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Extrañas circunstancias

Piuquén abrió la puerta de la heladera y encontró lo que supo que iba a encontrar. Tres botellas chicas de cerveza, dos latas de casi medio litro de, también cerveza, un pote de queso crema a la mitad con una dudosa fecha de vencimiento, y un tupper con algo verde, similar al relleno de una pascualina que se veía atacado por moho. “Estoy condenada a la inanición” se dijo, y resuelta a hacer algo para que su estómago se callara decidió salir a la calle a comprar comida.

No era una primavera a las que ella estaba acostumbrada. Ya entrados en pleno octubre, era raro que en Mendoza hiciese ese frío. “Lo único que falta es que comience a nevar” se dijo, y acto seguido, como si el clima la hubiese escuchado, copos de nieve comenzaron a caer sobre su cabeza, y de a poco se comenzaron a acumular al costado de las acequias.

Conocía muy bien su barrio, un suburbio a menos de media hora de la capital, en el cual había vivido toda su vida, antes con sus padres, y ahora sola. La casa había sido su herencia.

Caminaba a paso rápido, porque con la nieve, la temperatura ambiental había bajado bastante, la gente comenzó a desaparecer de la calle, y en un momento quedó ella sola, en medio de un paisaje invernal en plena primavera. Como el paisaje era tanto extraño, como lindo, se decidió a sacarle una foto. Sacó el celular del abrigo y cuando apunto justo con la cámara, pasó corriendo una persona y sin que ella pudiese hacer algo, se lo arrebató de las manos. Ante la desesperación Piuquén comenzó a correr atrás del ladrón y en un momento, éste luego de correr unas cuantas cuadras, giró en una esquina y entró en un edificio que, casualmente, tenía la puerta abierta, pero cuando ella la intentó abrir, no hubo caso. Puerta cerrada, estómago hambriento, piernas cansadas y ella sin celular. Linda combinación, pensó y se sentó al borde de la acequia.

Algo le llamó la atención. A su alrededor no había nieve y comenzó a sentir un calor que nada tenía que ver con la agitación de correr rápido. Vio claramente como un auto, un Gordini blanco, reluciente y con las ruedas pintadas con una franja blanca, recorría las calles, manejado por un hombre en traje negro fumando un puro. En la vereda de enfrente, saliendo de un edificio, dos mujeres con faldas acampanadas y el pelo recogido la miraban como si fuese un ser de otro planeta. O de otro tiempo. Piuquén se paró de golpe al mirar a las dos mujeres, y cruzó la calle, las miró y les dijo:

– ¿Donde estoy señoras?

– Usted está en la ciudad de Mendoza, claramente, ¿va a algún desfile de disfraces vestida así? Ni un hombre con mal gusto se vestiría así en un mal día. ¡Tenga decencia!, y acto seguido las mujeres se miraron entre sí, se rieron y siguieron caminando.

¡Las que van a la fiesta de disfraces son ustedes en ese Gordini feo! Les gritó Piuquén indignada. Todo estaba muy raro, y entonces decidió volver por donde había venido para, finalmente, encontrar alguna pizzería abierta y calmar el hambre. Pero a medida que iba caminando se iba dando cuenta de que no era una fachada, y que todas las personas iban con ropas fuera de tiempo, como si estuviese metida en los años 50, o en la primera parte de volver al futuro. Al cabo de unas cuadras encontró, lo que parecía ser un almacén y entró. Miró un estante con diarios y en la portada vio la fecha: martes 9 de Octubre de 1956.

No podía ser. En qué momento había sucedido todo ella no se lo podía explicar, pero no le importaba explorar nada, quería volver a su casa, con su heladera medio vacía y con algo de cerveza fría adentro.

Trató de recordar en qué momento del trayecto persiguiendo al ladrón, había doblado la esquina y de pronto había dejado su octubre nevado por este tiempo extraño y tan distinto. Sus abuelos maternos, los únicos que conoció, debían de estar en México en esos momentos, para, en unos años emigrar a la Argentina con su madre, recién nacida. Quizá algún pariente de su padre estaría en esa ciudad, pero no tenía ganas de abrir viejas heridas, que después de tanto tiempo, dolían de vez en cuando.

“Quizá todo es un sueño” se dijo a sí misma, hasta que recordó que ya llevaba varias noches sin dormir. Sería un sueño si en su heladera hubiese comida decente y no era así. Era la realidad. Una extraña combinación de factores la había llevado a donde se encontraba. A las extrañas circunstancias que la rodeaban. Comenzó a caminar en vía opuesta a la que se encontraba hasta dar con lugares que conociera, sin rumbo fijo. Y en ese momento salió de una confitería una mujer de su misma edad, con los mismos ojos que ella, pero pelirroja que iba del brazo con un niño de unos 5 años que él si tenía su mismo color de pelo. Se le vino a la mente la historia que su madre le contó sobre su padre, él si había nacido en Mendoza, varios años antes que ella, y su madre era una mujer muy buena que había quedado viuda cuando él tenía 18 años. Su padre era militar, y no se encontraba nunca en la casa. Recordando eso, se dio cuenta. Conoció a su abuela y a su padre, quienes esperaban un taxi. Ellos no se dieron cuenta, pero a Piuquén se le corrieron las lágrimas cuando los vio.

Siguió caminando unas cuantas cuadras sin mirar a su alrededor y llegó a un boulevard. Se sentó en un banco de madera y cerró los ojos. Comenzó a llorar sin consuelo por unos momentos y se abstrajo de todo. Cuando los abrió de vuelta se dio cuenta de que se encontraba nuevamente en su Mendoza nevada, y ya la nieve había dejado de caer, para comenzar a derretirse. Era hora de que las viejas heridas sanaran como debían.

Después de comprar la pizza y comerla tranquilamente en su casa supo que tenía que hacer. Agarró el teléfono y marcó un número. Esperó. La voz inconfundible de su padre atendió y ella le habló. Era hora de perdonar.

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