El circo había llegado a Buenaventura. Se estableció en un terreno encantado y deshabitado en la carrera 37, casi llegando a la calle 2ª. Los vecinos del lugar no se percataron del evento culpa del calor ignominioso y aberrante. O quizás no les interesó. El miasma que venía del puerto no dejaba pensar.
La carpa fue levantada casi por arte de magia, aunque el mago no tuvo nada que ver, esos portentos excedían sus habilidades. En realidad no era ningún mérito, ya que sólo era una lona rajada, que en algún momento fue multicolor y pretensiosa. La actividad fue febril, se instalaron las gradas, luego los trapecios y la cuerda floja -que quedó muy floja- las jaulas para los ratones amaestrados y por último la parte más importante del espectáculo: El cañón de Iván, el hombre bala. Luego todo quedó en silencio, a la espera de la noche, para iniciar la primera función. Asomó la luna pero no el alivio, el oxígeno del planeta estaba a punto de entrar en ignición por el titilar de las constelaciones mudas, ciegas y sordas.
Estaba todo dispuesto para comenzar la función. El maestro de ceremonias le dio un trago ulterior a una petaca de ginebra, antes de entrar a la arena para presentar a los payasos inválidos, a los funámbulos con vértigo y al lanzador de cuchillos tuerto. A través de los agujeros de la vieja lona se podían ver las estrellas en el cielo invisible, hablando entre ellas, confabulando. Un conejo transparente escapó del sombrero del ilusionista y nunca pudo ser atrapado.
Con un redoble de un tambor desafinado se dio por iniciado el show, uno tras otro fueron pasando los diferentes artistas. El público era exiguo, no sumaba más de cinco personas, aunque las entradas estaban de rebajas rebajadas. Los asistentes no aplaudían, porque sus manos, pringosas de sudor, se quedaban pegadas unas con otras.
Entonces le llegó el turno a Iván, el hombre bala, Era de nacionalidad rusa, con una cabellera y una barba rubia hirsutas, de pequeña estatura. Nunca se le escuchó decir una palabra y tenía una valentía manifiesta. Vestía un traje de cuero blanco con líneas rojas y unos grandes botones dorados en las charreteras. Sudaba y dejaba un rastro salado en el piso, pero eso no mermaba el misticismo que irradiaba. El cañón por el cual saldría disparado era de pequeñas dimensiones pintado de un blanco hospitalario. Iván se introdujo por la boca oscura del arma y desapareció en ella.
Se escuchó una explosión e Iván salió lanzado por los aires. Por causas que no se pudieron determinar el fuelle metálico que se utilizaba para efectuar el disparo había tomado una presión inconmensurable y tomó una fuerza inusitada. Iván en vez de caer en la red salvadora, ubicada unos treinta metros más allá, salió despedido a una velocidad incalculable. Atravesó la tela y desapareció entre las nubes sofocadas por el calor nocturno. Fue subiendo hasta convertirse en un punto luminoso en el cielo oprimido.
En las localidades de Manizales y de Caucasia fue tomado como un meteorito que presagiaba el fin del mundo. Los habitantes de estos lugares entraron en pánico y se suicidaron en masa. Iván, sin desearlo, tomó rumbo hacia Panamá, cuando pasó por Jaque destrozó los techos de las chozas de los emberá. El derrotero que tomó luego fue errático, subió varios cientos de metros y casi choca contra una bandada de ángeles perdidos.
El pueblo de San Sixto ardía bajo el sol demente, se derretía lentamente, los efluvios del páramo entraban a las casas, aún con las ventanas y puertas cerradas. Un lagarto murió de sed en una calle de tierra, todas las calles eran de tierra
Natalia Acevedo Gómez estaba sentada en una pérgola bajo la sombra de millones de rosas blancas, rojas y amarillas, aunque en realidad era un trampantojo, que fue pintado en el aire por un desconocido. Era una mujer casi bella, de no ser por leves pero notorias imperfecciones en su rostro, tenía las cejas asimétricas y un contundente lunar en su barbilla afilada; unos ojos castaños de una profundidad sinfín y una cabellera de algas soñolientas pero felices. Era de una complexión escueta pero significativa, de esas personas que están presentes p ero no son notadas. Natalia era una mujer asolada por las penas de la soledad y por los ardores de su entrepierna, en sus casi cuarenta y cinco años no había conocido la placidez de un orgasmo ni la presencia de otro cuerpo. Todas las tardes se ponía bajo la sombra de las millones de rosas blancas, rojas y amarillas y se sentaba en el mismo banco, cerca de la calle de tierra. Se sentía humillada por el calor y se echaba aire con un abanico traído desde Valencia, de los talleres de Baltasar Talamantes.
Los Acevedo Gómez eran una familia de terratenientes venida a menos, cuyo mayor recurso fue la recolección de piedras preciosas que florecían en un árbol milenario, enclavado en un lugar secreto en la mitad de la selva. Los diamantes, zafiros y rubíes crecían en el con formas de flores desconocidas. La bonanza por la cosecha les duró años hasta que el árbol se secó, entonces perdieron todas sus posesiones materiales, a excepción del abanico que usaba la mujer y de la casa de madera vieja, cerca del río que se mezclaba con el mar.
Iván conjeturó que se estaba por acabar su impulso cuando vio que un par de colibríes perdidos le ganaron una carrera que nadie empezó. Intentó elegir el sitio para aterrizar pero se dio cuenta de que era infructuoso. Rogó no amarizar en ese mar plagado de tiburones hambrientos. Perdía altura, las copas de los árboles rozaban sus talones, hasta que vio lo que le pareció un pueblo fantasma, cerró sus ojos y se dispuso a esperar lo peor. Carreteó en un aterrizaje forzoso, al hacerlo levantó una masa de aire que deshojó a todas las rosas. Una eternidad de pétalos quedó flotando en el ambiente, demoraron dos días en llegar al piso para formar una alfombra inmarcesible, que duró varias décadas hasta que el pueblo de San Sixto desapreció bajo un tsunami vehemente.
Natalia primero sintió un ruido que fue creciendo en intensidad hasta convertirse en un fragor de mil naufragios. Luego una brisa caliente, como el soplo incansable de infinitos motores diesel. La mujer no se inmutó su foco de atención no había cambiado, aunque le causó cierta incertidumbre el traje del caído del cielo, sobre todo la capa roja que le llegaba hasta la mitad de su espalda. Aunque mantuvo un rictus de velorio, como le enseñaron en la escuela de monjas.
Iván se quedó en el piso, el golpe había sido fuerte, casi atroz. Se le aflojaron un par de dientes y unas costillas, se le torció una muñeca y se peló la punta de la nariz. No se percató de la presencia de Natalia, quizás porque quedó sumergida bajo los restos de las rosas. Iván no hablaba español, sólo lo adivinaba, farfulló lo que él pensaba eran las disculpas adecuadas, pero de su boca salió una perorata incomprensible. Ella no se dignó a mirarlo de frente, solo le dedicó un vistazo huidizo escondido en un parpadeo tintineante.
Renato Barrancas sintió el estrépito en el medio de un sueño. Dormía la siesta y tenía la pesadilla acostumbrada. Soñaba con su madre bailando sobre una mesa, en el medio de un bar vacío. Él quería que se bajara del mueble, pero la voz no le salía de la garganta. Todo terminaba con su progenitora volando a través de una grieta en un vitraux del techo, con la imagen de millones de aves rojas y azules comiéndose a un tigre. Él la llamaba pero sólo escuchaba su risa alejándose. Despertó de mala gana, tuvo pereza por un instante pero le pareció que la urgencia por descubrir la proveniencia del sonido era mayor. Bajó del segundo piso a la relojería de la planta baja. Había heredado el negocio de su padre, aunque no se sentía relojero ejercía el oficio con gusto. Tenía un don innato para reparar los minúsculos mecanismos y para limpiar los engranajes y contrapesos, todo ello sin la lupa que se requería para tales casos. Había sido dotado con una visión privilegiada aunque odiaba no poder escuchar el tic tac por su sordera.
Antes de salir al estómago del sol que era el exterior se miró en el espejo. Se arregló el pelo ralo, siempre tuvo la amenaza de la calvicie y a medida que pasaba el tiempo su cabellera se iba diluyendo, sus sienes se iban encaneciendo y las bolsas bajo sus ojos se iban abultando. Con paso de buzo en las profundidades Renato Barrancas se acercó a la pérgola y la vio pelada, las rosas que eran el orgullo del pueblo habían muerto y sus cadáveres estaban esparcidos por el piso.
La figura de un hombre sentado a la par de Natalia Acevedo Gómez lo confundió, durante años había esperado a Natalia para que se decidiese por su compañía, para que le correspondiese los miles de ramos de flores que le regaló con una sonrisa, pero nunca obtuvo respuesta. Él imaginaba un tal vez, un beso mínimo, pero la mujer lo sumía en la indiferencia, una dolorosa y tangible. Natalia no se percataba de la presencia de Barrancas, sólo veía el carnaval de rosas. Natalia no era ni altiva ni soberbia ni despectiva ni altanera. Cuando nació el cordón umbilical, como si fuese un ser vivo, le rodeó el cuello y casi la asfixia hasta la muerte. Todo el halo de misterio de Natalia Acevedo Gómez estaba resumido en falta de oxígeno al cerebro.
Iván se había sentado junto a Natalia no por una artimaña de seducción, no sentía ningún interés. Por un instante la consideró un fantasma, pero ella tosió y se hizo real, más aún por la saliva que le quedó colgando de su boca.
El hombre bala estaba tratando de dilucidar en dónde estaba, qué país, qué planeta. No estaba seguro de que estuviese en la Tierra, su periplo había sido vertiginoso y caótico, en el cual no alcanzó a distinguir nada más que formas borrosas y olores diluidos. Trató de hacer un mapa mental pero fue infructuoso. Concluyó que el lugar en dónde estaba no existía.
A Renato Barrancas unos celos asesinos lo tomaron de las solapas y lo zamarrearon, increpó con la mirada a Natalia. Muy pocas veces habían cruzado palabra, ya sea por la tosquedad de ella o por la timidez de él. Barrancas tenía entre ceja y ceja el casamiento, se lo había propuesto mentalmente mil veces, confiando de que la mujer dominaba la telepatía, pero ella nunca le contestó. Renato Barrancas tenía la intuición certera de que sería una fiesta que duraría tres días, costosa, ruidosa y orgiástica. Estaba enfurecido, sacó sus guantes de cuero, inservibles en el trópico, y le dio una bofetada a Iván. El duelo estaba declarado. A pesar de las diferencias culturales Iván comprendió inmediatamente la acción, pero no el motivo, intentó explicar que estaba perdido, pero solo logró negativas de Renato.
Natalia siguió mirando a la nada, un poco más allá del mar.
Nota del autor:
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