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En este día y cada día

“Esta vida no me tira buenas cartas,

pero en otra vida , espero volverte a ver”

Era el clima. Si, tenía que ser el clima, combinaba perfectamente con mi estado de ánimo. No percibía más que lluvia, el cielo se caía a pedazos, de la misma forma que lo hacían mis ojos en cada lágrima.

Culpaba al cielo de sentirme así, era esa sensación de angustia, dolor, tristeza. Estaba todo gris, no podía dibujar sonrisas.

Era la primera vez que sentía ese feo pesar de no querer sonreír, y eso que era una experta en eso. Piropos por doquier a una sonrisa amplia, dientes perfectamente alineaos, labios sensuales. Había escuchado tantas veces que siempre le mentía al mundo con una sonrisa radiante. Y es que siempre he tenido la idea de que la sonrisa se contagia. Ya hay suficiente mala onda en todos lados, se necesita sonreír. Justamente ese siempre fue mi papel, me encargaba de alegrar a quien estuviera de malas, a quien sintiera que ya no podía más, le subía el ánimo a quien se lo estaba pisando, le hacía ver el lado positivo a lo que tal vez no tenia ningún lado positivo. Mi lema era “las buenas están por venir”, estaba convencida de que las buenas siempre llegan.

Entonces… ¿dónde había quedado esa sonrisa radiante?

En medio de un ambiente climático tétrico, mi estado de ánimo hacía anclaje perfecto. Es que me había dado cuenta que ya no tenia ganas de decir que estaba bien. Yo no estaba bien, y esta vez no quería sonreír. Para mi era necesario estar seria, con cara de orto, por primera vez sentía la necesidad de no demostrar que era fuerte, esta vez, no tenia fuerzas.

Así pasaron los días, lluvia tras lluvia, lágrima tras lágrima. No puedo decir cuantos días exactamente, pero llovía mucho.

Sin encontrar consuelo, distracción, o algo que hiciera que mi cabeza dejara de girar, volvió a salir el sol.

Sol de otoño, aquel que no calienta, pero ahí está, dando a entender que no se ha ido, que después de la tormenta siempre vuelve a salir el sol.

Esa mañana, desperté con lágrimas en mis ojos, corrí la cortinas que caían sobre mis ventanas, y la luz brillante inundó mi habitación. Inundó todo el lugar de tal forma, que surgieron en mi las ganas de salir.

Fue justamente lo que hice…. Zapatillas, una calza frizada por dentro (a pesar de que el sol había salido, el frío de otoño no había disminuido), un sueter, campera, llaves en mano, y me subí a mi auto.

El Fiat Uno blanco esperaba en la puerta de casa, mi compañero de viaje, encendí el motor, bajé la ventanilla, y arrancamos.

No tenia un rumbo pactado, solo quería manejar, escapar un rato, encontrar paz. Agarre costanera, la velocidad no superaba los 60 km, el aire golpeaba mis mejillas, el sol encandilaba de a rato la vista.

Maneje despacio, maneje tranquila, hasta que empecé a mirar, mejor dicho, a ver que era lo que me rodeaba, y fue entonces que los recuerdos invadieron cada parte de mi mente, se expandieron de tal forma que se impregnaron en cada espacio de mi auto. Cada lugar recorrido tenia una parte gráfica de él. Ése era mi malestar, yo lo estaba extrañando, y ya no tenia fuerza para ignorar lo que sentía. Ese era el sentimiento que me molestaba, eso me hacia mal.

Seguí conduciendo, el pie apretó un poco mas el acelerador, quería escapar de eso, pero no lo conseguí.

Mi cabeza volvió a girar, sentía como que me estaba perdiendo. Inmersa como en sueño me olvide de lo que hacia, ya no era yo quien manejaba, ya no era yo quien estaba en el auto, ya no sabia donde iba a llegar.

Escuchaba a lo lejos, esas historias de amor de principes y princesas que solían entretenerme de niña, esas historias que con tanto placer soñaba ser protagonista, y me di cuenta, que todas aquellas historias habían sido mentiras.

Si, mentiras, yo había encontrado mi príncipe, así como en los cuentos, así sin esperar, sin querer, sin pensar. Y me enamoré, fue la primera vez que me enamoré de verdad. Pero si que lo intenté, hice todo lo que humanamente fue posible para que lo supiera, peleé por ese amor, perdí dignidad, orgullo, autoestima, dejé todo en el campo de batalla.

Ése príncipe azul, me dio una eternidad de felicidad en algunos días contados. Pero aún así no logre ese “y vivieron felices por siempre”. Yo nunca fui la princesa, yo no fui protagonista, yo nunca estuve en su cuento. Creí cuando sus palabras me decían que me querían, y ¡dios!, no hay forma de explicar lo feliz que era al escuchar aquellas míseras palabras.

Mi cuento no era un cuento, mi historia nunca comenzó a ser escrita. Me quedé con un libro vacío, con un montón de hojas en blanco, con una tapa sin título alguno, con una dedicatoria sin destinatario. Me quede sin nada, sin letras, sin tinta, sin papel, sin inspiración. Me quedé con una marca tatuada en mi pecho. Una promesa que no iba a ser rota jamás, “éste día y cada día”.

Recuerdo a una Mérida que reía cada vez que escribía alguna locura para cachondear, y hoy esa Mérida estaba en una nube.

Volvía a recordar, imágenes que iban y venían, playa, nieve, viajes, reiteradas noche de baile, cenas, sueños, cama, niños, hijos,risas, abrazos, caricias, miradas, secretos, confidencialidad, felicidad, familia.

Rompí en llanto, lloraba desconsolada, y desperté de ese sueño en el que me había perdido.

Otra vez yo, en mi Uno, con el sol en mi cara como queriendo secar alguna de aquellas lágrimas que por mis mejillas corrían, intento fallido de él. Mis manos en el volante del auto, pero ya no manejaba, por el contrario estaba estacionada.

Con el puño de mi campera sequé un poco ese mar de lágrimas para mirar a mi alrededor. Conocía ese lugar, tantas veces me sentí en casa estando ahí.

Mi auto estaba estacionado frente a su casa. Un montón de preguntas surgieron. ¿Cómo había llegado hasta ese lugar? ¿En qué momento? No lograba recordar de que forma había llegado.

Mis piernas no reaccionaban, el auto no encendía, mis manos no se movían, quería irme pero no me movía. Fue cuando lo vi salir. Tan perfecto como siempre lo fue.

Y entendí, domingo 19, día del padre, había salido el sol para festejar su día.

El mejor papá que había conocido jamás.

El inconsciente me había jugado una mala pasada, o buena tal vez, no lo sé. Alguna parte de mi me llevó hasta ese lugar.

Ya no lloraba, mis ojos brillaban, lo había vuelto a ver después de no se cuanto tiempo.

Extrañarlo me había hecho dejar de sonreír, de creer, de querer. Extrañarlo me había nublado la cabeza. Luché conmigo misma para no salir del auto, y abrazarlo, decirle al oído “feliz día” como hacía un año atrás habíamos disfrutado.

Salí vencedora, no bajé del auto, me quede unos cuantos minutos mirándolo, las lágrimas volvieron a salir, el dolor en mi pecho se hizo mas fuerte, casi no lograba respirar. Mis manos reaccionaron, giraron la llave, puse primera, acelerador al fondo y me fui.

Llegué a casa, me tocaba festejar con los míos, sentía tal vez un poco mas de alivio, aunque igualmente de vacía, pero ahí estuve, en su día, festejando con él, sin que el supiera.

No sé que pasó, había amado tanto que ya no me pertenecía, lo amaba a él.

Hoy solo se que lo extraño, hoy solo quiero que sepa, que lo extraño.

¡FELIZ DÍA DEL PADRE!

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