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La Postal

Después de llenarse la mente de calles de agua y caminos sin semáforos dejó Venecia. Camino a Milán se desvió un poco y se detuvo en un restaurante para comer. En otro restaurante diferente al que se detuvo en la ida. Se bajó del auto y miró la vista desde arriba de la montaña. Pensó en él. Otra vez pensó en él. Y sonrió.

Entró al restaurante y se sentó en una de las ventanas que daba al lago. Le faltaba algo. Se volvió a preguntar por qué pasaban ciertas cosas. Se preguntó por qué estaba sola mirando el lago. El lago di Garda. Miró el mostrador buscando algún mozo, la siesta parecía disolver el tiempo en el oxígeno y aclarar el aire, los colores de las cosas. Vio unas postales en el mostrador y se levantó a mirarlas, le había mandado un mensaje con una foto por teléfono desde el primer restaurante, y pensó que una postal era menos molesto que un mensaje al teléfono. Muchas veces él se quejó de que lo agobiaba con sus mensajes y se alegró de la idea de la postal. En ese momento apareció un mozo y mientras miraba las tarjetas le hizo el pedido. Italia entera se estaba durmiendo a la modorra del mediodía, y ella sentía cada vez más profunda la ausencia de él. Eligió una postal con una visual idéntica a la de su ventana, y se volvió a la mesa.

Otra vez quiso recordar sus ojos. En realidad buscaba recrear lo que sentía cada vez que los miraba. Y lo volvió a sentir, volvió a sentir esa paz, esa calidez, esa “cosa divertida” de estar con él. Lo recordó en diferentes situaciones, y recordó cómo la hacía reír. Bajó la mirada a la mesa para “verlo” mejor. Qué estaría haciendo ahora, pensó, y tuvo un flash en su mente, un destello de su risa, de una vez que se rió mucho de un comentario suyo, como solía hacerlo, y lo sintió de verdad divertido… un flash, un destello solo y volvió a sonreír, y sintió su pecho ensancharse, y se sintió como lo que esperaba de la vida. Y volvió a mirar el lago. Y volvió a mirar la postal…

Y volvió a mirar el lago.

Los minutos comenzaron a caer como una garúa seca y blanca de minúsculas flores de naranjos que aclaraban los colores de la tarde perfumando el día y ya terminaba de comer su plato. No iba a comer postre. No tenía hambre, pero además se sentía muy cómoda por estar tan bien con su cuerpo. Le gustaba Italia, y dejó deslizar por su mente recuerdos y temas de la familia y de amistades, pensó en los trabajos de unas amigas, en novedades de sus hermanos… y todo le pareció de relleno, le pareció que eran excusas para no volver a poner ese mural de su cara que le ocupaba todo en su mente.

Y tomó la postal. Y la miró. Y se rió.

Tarareaba la canción que él le había cantado algunas veces en el balcón de su casa, semidesnudos los dos después de haberse bebido los cuerpos, de absorberse sus caricias… Tarareaba. Sacó una birome de su cartera y en la mesita de madera del restaurante donde acababa de comer empezó a escribir. A cada punto, a cada coma, levantaba la mirada y se impregnaba otra vez del lago, de la visión del lago, y de las ganas de estar con él en ese lago, y volvía a escribir.

“Me han dicho que hay un lugar, donde el sol del mediodía no quema, donde las noches de luna llena no me hacen llorar.
La vista de la postal es la misma que veo ahora desde el otro restaurante.
Te quiero demasiado, mucho! Portate bien!
Vale”

Y acompañó su nota con una carita sonriente, la fecha y la dirección de la casa. “No ‘me’ hacen llorar…” volvió a pensar, pero era mentira, era solo para contarle que recordaba la canción que él le había cantado algunas veces… No puso ni el nombre ni el piso porque las postales son muy indiscretas, pero con su firma era suficiente. Él estaba esperando noticias suyas.

Después de seguir mirando un rato más por esa ventana salió. Salió al viento de la montaña y miró más naturalmente ese espejo celeste. Necesitaba un abrazo suyo con premura, pero no se lo agregó en la postal. Se lo diría cuando vuelva, y se subió al auto y volvió a la ruta, y continuó su camino a Milán donde compró una estampilla y envió la postal, y se divirtió pensando en cómo se reiría él leyéndola.

Y cruzó la calle, y se sumergió en todas las historias que se tejen en las calles de Milán.

 

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Esta historia puede haber pasado, y puede que no, pero la postal de “Vale” apareció un día en el buzón de casa sin destinatario y sobrevivió a varias limpiezas del buzón, hasta que después de unos meses algún vecino la tiró. En una de esas tantas veces en que la encontré colocada junto al desprecio y la indiferencia de las propagandas de los locales de la zona me la llevé a casa y le saqué una foto. No fue como uno pudiera pensar por algún voyerismo, o por curiosidad, sino que muchas veces miré esa postal, la foto de esa postal, y pensé en que «Vale» nunca quiso ver la realidad, nunca quiso ver lo que verdaderamente sentía ese hombre. Y eso me impactaba, y me sigue impactando al verla tan lejos, no del lugar, sino de su corazón, y tan cerca de un delirio, del empecinamiento por querer encontrar algo que se construye, no que se encuentra.

Sí, también puede ser un error en la dirección, pero ¿de qué nos serviría eso? De consuelo. De consuelo para aquellos que necesitan creer que él, al final, la estaba esperando, y que ella finalmente… encontró lo que buscaba.

 

Postal b Postal a

“Me han dicho que hay un lugar, donde el sol del mediodía no quema, donde las noches de luna llena no te hacen llorar.»

 

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