Comencé a entender que el sufrimiento, las decepciones y la melancolía no están para molestarnos, ni para aburrirnos, ni para privarnos de nuestra dignidad, sino para madurar y transfigurarnos.
Hermann Hesse
Era la mujer más linda del mundo, lo que pasaba es que nadie lo sabía, nadie se daba cuenta, nadie la cortejaba porque hacía demasiado calor. Se llamaba Helena y era mulata de piel y de alma, sus caderas anchas y su busto en demasía se movían a la par de las olas del mar. Estaba siempre a medio vestir, a medio desnudar, con la sonrisa clara de dientes perlados.
Iba por las calles de San Sixto vendiendo los frutos de la pesca del día. Con los meros y pargos todavía agonizando recorría las calles de tierra, dejando una huella de escamas plateadas. No era una mujer apasionada, por más que los indicios mostrasen otra cosa. Era más bien una persona calculadora, llevaba las cuentas de sus ventas de una manera escrupulosa y bien diagramada, contaba centavo tras centavo, sin dejar pasar ni un suspiro. Ahorraba su dinero para comprarse una casa bien lejos de ese pueblo de mierda lleno de esclavistas, usureros, prostitutas sin clientes, santurronas con clientes. Había crecido huérfana en ese caserío infame y purulento, había comido las sobras de los demás y se había escapado de los hombres mayores que querían que reemplazara a sus esposas solo por rato. Hizo de su hogar el malecón podrido del puerto vacío y fue creciendo sin dejar de sonreír.
Vladimir era marinero, rubio, rudo y rudimentario. Había dado la vuelta al mundo un millón de veces, aunque nunca las había contado. Sobrevivió al Maelstrom durante una media noche, cruzó con los ojos cerrados el Estrecho de Magallanes y atravesó el Mar de Drake tomando té sin que se le derramara una gota. Consiguió trabajo en una goleta llamada Gladan y zarparon del puerto de Gotemburgo. Una noche, después de beber absenta en exceso, despertó en una playa desconocida, con una resaca casi mortal. No supo si habían naufragado o simplemente lo habían olvidado.
Se encontró en un lugar con playas grises, un calor sofocante y que durante la pleamar las casas se inundaban, llenándose de pulpos curiosos y de amebas asesinas. No pudo entablar comunicación con los lugareños y pronto cayó en la indigencia, por no contar con dinero ni con el dominio del idioma.
Buscando la forma de escapar de ese infierno se apropió de una barcaza semipodrida, la sacó del vientre de la selva, con un machete oxidado. Arrastró al esqueleto de metal de la embarcación por kilómetros, el rumbo lo iban fijando las contrariedades que brindaba el camino. Lo haló con sangre en sus manos, alguien se apiadó de su figura imbuida en el fuego del sol y le acercó unos metros de soga de cáñamo. Con ella Vladimir pudo jalar con más facilidad y con el doble de dolor, la cuerda se metía en su carne y le mordía los huesos de sus manos desde adentro. El sudor no lo dejaba ver, caminaba como un ciego en el amanecer. Se secó como pudo y quedó estupefacto con la visión nueva. En la epifanía de la belleza vio a Helena como una estrella en la panza de la noche. Vladimir supo que no tendría paz y que la presencia de esa mujer le mordería las entrañas todos los días de la vida.
Helena, cuando vio a Vladimir, contuvo la respiración, como si todos los mares del mundo cayeran sobre ella. Ella venía ofuscada, no había vendido la cantidad suficiente de pescados. Nunca había visto a una persona rubia.
El idioma no fue una barrera, se hablaron con los ojos, los parpadeos y las manos. Las palabras fluyeron como agua cayendo desde el espacio y estuvieron charlando a su modo durante tres días seguidos. Se conocieron sin conocerse.
Vladimir le habló del mundo en su ruso natal gutural y trabado, Helena se maravilló en su español caribeño y cantarín. Él le prometió viajar por el orbe, conocer la nieve, las estatuas de mármol de Florencia y la Plaza Burg cuando llueve; se pintarían los ojos con khol y se dormirían al amanecer con la Luna. Ella se olvidó del deseo de tener una casa propia en donde poner los pies hinchados en una palangana con salmuera durante las noches. Hicieron un pacto tácito, arreglarían la barcaza y en ella viajarían para llenarse los recuerdos de sorpresas.
La gente del pueblo de San Sixto salió de su letargo y se fue congregando lentamente en derredor de Vladimir y Helena, quienes trabajaban con denuedo en reconstruir la embarcación, acuciados por el calor, por las alimañas que se ensañaban con sus tobillos. Toda la población del lugar estaba absorta mirando como la pareja intentaba resucitar al navío de la orfandad del olvido.
La embarcación no tomaba forma. Vladimir apenas sabía leer y escribir y tenía una intuición desmesurada sobre cómo hacer mal las reparaciones. Helena y Vladimir trabajaron denodadamente, a pesar de la laboriosidad de ambos la conclusión del trabajo se demoraba, más por la impericia de Vladimir que por verdaderos contratiempos. Helena no se detuvo a pensar, no tomó dimensión verdadera del tiempo que consumían en las reparaciones hasta que se descubrió un mechón de canas en sus rulos negros. Levantó la vista y no vio a la gente del pueblo, es más no vio al pueblo. Éste había desaparecido, sólo quedaron varios fantasmas que eran los espectros de los esclavistas, usureros, prostitutas sin clientes y santurronas con clientes. Deambulaban por las habitaciones vacías, a través de las paredes carcomidas, mientras uno tocaba en la zanfona melodías de amor. Vladimir se quedó absorto en su trabajo estéril y no levantó la cabeza por años, hasta que el mismo fue un fantasma más.
Ella había perdido su juventud por armar un barco que nunca navegaría. Se sintió cansada, se sintió perdida. Dejó las herramientas inútiles en el suelo y se dirigió hacia el mar. Se adentró hasta que las olas le golpearon el cuello, llenó sus pulmones de aire y se alejó bajo el agua. Con cada brazada que daba se alejaba más y más de lo que podría haber sido, de lo que nunca sería. Se distanciaba de la ensoñación del amor. Helena siguió nadando. No le hacian falta oxígeno ni branquias, la mantenía el sabor amargo de no haber hecho lo que quería, de haberse enceguecido con lo que llamaban amor. Helena se adentraba cada vez más en el estómago del agua. De a poco le fueron saliendo escamas, unas aletas y una cabellera de algas. No se asombró por los cambios, los tomó como un hecho estrictamente necesario. Nunca más salió del océano y se olvidó de la tierra bajo sus pies y se conoció a si misma.
Un navegante la vio nadando, tranquila y libre, cerca del Puerto de Abiyány. El marino comentó, entre copa y copa, lo que había visto en todos los bares de todos los puertos del mundo Dijo que era un ser mitad pez mitad humano, pero que no era una sirena, porque las sirenas siempre andaban tristes, como ocultando algo. Ella no, sonreía y se disipaba la bruma cuando lo hacía.
Entonces Helena se transformó en leyenda.
Se convirtió en la mujer más linda del mundo.