estrategia se hacía cada vez más clara, se convertía en un paño blanco que convertía cualquier idea en realidad.

Esa noche Enrique se sintió tranquilo al descender del transporte público. Llevaba el presente que le dio su abuelo en su maletín del trabajo.

Era el momento.

Los vio parados en la esquina de siempre, con la luz mortecina como un cómplice insospechado. Abrió su maletín y extrajo la pistola Luger que su abuelo le sacó a un sargento muerto de la Wehrmacht, en la plaza del pueblo de Sicilia en dónde el nono Crístobal pasó su niñez. Con escasos siete años Don Crístobal rebuscó entre las ropas del cadáver del militar, buscaba algo para comer pero encontró el arma, sin pensarlo la guardó, la llevó consigo en el viaje que hizo a América en busca de su futuro. Tuvo guardada la pistola por décadas, al punto de olvidarla, hasta que un día la encontró, la rescató del olvido y para desligarse de ella y de los recuerdos del hambre se la regaló a su nieto Enrique.

Enrique sacó el arma, al ver las caras de terror de las Pirañas sintió algo parecido a un orgasmo. Les apuntó con la pistola, su mano temblaba levemente, se le secó la boca y sus palabras caían al piso e intentaban arrastrarse hasta su destino.

Las Pirañas no alcanzaron a contestar.

La Luger estaba senil, disparó sola todo su cargador imaginándose que aún estaba en la Segunda Guerra, luchando por el Reich.

Los Pirañas cayeron al suelo, envueltos en su propia muerte, al parecer la puntería fue perfecta y la justicia brutal.

Enrique miró los bultos tirados a sus pies y por primera vez en mucho tiempo sonrió.

La Luna se reflejó en un charco de sangre.

Ningún vecino llamó a las autoridades

Enrique siguió caminando rumbo a su hogar.

Los cadáveres quedaron ahí, hasta que sólo quedó su osamenta de piraña.

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