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La señora hablaba

La señora hablaba mucho, demasiado. Por momentos sin orden o lógica. Las palabras salían de su boca y se dispersaban por la habitación llenando cada rincón posible. Algunas palabras explotaban, las letras esquirlas rebotaban en las paredes, se incrustaban en las cortinas azules y rompían los focos de la araña milenaria.

Pasaban las horas y la señora seguía hablando y hablando.

Las palabras se fueron acumulando por lo todo el lugar, a veces formando una frase genial, otras sólo meros balbuceos, según les pegase la luz del atardecer. A la señora le costaba caminar entre tantas letras sueltas, que descaradamente le mordían los pies. Entonces se sentó en la mecedora.

Las palabras le llegaron al nivel de los tobillos. Iban subiendo como una marea. A veces estallaban como fuegos artificiales, iluminando las penumbras, sobre todo las equis, las más luminosas extrañamente.

Mientras la Luna se iba comiendo al cielo, la señora seguía hablando. Más y más palabras había a la deriva en la habitación, en la pleamar de letras.

Pronto los muebles empezaron a flotar. Demostrando un buen entendimiento de la Teoría de la Evolución, las cucarachas y demás bichos se convirtieron en peces, algunos de ellos voladores, otros abisales.

El palabrerío le llegaba al pecho, pero ella seguía. Cuando la mar-palabra le llegó al cuello la voz se tornó un susurro, pero caudaloso. Como si la presión de las palabras por venir empujaran a las otras a una velocidad superior a la dicción correcta, y perdían continente para volverse catarata de letras sin sentido ni forma.

Pronto le costó respirar. Las palabras le volvían a la boca porque ya no quedaba lugar en la habitación para más perorata, y lentamente el sonido de su voz se fue perdiendo. Con sus aletas, los peces tocaban el techo.

Sólo hubo silencio, afuera había viento.

Entonces la puerta reventó por la presión acumulada. Las palabras escaparon por la puerta en un tsunami de letras, dejando el recinto vacío. El aire entró en los pulmones de la señora y, automáticamente, sin siquiera cerciorarse de si estaba viva o si era un fantasma, habló y habló. Siguió hablando por muchos años, pero siempre con el cuidado de dejar la puerta abierta, o por lo menos una ventana.

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