/La mudanza

La mudanza

No pudimos poner los muebles en su lugar. Todo estaba apilado contra las paredes, la ropa en bolsas en el suelo, las cajas, y la basura que se iba juntando: envoltorios de comida, colillas de cigarrillos, manchas verdes en el piso del mate volcado, todo estaba tirado en el suelo. Un colchón en el piso y las frazadas hechas un bollo, nada se ordenaba, nada se terminaba de mudar y de meter allí dentro. No pedimos la conexión de luz. Todo estaba detenido y a la espera. En el centro de la cocina pusimos, como si fuera una bandera, una mesita ratona de jardín y las dos sillas alrededor, y allí nos quedábamos sentados en la oscuridad, pensando en el siguiente paso, un paso que no dábamos. Como si ni ella ni yo quisiéramos mudarnos a ese lugar, negándonos en el fondo a nuestra propia decisión. Tal vez no queríamos vivir juntos para no ver la nada del amor. Era el segundo intento. La primera vez había sido un fracaso, una montaña de tristezas y ofensas y arrepentimientos acumulados día tras día. Nos habíamos hecho sufrir, mutuamente. Me atrevo a decir que toda persona -si bien soy de otra raza- es por esencia solitaria, un ente que reclama un espacio propio donde acomodar su ser lejos de cualquier otro, y en nombre del amor es que se rompe esa sagrada soledad y se juntan dos latitudes diferentes, dos bestias de distintas tribus. En nombre del amor se hacen muchas tonterías, se desatan odios impensados, se forman fuegos irracionales, es en nombre del amor que se descubre el verdadero yo, al que no había necesidad de descorrer.

Ella perdía el espíritu -podía verlo, cuando hundía su rostro en un gesto comprimido y vuelto hacia sí mismo-, y yo también, o en todo caso se me volvía una roca alejada del golpe de las olas blandas, se me volvía una nube mecánica, que obraba a ciegas y porque sí. Ella había estado viva en otro tiempo, y no es que ahora haya perdido la fuerza, la vitalidad, pero ahora se veía algo oscuro en su rostro, demolido por una tristeza o un golpe de esos que no se borran. Había estado un tiempo en la incertidumbre de andar de aquí para allá. Yo era un oso civilizado. Nacido en los bosques escondidos de Moldavia. Y ella era una mujer que sabía lidiar con bestias. Su anterior marido era una sucia bestia, y yo, tampoco puedo negarlo, era peor todavía. Todos tenemos una que otra virtud, y por cada una de ellas, cien defectos. Los míos eran, creo yo, mejores que los de la anterior bestia, y en eso había, supongo, una evolución en la elección que ella había hecho. Pero cabe aclarar que su anterior marido era un hombre, no un animal. A su anterior marido le decían «palomo de iglesia», porque lo mantenía el padre. Pero era hombre, no un ave, no un animal. Le pregunté a ella si quería que lo matara. Un favor que estuve dispuesto a hacerle. Pero ella me tenía por un cobarde que no sería capaz de ello. Creo que me consideraba inferior a su anterior marido. Creo que me consideraba inferior a todos, pero me temía. En realidad no había nada que temer, pero ella me temía porque yo era un oso y en cuanto me saliera de adentro el oso, atacaría o me volvería peligroso. Bueno, algo de cierto hay. Podía morder hasta matar. Yo también lo sabía, que había sido domesticado por la iglesia y por mis convicciones católicas, aunque adentro llevaba al animal que no cree en nada ni respeta a nadie.

Ella se iba de día, desaparecía por ahí, caminando por el barrio, no sé adónde iba. De noche estábamos en la oscuridad y nuestra inmovilidad se hacía más notable. No sé qué esperábamos. Tal vez había algo que esperar, pero estábamos detenidos, sin desarmar los bolsos, sin armar los muebles, sin ponerlos en su lugar, sin dejar la casa hecha un hogar. Cada día parecía más una cueva ese lugar. La electricidad es un signo de civilización, y nosotros estábamos a oscuras. Ella decía que fuéramos a pedir la luz, pero yo insistía en que esperáramos, que la luz no era tan necesaria, que era un gasto menos si nos manteníamos sin electricidad. Y otras veces era ella la que no quería la luz, total si no se sabe si duraremos aquí. Todo el barrio tenía luz y nosotros éramos la casa sin luz.

De golpe aparecía, de día, no se sabe de dónde, y yo estaba encerrado, como una pared de canto sobre el apenas soleado fluir de la tarde, y venía con su rostro y traía su cuerpo y comenzaba una molestia. No sabíamos qué hacer con la presencia del otro, no sabíamos por qué estábamos juntos. Era, creo yo, el recuerdo de uno que otro recuerdo de buenos tiempos, o era la pena por el otro, y detrás de la pena cierto andar sobre cristales, cierto andar a ciegas.

Yo también desaparecía, iba a caminar a la plaza más cercana, la Plaza Trulalá. Desde allí se veía el bajo, una hondonada que daba a los asentamientos más pobres y a lo lejos se veía la ciudad metida en el valle. Nos faltaba el dinero y entonces yo veía a la ciudad como un hermoso lugar donde poner una bomba y hacer volar todo. Supongo que la falta de dinero despierta esos sentimientos de destrucción masiva o lo que fuera. Cerca había una iglesia, la Iglesia de San Ignacio de Loyola. Sus puertas estaban siempre cerradas, pero estaba abierto el portón lateral y adentro había niños vestidos de scouts, y mujeres que venían con sus telares a aprender a tejer. También había un cartel que decía: los jueves clase de yoga. El yoga y el prana y todos esos vocablos del paganismo. El yoga, un repulsivo símbolo del paganismo, estaba metido en la iglesia, como corresponde a estos tiempos complejos – sin embargo yo los veía simples como la palma de una mano o el trozo de un ala. Estos tiempos de morondanga… Tan simples que los podría definir con una sola palabra y sin temor a equivocarme.

Ella solía escuchar una música que la elevaba, como si fuera el súmum de no sé qué. Una cantante que había cambiado de sexo y cantaba como un cerdo poseído. Pero era venerada/do en el mundo. No se sabe si por ser una mujer/hombre, o por sus canciones que eran una sola nota de principio a fin. Este era un mundo antipático que aceptaba la diversidad. Oh, gran cosa. Y entre la falta de dinero y esa cantante que chillaba, yo terminaba por gruñir como antaño en los bosques.

Algunas noches quería tomar una coca, pero no había dinero suficiente. La vida se había vuelto muy cara. Lo curioso es que no amenazaba ningún estallido social. Yo estaba dispuesto a ir a alguna manifestación y sacar el oso de adentro, desgarrar la piel de algún dirigente que no sirve ni para abono, matar a quien me dijeran, armar la revolución, en esta tierra tan afecta a revoluciones. La pobreza nos estaba merodeando, y los muebles esperaban en el piso, tirados, cajas apiladas, oscuridad y velas, nos sentábamos a la luz de las velas de noche a esperar, yo me decía que éramos pobres, había que aceptarlo, éramos pobres. Y nadie alrededor armaba ninguna revolución. Deberíamos armar la revolución en solitario. Son las únicas revoluciones en las que creo. Son las revoluciones verdaderas. Porque todo lo demás es un negocio simplemente, el gran negocio de las revoluciones. Las revoluciones que estaban a la venta no me expresaban a mí. Qué diablos me importan los derechos de la mujer, los derechos de las lesbianas, de las aborteras, de la mar en coche, si no podía siquiera tomar una mísera coca cuando tenía sed. Las revoluciones son una farsa, la humanidad es una farsa. Pero no hace falta que lo diga un oso. Si los humanos no se percatan solos de ello, allá ellos. Yo me sentía cada vez menos cerca de ellos, aunque estuviera con una hembra de su especie.

Si alguien me pregunta por qué no he elegido aparearme con alguien de mi especie, no sé qué contestar. Quizá porque la piel de una osa me repugna, prefiero la piel suave y sedosa de una hembra humana. Esta hembra tenía sus quehaceres durante el día: venían a verla sus amigas y ella les leía la suerte echando las cartas españolas. Algo que al parecer generaba adicción, porque sus amigas venían una y otra vez a preguntar obsesivamente sobre tal o cual muchacho de su especie. Las cartas señalaban una lejana posibilidad, pero la posibilidad se hacía cada día más lejana, porque ellas volvían cada vez más desesperadas. Yo las observaba desde el patio, mientras fumaba y esperaba que se fueran. Y luego, cuando se iban, nosotros dos volvíamos a nuestro detenimiento, a estar uno frente al otro, quizá meditar sobre un paso que no podíamos dar. Los días se alejaban, y todo seguía donde estaba, solo el piso estaba más sucio. Había que tomar una decisión. Pero ella no tenía adónde ir, y yo tampoco de momento. Nuestro lazo se disolvía lentamente en nada, pronto no querríamos ni vernos, pronto el hastío nos visitaría como un crudo invierno desde el más allá.

Para acortar el tiempo, yo leía a veces de día. Literatura americana. Devoraba uno que otro libro por la mitad. La literatura me interesaba por la gran cantidad de tonterías que se dicen con seriedad. Y siempre terminaba por desagradarme. García Márquez, Cortázar, Bolaños, Vargas LLosa, Vallejo, Neruda… Lo primero que resulta desagradable es que todos ellos son anticatólicos en su mayoría. Lo segundo es que la mayoría de ellos son degenerados sexuales. Por qué, entonces, los leemos, pudiendo deleitarnos con el Cancionero Episcopal. Deberíamos leer solo a los hombres de verdad, leer el pensamiento de otro hombre y no el de un farsante o cosa peor.

Todo aquel que haya leído a García Márquez, debe saber que un pedófilo no es buena lectura. O Cortázar, un degenerado que quiso música jazz en su velorio, cuando lo que se impone en tal situación es la música sacra. Y Vargas LLosa, con esos dientes de caníbal, a quién pretende engañar. Y Vallejo, madre mía, ni un poema bueno… Pero hablando de la dentadura de Vargas Llosa, hace días vimos en la televisión mientras estábamos en un bar, uno de los sobrevivientes del accidente aéreo de los uruguayos en la Cordillera, narrando de nuevo la odisea de comer carne humana. Dijo que se comieron primero al piloto, a quien nadie conocía personalmente. Y luego se mostró obligadamente compungido ante las cámaras, pero sonreía todo el tiempo, y tenía a su edad unos dientes de tiburón. Y yo, en calidad de oso, podía adivinar que allí había un caníbal encubierto contando mierdas a la audiencia. Si hasta podía ver un brillo de saliva en las comisuras de la boca al hablar de los pilotos que había comido. Y esos dientes afilados, nada de eso es una casualidad. Por eso afirmo, Vargas LLosa acaso puede engañar a los incautos, pero no a mí: sus dientes son más terribles que los míos. Y Bolaños, un degenerado que vivía de ganar concursos literarios. Un zángano que le había tomado la mano a los jurados y su inalterable criterio. Escribir poesía por dinero. Y Neruda y las mentiras imperdonables del comunismo. Podría seguir enumerando. Y decir que la palabra y la raza son como el cuerpo y la piel. El latino es por esencia un tipo degenerado. Mezclemos al latino con el indio y cagamos. Deberíamos aquí revisar ciertas teorías: no todo hombre es creatura del Señor. Algunos son criaturas fallidas de la evolución, que admite que haya un degeneramiento, en tanto la raza perfecta es una utopía válida que no admite ninguna desviación.

Se debe vivir en soledad. Se debe evitar los malos libros. Se debe evitar la literatura latinoamericana y su obsesión por los dictadores. La literatura latinoamericana es como la política latinoamericana: una farsa. Se debe tragar el trago amargo de las tardes de un barrio escondido en sí mismo. Se debe partir así como se debe partir, cerrando todas las puertas que permitan el volver, así también nos vamos de una idea, abandonamos una postura o una convicción: para jamás volver. Merodear en lo que ya abandonamos, hacer imposible una despedida, no despojarnos de viejos ropajes, creer en lo que permanece. Tener un libro y no atreverse a quemar sus hojas. Se debería respetar solamente lo justo y necesario. Y lanzar sobre todo el resto un manto de irrespetuosidad que aleje de nosotros ese sentimiento falso de progreso o de hermandad.
Yo, como parte de la raza animal puedo expresar mis pensamientos en silencio y sin que fueran oídos por nadie, y me atrevo a hablar en voz alta pues hoy ella no está. Se fue a la parte comercial de la ciudad, si bien no tenemos dinero, fue a mirar las vidrieras y pensar en lo que compraría si lo tuviéramos. Había un negocio con un cartel en libanés o bielorruso o qué sé yo, vendiendo comida árabe: Gfhqwierqjqw askldjsa hdsjker, decía abajo de una canasta de empanadas. Y otro cartel debajo de una porción de torta: Wquihqqwhjq svderpojfdwjh caytgtjf. El precio estaba en dólares. Ella se quedó largo rato contemplando esa maravilla.

Hay un precio por todo. Pero todo lo que uno hace es pagar por el infierno, porque el cielo no tiene precio. Y pienso en esto y otras cosas mientras ella no está, a la luz de la vela que se consume como la noche nos consume. Las cosas se movían en su mundo, los elementos se apegaban a la materia, los días se iban. Y yo pensaba que son pocos los privilegiados o los equilibrados que se acercan al paraíso. Yo recordaba que estuve en el paraíso, en mi mundo boscoso, y luego la vida me puso en frente esto que, para mal o para bien, exige acción de mí. Pero es justamente en este punto donde me hallo inmovilizado, sin poder seguir adelante. Nosotros, los osos, no tenemos poder de decisión. Si bien pensamos con claridad, se nos hace difícil apostar por un camino.

Aquella noche ella volvió tarde y se sentó en la silla frente a la mesa ratona. Estaba sentada frente a mí, y la vela apoyada sobre una taza en la mesa, y no hablábamos, porque minutos atrás uno dijo una palabra y eso desató otra y nuevamente la razón para detenernos y no avanzar. En la oscuridad, parecía que conversara con un maniquí. Ella era una irrealidad que había atrapado mi mundo. Todo el problema parecía estar en el dinero, pero iba más allá. No teníamos dinero, no había dinero que alcanzara. Según ella, soy el rey de los miserables. Porque ella no entiende que no llegamos a fin de mes, que no se puede gastar, que no se puede comprar nada. Ella no entiende nada.

Nos acostamos al mediodía o a cualquier hora, esperando que el tiempo pase, porque no hay nada que hacer, y el día se hace tedioso; recién a la noche, con su oscuridad amparada en el brillo de una vela, podemos respirar un poco. Nos acostamos y le he dicho a ella que temía que tal vez pudiera hacerle daño. Pero ella tenía los ojos cerrados y no escuchaba. Nuestra vida era triste. Nuestra vida se iba por el precipicio. Nuestra vida no era un bosque.

Dicen que la naturaleza es sabia (la naturaleza es el sistema). Es un viejo dicho. La sabiduría consiste en el equilibrio. Todo en la naturaleza (algunos lo llaman «universo», pero se trata del sistema) sirve a una función, es útil. Hay equilibrio en la naturaleza. Y qué es el equilibrio sino algo maldito, mientras que el desequilibrio se agolpa en la puerta de todos los imposibles.

La naturaleza, con su determinismo, con su falsa libertad, su inmoralidad, su inmovilidad… Las cosas que cambian son una ilusión. Al final de cada cambio que se intenta, solo espera la tragedia. Uno lo intenta, una y otra vez, pero la tragedia nos atará las manos y no nos dejará avanzar.

Ese viernes último habíamos tomado un colectivo de larga distancia y terminamos en Capilla del Monte, donde ella se hizo tirar las cartas por un tarotista de veinte minutos trescientos pesos. Acaso tenía la ilusión de que algo cambiara en manos del tarotista. Y el tarotista, sentado al fondo de la feria de artesanos, adornada con muchos atrapasueños y un equipo de música del que salía tenuemente la canción «Luna» de Ana Gabriel, le dijo que ella tenía muchos dones y talentos y que debía creer en sí misma, algo que no hizo a lo largo de su vida. La historia se ajusta a cualquiera de nosotros, no es que el tarotista hubiera adivinado algo especial. La cuestión es que tomábamos un café después de eso y no sé qué cosa dije y ella, de la alegría de haber hablado con el tarotista, pasó a la furia y repentinamente dijo que me dejaba, me llamó «cobarde imbécil» unas diez veces, y no sé si fue en ese orden o era «imbécil cobarde», y que por mí había perdido muchas cosas. Le pregunté cuáles y me dijo que usara la imaginación. Y repitió «cobarde imbécil». Quise saber qué cosas y le pregunté si se refería a algún millonario que haya perdido por amor a mí, y entonces remarcó profundamente el «imbécil cobarde» (esta vez en ese orden). La cuestión es que me aclaró que «me soltaba». Cual fuera yo un matungo atado a su palenque. Y luego empezó a hablar en forma enigmática, se volvió rara, estaba incómoda en realidad, y vimos el colectivo urbano que subía cerro arriba, hacia la piedra con forma de zapato. Ella dijo que yo fuera a ver el Zapato y que ella me esperaría, que iría a comer algo y cuando yo volviera del Zapato la buscara en la calle techada del centro de Capilla. Dije que ok, pero sospeché, de pronto, que no volvería a verla. Se lo dije, pero insistió en que allí estaría esperándome, que me fuera tranquilo. Fue un instante, rápido y sin más. Me alejé de ella y nos miramos antes de que yo subiera al colectivo.

La mirada inexpresiva. Había terminado conmigo. De golpe, como se debe terminar algo. Le pregunté al chofer si había algo interesante que ver en el Zapato y respondió que había un lago y que el atractivo turístico estaba garantizado. Desde el colectivo la vi por última vez. El tiempo avanzó sobre cada milésima de segundo como los cuadros de un film, fotograma a fotograma, yendo hacia el minuto final de algo, y la conciencia de no poder detener el tiempo se deslizó sobre el rostro de ella, dándose vuelta y alejándose de mi interior. Me daba mucha pena que fuera tan franca. Si bien mentía, como mentimos todos, o más aún, sus actos siempre tenían algo de franqueza, algo conmovedor.

El colectivo tomó por calles sinuosas cuesta arriba y cuesta abajo, las casas aquí y allí en ese subibaja de tierra, la distancia y la cercanía tomándose de la mano. Luego se detuvo al pie del Zapato y el chofer me indicó que debía subir por unas escaleras y allí vería el Zapato.

Subí por la escalera de piedras al Zapato y desde allí se veía toda la ciudad abajo. Nada que me importara. Me senté sobre una roca y pensé que ella ya no estaría al volver, pero no podía creerlo, al menos no del todo. Tal vez estará allí abajo cuando vuelva. Sea lo que sea que hiciera, me daba lo mismo. El cielo, la piedra, la gente, pasaban por allí como figuras de paja, espantapájaros vivientes. Dos jóvenes que iban a acampar me hicieron recordar nuestros comienzos. Mi corazón o mi espíritu no se movían. Fui al baño detrás de una arboleda y luego lentamente empecé a caminar hacia el poblado de regreso. Y cuando volví, ella ya no estaba. Recordé que antes, la última noche, me dijo que sentía que algo se había apagado. Era cierto, porque ella ya no me hacía sufrir. Y yo tampoco a ella.

Volví al departamento tras el largo viaje de regreso a la capital, y no había nadie. Todo estaba en el suelo, tirado, y había que ordenar, sus ollas y sus platos en una humilde caja, sus pertenencias, lo único que tenía, había dejado todo ahí, y había que sacar cosas a la calle, tirar cosas, llamar un flete, cargar cosas, llevarlas no sé adónde. Tal vez no pudiera hacer todo en un día, pero tenía deseos de acabar con todo. Pero así es el mundo humano: hay que hacerse cargo, ocuparse de lo que queda. Cada acto deja tras de sí una larga estela de preocupaciones, o años de no olvidar, días repletos del triste revivir, objetos que no se van, disparos en el corazón de la memoria… No sé si fue entonces o más tarde, pero finalmente me despojé de la campera, los jeans y las zapatillas, me miré en el espejo y volví a rugir, y en el rugido pude ver el rojo entre los afilados dientes, un rojo que ya no tenía que ocultar. Que ya no quería ocultar. Me arranqué como pude el corazón. El pelaje grisáceo, en los ojos el dibujo de un bosque que se dibujaba como el lápiz imagina un papel con el trazo de la furia. Tomé un lápiz y dejé una nota. Y todo lo demás quedó así como estaba. Cerré la puerta y arrojé las llaves por encima de la pared hacia adentro. Y al caminar por la calle, desnudo, algunos me miraban. Luego ya no vi ninguna mirada, solo seguí, rumbo hacia algún bosque donde terminara esta ciudad.

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