Cuando conocemos a una persona y nos unen los mismos intereses, notamos un trato diferente, podemos sonreír cómplices de saber que hablamos de un mismo tema. Pero cuando lo que nos une es una pasión, la complicidad pasa por saber que hablamos un mismo idioma, sin el uso de las palabras. Es cuestión de miradas, códigos casi secretos y de piel. Pero ¿qué tan fina es línea que separa la pasión que nos une, de la obsesión que nos separa?
Hacía mucho estaba en el ambiente de la fotografía, siempre como modelo. Tenía cierta y notable inclinación hacia la muerte. Un poco gótica, rara, no tan sociable. Nunca imaginamos que llegaría tan lejos.
Había conocido a un fotógrafo muy poco nombrado, Juan Andrés, quien estaba dejando el término “amateur” de lado. Le gustaba hacer fotografías de desnudos temáticos, tenían varios trabajos juntos. Siempre me habló muy bien de él, llegué a pensar que se estaba enamorando. Ella era la de las ideas locas y él, quien le llevaba la canasta en todo.
Ámbar se caracterizaba por su soltura y comodidad ante un lente que la observaba para retratar ese instante de cuerpo delgado y mirada profunda. Solo la veían los que miraban más allá de sus clavículas marcadas, sus pequeños pechos y su cintura con lunar. Era la tercera vez que se juntaban en el estudio para realizar una sesión. Le encantaba ser protagonista, las luces, los flashes, el maquillaje, el humo. Con todo se maravillaba, jugaba divertida, sonreía con una sonrisa desprolija. Sabía que ese no era su fuerte, por eso la seriedad en todas las fotos.
Encontré este texto en su computadora:
“No recuerdo bien quién propuso la idea de hacer fotos allí, si él o yo. La cuestión fue que ambos lo queríamos.
Comencé a buscar información, se trataba del Tornú. El hospital general de agudos Dr. Enrique Tornú, en Villa Ortúzar. Era un hospital desde hace más de cien años, derivaban allí a pacientes con tuberculosis de todo el país, y tenía un pabellón abandonado desde el ’77 que correspondía a pediatría y maternidad, lo que no encontré en la investigación fue por qué quedó abandonado. Imaginé cosas… no sé. Las almas de cuántos deambularan por ese espacio, quién escuchará el llanto de los bebés, o el ruido de las sillas de ruedas. Le mandé un mensaje a Juan, “Pongamos fecha para el Tornú”.
Hacía frío y yo tenía puesta una bata de hospital. Mi pelo desprolijo pero atado, un make up con ojeras. Quería fotos con estilo enfermo-fantasmal, representar un paciente de esos que los mirás y no sabés si aún está vivo o lleva muerto media hora. En fin, para esa sesión estábamos solos con la cámara. Tenía que ser rápido, si nos veían podían venir y sacarnos. Poses cortas, no muy elaboradas, un poco de caminar, contra una pared, fotos en el ventanal roto que da al parque. Aguantándonos el olor a pis y vigilando que nadie entrara. Había un colchón mojado en el piso, pero ningún indicio de que alguien vivera allí. La galería tenía espacios con techo, y otras a cielo abierto con escombros en el suelo. Había un vidrio en el piso, lo tomé y empecé a posar con él. Comencé a raspar mis piernas para lograr ese efecto rayado que quería en la piel.
Juan solo disparaba la cámara. Comencé a sangrar, me empecé a manchar la bata, las manos. Estaba fascinada, no sentía dolor. Solo un ardor narcótico que me hacía querer prolongarlo. Hasta que me desvanecí en el suelo.
Cuando desperté en casa de Juan, tenía cortes en las piernas y en las manos. Los de las piernas no eran importantes, pero en las manos tenía tajos en las palmas, justo en los pliegues. Estaba limpia de sangre, con unos vendajes caseros que él hizo, una remera suya y un pantalón viejo de jugar a la pelota.
¿Estás enojado? —pregunté. Nos fuimos un poco a la mierda— respondió serio—por un momento me asusté.
Suerte que nadie nos vio, o eso queríamos creer. Me mostró las fotos que habíamos logrado, estaban increíbles. El foco, los ángulos, la luz lograda, hasta las fotos quemadas estaban buenas. Mis caras de locura y de dolor, parecía que me dolía, pero no lo había vivido tan así. No hablamos mucho más y me llavó a casa.
De hecho, nunca más volvimos a hablar. Pasaban los meses y me asaltaba la idea de que me hubiera fotografiado también con las vendas y su ropa. No me molestaba la idea, solo quería saber si yo había salido bien. La pasión por la fotografía y la obsesión por ser la pareja que mejor pudiera retratar el sufrimiento me encantaba. Sentía vergüenza. ¿Cómo me iba a desmayar? Tenía que aguantar más. Mientras más aguantara más chances tendría Juan de lograr la foto perfecta. Me quemaba la cabeza pensando nuevos escenarios, miraba las fotos del hospital pensando todo lo que podría haber mejorado. Juan se sintió muy responsable, yo creo que por eso no me habló más… ¿pensará que estoy loca? Me voy a morir con este nudo en la garganta.
Ya pasaron dos meses desde las fotos del Tornú. Bajé 7 kilos, estoy pesando 38.5. Me gusta mirar en el espejo como se ven mis huesos del pecho. Mis costillas altas parece que absorbieran la piel hacía adentro. Mis hombros se ven perfectos. No estoy enferma como dicen mis compañeras, solo no me da hambre. Creo que voy a buscar otro trabajo, me aburrí. Extraño a Juan. Me acuerdo cuando me contaba las vértebras… hoy podría hacerlo mejor, sin perderse cuando cuenta.
El viernes soñé con él. Decidí mandarle un mensaje.
«Encontré una fábrica abandonada en pleno centro. Unos amigos ensayan teatro ahí, ya hablé con ellos, no hay problema de que hagamos fotos. Tiene un patio con dos pisos, paredes venidas a menos y un espacio como inundado, medio verde. Da para ángulos muy interesantes. Te paso fotos.
Yo sé que bardeamos la última vez, esto de “retratar el sufrimiento” hay que medirlo o simularlo. Te juro que lo entendí. Tengo ideas. Escribime, dale».
Nos estuvimos mensajeando toda la noche.
¡Que lindo volver a hablar con él! Me encanta cuando me dice chiquita…
Lo convencí de hacer una última sesión de sufrimiento en ese lugar. Había un espacio muy interesante en donde me podría colgar. Simularíamos un ahorcamiento. Un “nude hanged”.
Le conté que había estado tomando clases de teatro, y tenía un esquema pensado. Primero unas fotos simples jugando un poco con el espacio. Unos desnudos publicables y después armábamos el nudo de horca con el banco abajo. Para las fotos colgadas, iríamos hasta el final. Pusimos fecha y hora”.
Éramos muy amigas, las dos teníamos copias de las llaves de nuestras casas. Después del Tornú quedó mal, nunca quiso mostrarme las fotos. Hoy, indagando en sus carpetas, veo por qué. Jamás tomó clases de teatro, y había dejado de ir a trabajar. Resolvieron desvincularla y no tenía relación con su familia. A último momento, Juan decidió no ir. Cambió de opinión cuando no encontró reclamos en su celular por la demora. Le pidió a una amiga suya que lo acompañara.
La encontraron desnuda, ahorcada, en una fábrica abandonada de capital.
Su rostro estaba tieso, con un gesto de desesperación y los ojos desorbitados. El cuello y parte de la cara, arañados. Tenía sangre y piel mezclada con la tierra que se veía en sus uñas.
En su antebrazo izquierdo, escrito en lapicera azul y con una caligrafía bellísima, decía: “te regalo este cuerpo poético”. Ámbar quería que él sacara la foto perfecta.
Estoy segura de que Juan aceptó su regalo. Esa foto que Ámbar tanto quería, tiene un lugar en su memoria.
Tal vez, en su cámara también.