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La Angustia

Mujer ventana 2

Como le pasaba a veces, Marcela llegó a su casa con un vacío desagradable en el pecho. Angustia. Vino pensando todo el camino sobre qué sería eso que le aplastaba en el pecho hasta que al bajarse del colectivo vio a una pareja abrazarse y darse suaves besos en las caras, y lo supo de inmediato: estaba cansada de sentirse sola. Aunque ahora sabía el motivo de la angustia esta no se le iba y ella lo sabía bien. No era la primera vez que le pasaba. Realmente le habría gustado estar en pareja, y hoy ya más grande trabajaba todo el día y se daba poco tiempo para sociabilizar. Sus amigas todas casadas y con chicos, todos ya grandes, las economías familiares construidas, sus relaciones familiares consolidadas, navidades concretas, cumpleaños, en fin. Sin embargo hoy le volvió a agarrar esa ansiedad por estar con alguien. Era un vacío que no se arreglaba con una noche de compañía o con un viajecito con algún amigo, era la ansiedad de tener un proyecto de pareja.

Abrió la puerta y se propuso terminar con la angustia como lo hacía siempre. Así que se preparó un té con galletitas sin mucho entusiasmo que no pudo terminar. Y como no tenía fuerzas para hacer nada, puso el despertador a las siete de la tarde y se acostó en la cama. Quería cerrar los ojos hasta que llegue la hora, hasta poder sacarse esta angustia que la ahogaba lentamente.

La luz del día se paseó filtrada por la persiana todas las veces que quiso en ese cielorraso mórbido que la aplastaba hasta que la vejez de la tarde la mató a eso de las seis y cuarto. A las seis y media la angustia creció mucho, y se asustó. Sus ojos se llenaron de lágrimas, tenía que resistir media hora más, una interminable media hora más.

Los ruidos de la calle la ayudaban a focalizar la atención en otra cosa, pero la angustia le cortaba el aire. Miró el despertador, faltaban doce minutos. De pronto llegó el frío y sintió miedo, frío y miedo. Sintió la muerte anidarse en ese pecho oprimido y sin oxígeno. Faltaban nueve minutos. Las voces de las personas que caminaban por las veredas le resultaban tan audibles como banales. Nada conseguía distraerla de aquella presión. Cinco minutos pero ya no dio más, desactivó el despertador y se fue hasta la cocina. Entró sin prender la luz, abrió las cortinas de las ventanas y se sentó en una silla con su te frío. Tres minutos faltaban. Tres. Volvió a mirar el reloj. Tres minutos. Tomó otro sobro, golpeteó la mesa, miró el reloj, tres minutos faltaban. El tiempo parecía enojado con ella, pero al rato vio que faltaban dos minutos y dejó de pensar en esa estupidez. Tosió, miró un rato aquella ventana oscura. Un minuto. Sintió frío pero no le importó. Dejó que todo… Y se prendió la luz de la ventana de enfrente.

Se inclinó un poco hacia adelante. No necesitaba mirar el reloj, sabía que eran las siete en punto. Ella, tan linda como era, con su cara seca, sin expresiones, entró con una bandejita descolorida y se sentó en el sofá desgastado de un plástico símil cuero. La goma eva erupcionó levemente en una esquina cuando dejó caer todo su cuerpo sobre aquellos vetustos almohadones. Todavía tenía una muy buena figura y sus piernas se cruzaron femeninas aunque su cara no hizo mueca alguna en ningún momento.

Prendió la lamparita con motivos chinos que tenía al lado sin que eso aumentara la luminosidad y tomando el control remoto con la mano izquierda, con la que acababa de prender la luz, una luz celeste maquilló de luna la poca vida que quedaba en sus pómulos.

Desde su cocina oscura ella espiaba a la vecina acomodarse la bata que había sido de brillante raso hacía un tiempo y hoy se quebraba opaca a la vista quemada por el jabón barato que el marido le insistiría en comprar. O tal vez ella misma lo hacía comenzando un proceso de momificación espiritual tan lento como agónico. Entró él y por eso supo que eran las siete y doce. No era gordo, ni flaco, nada. Era un cuerpo con remera y calzoncillos que antes de sentarse apagó la luz del techo y el estar quedó sumergido en una mortuoria luz de 25 watts creada con el esfuerzo vano de la barata lamparita china. Ella seguía con sus pómulos celestes sin sacar la cara de la tele.

Él atendió dos veces el teléfono y por sus gesticulaciones y movimientos imagino que hablaba fuerte, pero a ella no le perturbaba en absoluto, ni siquiera pestañaba cuando él quebraba el cuello levantando la cabeza y abriendo su bocaza en una risa que desde la cocina parecía muda y hostil. Después de estar mudos e inmóviles durante algo así como una hora, ella movió su mano y se rascó la cara. Él lo hacía todo el tiempo, y se movía, pero ella solo lo hizo después de ese tiempo. Desde la oscuridad de la cocina la angustia aumentó enormemente, pero era distinta, era otra angustia. Ya no dolía, no asfixiaba. Todo el tiempo sentía la tentación de prender la luz, pero debía esperar un poco más.

Él se levantó y ella supo que serían las ocho y diez más o menos. Eso dependía de las propagandas de lo que estuvieran viendo, y se fue por una puerta que no se veía a la derecha de ambos. Ella dejó su inmovilidad y lo miró irse. Incluso estiró un poco el cuerpo, como asegurándose de que se fuera más lejos, y entonces abrió un cajoncito de la mesita donde estaba la lámpara china, sacó un frasquito y tomó dos pastillas que se las llevó a la boca en un movimiento rápido, cerró el frasquito, lo puso en el cajón y se recostó un poco más sobre el sillón. Pareció adormecerse, por fin parecía realmente que descansaba. Ya estaba, el resto de la historia ya la conocía y no la soportaba. Así que se levantó de su silla en la oscuridad, prendió la luz y se puso a preparar la comida. La angustia se había ido apenas había prendido la luz.

Y mientras cocinaba y por la ventana se podía ver al hombre nuevamente en el sillón avanzando sobre la mujer, pensó que el amor es algo esquivo, y que no todos tienen la suerte de conocerlo. Y después de poner el arroz al fuego, cerró la cortina de la ventana y, silbando, se fue a cambiar.

 

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