/La increíble historia de «el cirujano» de Guaymallén

La increíble historia de «el cirujano» de Guaymallén

El negocio surgió de la nada, como esas cosas que te pasan en la vida sin sentido y que cobran valor con el correr del tiempo. Yo era un pendejo desempleado más del montón, buscando laburo de lo que mi «primario completo» me permitiese. Changas, básicamente. Me pagaban una miseria, miseria que bastaba para quemarla de inmediato en falopa o alcohol. Era la única manera que la vida se me pasaba sin el bajón de no poder prosperar ni ver un futuro, cuando menos, tentador. Siempre fui un tipo solitario, me cargaba una depresión interesante.

Aquella noche había cobrado bien. Me habían encargado pintar la galería de una casa. La misma estaba a estrenar, no había nada de valor adentro, por lo que los dueños me abrieron la obra temprano y me dejaron solo. Me dijeron que pagarían cuando termine. El trabajo, que en teoría duraría dos días, lo hice en una mañana. Le llamé al dueño y me dijo que hasta última hora no podría venir a pagarme, así que me tenía que quedar en el lugar. No tenía dinero ni ganas de volver a mi casa, para regresar nuevamente a la noche. Entonces me puse a sacar los escombros del patio. Es impresionante la mugre que genera la construcción. Al anochecer había dejado el fondo de la casa completamente limpio y todos los escombros cargados en un contenedor que daba a la calle. Así, de paso, se lucía mucho mejor mi trabajo.

Cuando llegó el dueño no lo podía creer. Me agradeció y sin siquiera preguntarme me pagó el triple de lo acordado. Salí feliz, por primera vez en mucho tiempo. Iba pensando en toda la cerveza que tomaría aquella noche, cuando me encontré con un tipo al lado de una moto destrozada. Había chocado hacía un rato, él estaba bien, ahora estaba esperando que la grúa viniese a buscar los despojos de aquella moto de baja cilindrada y origen Chino. Era una moto que había visto cientos de veces en las calles. El muchacho estaba claramente angustiado y miraba su bípedo con tristeza. Me arrimé a él, le pregunté el valor en plaza. Nueva debía estar en unos quince o veinte mil pesos. Le pregunté si era titular y tenía todos los papeles. Asintió. La moto no servía más, sin lugar a dudas. Le ofrecí tres mil pesos, menos todos los costos de transferencia, porque era todo lo que llevaba encima, a cambio de los despojos y sobre todo de los papeles. Dudoso, aceptó mi propuesta. Le di la mitad del dinero, la grúa llevó la moto a mi casa. Al otro día le pagué en el registro el resto.

Una semana después salí de caño. Era algo que intentaba evitar y lo hacía sólo cuando estaba al límite económico y realmente no tenía ni para comer. Esta vez no estaba del culo, estaba sobrio y alerta. Caminando por Ciudad encontré a mi víctima, parado en el semáforo de una esquina. La suerte estaba de mi lado. Robar una moto en marcha es lo más fácil del mundo. Apuntas al conductor, el mismo se baja, te subís vos y aceleras. Al cabo de veinte minutos estaba con la moto robada en casa. Esa noche trabajé duro… mazo, cincel, pintura, lima, amoladora, desarmado y armado de chasis… a la madrugada tenía mi Gilera Smash 110 flamante, con el mismo número de motor y chasis que figuraba en los papeles que había comprado. También tenía un par de repuestos de más. Ese mismo mes la vendí a veinte mil pesos… por primera vez en mi historia había ganado diecisiete mil pesos. Recuerdo que esa noche fui a Don Mario y comí la mejor parrillada de mi vida, con vinos caros, en botella, sin soda, como nunca antes había probado. Hasta pedí postre.

Comencé a andar por las calles de Ciudad, San José, Villa Nueva, Dorrego… buscando accidentes. Uno por semana agarraba seguro. El modus operandi era siempre el mismo. Compraba las motos destruidas al veinte por ciento de su valor, robaba la misma moto, le cambiaba el número de chasis, motor y algunas piezas y las vendía a precio de mercado. Además me iba haciendo un buen stock de los repuestos que lograba salvar de las motos accidentadas. La rentabilidad era brutal. Hasta que un día me agarraron. Intenté robar una moto y los dos tipos que iban sobre ella me alcanzaron a la cuadra… más allá de la tremenda paliza que me dieron, me comí una semana preso. No tenía antecedentes y sólo había sido un «intento de robo», pero la privación de la libertad es lo peor que puede pasar un hombre. El principio del negocio lo tenía armado, la idea era brillante, ahora me faltaba gente que se encargue de la parte sucia.

Me puse en contacto con tres bandas, todos pendejos, picantes. Una de San José, otra de Godoy Cruz y otra de Las Heras. Yo les iba a hacer los encargos y pagarles las motos de una, en efectivo. Entonces me dediqué de lleno a la parte «legal» de mi empresa. Estaba todo el día en la calle buscando accidentes, como un perro. El camino se me hizo más fácil cuando contacté a un par de abogados en Guaymallén. Ellos, en su rol de caranchos, me mandaban un mensaje por celular contándome sobre un accidente que les acababa de informar, a su vez, la policía. Así que yo iba, contactaba al dueño de la moto y le ofrecía la compra. A su vez, yo les informaba sobre los que me enteraba por cuenta propia. Era un ida y vuelta de favores.

En poco tiempo me hice de los papeles en regla de varias motos, al punto que tuve que poner algunas a nombre de mi madre y unos amigos. Finalmente tuve que hacerme con documentos y poderes notariales de viejos del este de Guaymallén. Bolivianos documentados, gente de campo… en fin, figuritas que me permitían poner a nombre de ellos las motos estroladas. Les informaba a las bandas sobre las nuevas adquisiciones y al poco tiempo aparecía una moto flamante en mi garage. Laburaban en su limado y nuevo numerado un par de primos y yo. En menos de doce horas la moto estaba lista para ser vendida, de manera legal, con papeles al día.

Me compré un pequeño camioncito, para cargar las motos chocadas e ir a buscar las robadas. Ya ni siquiera tenían que venir a mi domicilio. Mudé el taller del barrio y me hice la costumbre de cambiar cada seis meses de galpón.

Me gané el respeto del mundo del hampa una vez que los de la bandita de Las Heras se intentaron hacer los pillos. Me llamaron diciéndome que tenían tres motos listas, me citaron en el piedemonte, dentro de una villa. Cuando llegué vi varias caras desconocidas. Me di cuenta que me estaban tendiendo una trampa. No había motos y yo llevaba toda la guita encima. Lo que no sabían ellos era que yo ya estaba bastante bicho. Dentro del camioncito venían varios de los míos, enfierrados hasta las manos. Cuando chiflé se bajaron y se armó un cagadón de la san puta. Ellos me mataron a uno, yo les maté a siete. En el diario sólo apareció el mío en los policiales, nadie supo cómo se había muerto. Los siete de ellos jamás aparecieron… pero ahora todos sabían que me los había cargado yo, que no se jodía con «el cirujano» Maggiora. Ahí quedaron los putos, enterrados en la montaña, hasta el pecho de cal.

Apretaron a uno de los caranchos y soltó el buche, no lo mandé a limpiar por los hijos. Pero la cana quería su parte y acá no había «cambio de favores». No tiene sentido enfrentarte a la policía porque tenes todas las de perder, así que lo mejor es endulzar a los cobanis. Enterados los bigotudos, de toque cayeron las «tortugas». Los gendarmes son menos mafiosos, pero igual de necesarios. Y si ya se mete gendarmería estás hasta las manos. Para cerrar el circuito del dinero sucio y poder blanquearlo en paz, tuve que untar a los menos violentos, pero más caros de todos… el poder judicial. Así que se iba plata «azul» por un lado, «verde» por otro y «roja» por el otro, permitiéndome pasar del «negro» al «blanco». No estoy hablando de billetes internacionales ni de colores. La condición de la policía era que no hayan muertos, la de gendarmería que no abra sucursales en otras provincias y la de los jueces que mantuviera todo lo más ordenado posible y sin ningún tipo de contacto físico con ellos.

Ya ni siquiera iba a los accidentes o a buscar las motos, simplemente manejaba los hilos, como el padrino. Recién ahí entendí el logo de la famosa película. No cometí el grueso error de tener oficinas fastuosas o incurrir en grandes gastos. No me compré autos importados ni me hice una mansión en un barrio privado popular. Me movía austero, callado, sigiloso, sin lugar físico permanente. Cambiaba de taller como de celular e iba adquiriendo distintos documentos con los que realizaba las transacciones. Las ventas salían solas por los canales conocidos. El negocio crecía a pasos agigantados. Directamente tenía un amplio stock de motos robadas por un lado y papeles oficiales por el otro, siempre el mismo tipo de motos… en lo posible chinas, de baja cilindrada y de venta popular. Motomel, Gilera, Zanella, Mondial o Guerrero eran mi fuerte. Con las Honda o las Yamaha chicas ganaba muy buena guita, pero prefería apuntar a las otras. Jamás compraba o robaba motos grandes o de marcas japonesas, italianas, alemanas, inglesas o yankees. La única era la mía, una hermosa Honda CBF 900 del 79 comprada en Córdoba y restaurada a cero por mí.

Mi vida en pocos años dio un vuelco drástico. De ser un pobre tipo, ladrón de poca monta sin laburo, me convertí en un hombre poderoso, silencioso, siempre de guantes para no dejar huellas, un «cirujano», de ahí mi apodo. Me movía como una serpiente, y no daba un paso sin ordenar las coartadas y tener una vía de escape. La fortuna amasada me la ordenaba el judío Scoptein. Un contador frío y calculador, una máquina de hacer números que, a cambio de unos gruesos honorarios, me mantenía todos mis números ordenados y desviaba mi dinero a diferentes puntos del globo e inversiones, haciéndome ganar fortunas y comisionando por ello. Era el único tipo en el que, sin quererlo, debía depositar toda mi confianza. También era el que más claro tenía el muchísimo daño que le podía hacer si me llegaba a caminar, cuestión que me encargaba de hacerse saber cada vez que me reunía con él y al retirarme de la oficina le decía irónico «judío… me caminas a mí y vos con toda tu familia terminan metidos en el tubo de GNC de un Taunus». Ambos reíamos, pero él sabía que yo le hablaba en serio. Porque yo le hablaba en serio.

Con el tiempo, Godoy Cruz creció… también crecieron las bandas. Mi filosofía nunca fue la del típico «mafioso» o «pesado», así como nunca busqué hacer bases estrafalarias o gastos absurdos, tampoco elegí rodearme de delincuentes fieles. De esta manera me podía mover con mayor libertad, sin depender de que aprieten a uno de mis «muchachos», por así decirlo. Lo malo es que era evidente que no había un vínculo demasiado estrecho con estas ratas, así que tarde o temprano me sospechaba que esto pasaría… se me retobó la banda de Godoy Cruz. Creyeron que podían «pasarme» en el negocio y comenzaron a hacerlo ellos. En mi implacable manejo del asunto, les caí una noche al barrio… pero esta vez no salí tan airoso como en Las Heras. Las bajas fueron parejas, nos matamos tres y tres y la noticia fue un escándalo provincial. «Guerra entre bandas», «ajustes de cuentas», «narcotráfico», se decía de todo en los diarios. Pero la peor noticia era la que se estaba corriendo en nuestro mundillo oscuro… Godoy Cruz se le reveló al «cirujano» y éste no logró ajusticiarlos. Pronto se sucedería lo mismo con las bandas Las Heras y finalmente con Ciudad y Guaymallén.

La historia la sabía cantada. Esto es mafia, elemental y salvaje, y las formas en que se maneja la mafia son siempre las mismas. Cuando el león se hace viejo y los cachorros crecen, estos quieren dominar la manada. Tenía que entrar en una guerra, intensa, picante, a fuego. Esto implicaba ejecutar niveles de violencia atroces, aumentar los cánones a la policía, gendarmería y sobre todo los jueces y yo, en el fondo, era un ladrón de guante blanco, no un asesino. No estaba en mis planes mancharme las manos. Yo siempre fui un distinto, y esta vez tenía que pensar como un distinto.

Mientras las bandas se preparaban para una ofensiva evidente, yo me dediqué un buen tiempo a recolectar datos reales de todo mi entorno. Papeles reales, audios reales, videos reales, charlas telefónicas reales, nombres, apellidos, montos transferidos… todo en una hermosa carpeta de más de 100 fojas y un disco duro completo de archivos. Entonces activé mi jugada maestra…

A tiempo me salí del negocio, pero no me iba a ir con las manos vacías, no iba a dejar que las hienas se comieran mi caza sin dejarme lo que me correspondía. Estaba sobrado de guita e inversiones, pero esto ya era una cuestión de orgullo, un tema personal. Le había agarrado el gusto a esto y era bueno… era muy bueno haciendo lo que hacía. Jamás encontraron una moto, una falla, un número mal colocado. Nunca me rebotaron un trámite. Sólo tuve que matar a pocas personas, nunca volví a caer en cana, nunca me allanaron, ni llamaron, ni siguieron… tenía más que merecido el apodo de «cirujano». Porque realmente actuaba con una cautela y un temple digno de tal profesional.

Me encargué de hacerles saber a todos que los tenía de los huevos. Policías, gendarmes, jueces y, por supuesto, las bandas de Guaymallén, Godoy Cruz, Las Heras y Ciudad. Ninguno de esos mierdas iba a saltar por mí, sólo disfrutaban de mis coimas y encima ahora me querían comer el negocio, así que decidí que era el momento de que me devuelvan tantos años de regalías y me cagué en todos. Les envié a cada uno una copia de los «datitos» que tenía de ellos, más un pendrive con varios audios y videos. Con tamaña prueba era imposible que salieran ilesos. Desde pez más gordo hasta la mojarrita más inútil… todos implicados, todos sucios. Les impuse un monto a depositar por mes, organicé una dinámica con el judío Scoptein, cambiando cuentas, destinos, bancos, paraísos fiscales, pero siempre teniendo claro dónde debían depositar. Me fui del país.

Les tiré un cebo a la carroña y ahora que se mataran entre ellos, inmundos animales, al tiempo que yo cobraba mes a mes una cuantiosa suma de dinero que, encima, podía ser plausible de modificaciones y aumentos según se me cantara el orto.

Hoy vivo lejos, tranquilo y de arriba. Ya no necesito robarle a nadie, con inteligencia salí por la tangente del típico estafador de manual. A nadie le da el cuero para salir realmente a buscarme por el mundo y tengo todo organizado para cobrar durante varios años más. Scoptein es millonario y también lo tengo de los huevos, así que cuida mis negocios como si fuesen de él. El judío es el único que se salvó. Si mi descendencia, que ya se está gestando, sabe hacer bien las cosas, calculo que ni mis bisnietos van a tener que trabajar. Porque soy un cirujano… y me manejo con templanza y decisión.


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