/La trampa

La trampa

Ringraje2

 

Comunmente Gregorio daba dos golpes largos de timbre en la puerta y salía corriendo. Esa era su manera. Podría pensarse que era una cosa de chicos, una travesura que han hecho todos los niños del mundo sino fuese porque Gregorio tenía cuarenta y siete años, era abogado y tenía dos libros escritos sobre temas penales. Nadie se mete con un abogado, menos si es especialista en temas penales, y mucho menos si el conflicto es que toca el timbre y sale corriendo, pero el problema ya estaba tomando proporciones importantes.

Gregorio había tratado juicios complejos, había defendido delincuentes sobresalientes y los había liberado, y hasta conseguido indemnizaciones por trauma y acoso policial. Tenía una fortuna que se encargaba de demostrar con cada cosa que compraba, como un Audi TT blanco, una casa en el Golf de la ciudad, otra casa muy importante en el centro, una chacra con caballos y una pequeña granja que no le interesaba en lo más mínimo salvo para ver lo irresistible que eran los animales para Julieta Pomero, una veterinaria que, según él, era más linda que “ganarle un juicio a una minera”.

Gregorio tenía muchos contactos con políticos de nivel national, con candidatos presidenciables, y vuelta a vuelta los invitaba a su casa del golf para “pasar unos días”, y también para arreglar las desprolijidades que la impunidad deshilachaba en el tejido de la justicia. Gregorio tenía mucho poder. Mucho.

Se decía que no tuvo infancia, o que ya se había aburrido de robarle a la gente desde la justicia y ahora los quería joder en su misma casa, pero lo cierto es que la gente lo odiaba. Y le temía. Le temía mucho. Y lo odiaba mucho. Casi todas las tardes se escuchaban los timbrazos en las siestas mudas del solazo de las tres de la tarde. Casi todas las tardes se escuchaban los portazos de los que caían en el torpe engaño, o en los que abrían para no recibir la venganza de Gregorio a los que no reaccionaban ante sus “rinrrajeadas“. Casi todas las tardes.

Hasta el día en que el Rulo Haragón (sí, Haragón, con H) tocó con dos timbrazos la casa del prestigioso penalista. Gregorio que siempre esperaba que le fuesen a hacer la misma joda a él, tenía cámaras de seguridad en las puertas de ingreso a su casa en la ciudad, no solo para saber quién era, sino para usarlo como prueba y destruir al intrepido valiente. Sin embargo al mirar por la cámara lo vio al Rulo esperando tranquilo en la puerta.

Gregorio supo, lo supo, sabía que era una trampa. No había duda de ello. Lo miraba por la cámara de seguridad tranquilo, de cara a la puerta, las manos en la espalda… ¿qué tendría en la espalda? ¿Un palo? ¿Un cuchillo? Fue hasta otra cámara de seguridad y electrónicamente la hizo girar hacia las casas vecinas. El Rulo pudo ver este movimiento porque la cámara hacía un zumbido anacrónico al girar. Gregorio entonces enfocó el ventanal del vecino y vio las espaldas del Rulo por el reflejo. Y nada. El Rulo no tenía nada más que las manos en las espaldas. Pero había una trampa, Gregorio sabía que había una trampa.

Se recostó sobre el asiento de cuero para intentar pensar en qué le estaban preparando afuera y nuevamente los dos timbrazos tan característicos de su propio “rinrraje” lo hicieron incorporarse en el asiento. Estaba nervioso. Pensó en llamar a algún patrullero de la zona para que se lleven al Rulo, pero sabía que eso era perder. Si él no jugaba las mismas reglas de los juegos de la siesta perdía. Miró el reloj buscando que sean las tres y una de la tarde, pero eran las tres menos cuarto. Quince minutos no iba a esperar. Quince minutos era de cobardes. Tenía que bajar a… ¡Otra vez los dos timbrazos! Listo. Se puso de pie y mientras salía del cuarto de seguridad vio por las pantallas que el Rulo seguía de pie junto a la puerta con las dos manos en las espaldas. Sintió que su espalda estaba húmeda. Bajó las escaleras, abrió el armario de la recepción y hurgó por detrás de la cajonera. Sacó un revólver que Escondido a sus espaldas, usando el cinturón como canana y cubriendolo con el saco.

Una vez más los dos timbrazos largos. Gregorio esta vez no limpió el sudor de su frente. Estiró la mano hasta el picaporte y notó que sus homóplatos estaban duros como el mármol, giró la manija y abrió la puerta. El Rulo Haragón con sus manos en las espaldas lo miraba sonriente.
–¿Qué tal, Gregorio?
El abogado lo miraba por debajo de sus párpados, con la cara bañada de sudor, la espalda transpirada, los hombros tensos… No contestó. El Rulo sacó una de sus manos de la espalda y el abogado instintivamente llevó su mano derecha hacia atrás y empuño el revólver aún escondido a la vista del visitante. El Rulo dejó tendida en el aire la mano ofreciendo el saludo. El aire se podia cortar con un papel. El abogado aún con la mano detrás miró al Rulo a los ojos. Este lo miraba también sin ocultar una amable sonrisa. La espalda de Gregorio no daba más, sentía un dolor como un rayo que recorría desde su cintura hasta la nuca. Gregorio reconoció el coraje del Rulo, no sabía qué estaba intentando, pero era valiente. El Rulo sostenía aún en el aire su mano ofreciendo el saludo. Una brisa tibia aliviaba las vertientes saladas que drama la frente de Gregorio. Intentó sonreír para ponerse a la altura del Rulo pero su mueca fue lamentable y volvió a su boca apretada. Su mano derecha soltó la empuñadura del revólver. Gregorio lo miraba fijo al Rulo. Era evidente que el Rulo estaba tranquilo de verdad. O tenía un plan perfecto, o estaba loco. El abogado Adelanto su mano derecha y la apoyó contra el marco de la puerta. Miraba fijo al Rulo, y este a él. Al fin Gregorio se enderezó y le tendió la mano al Rulo. Justo en el momento en que practicamente estaba agarrando la mano al Rulo, este la zafó y la quitó. Gregorio sintió que lo fusilaban, sintió que once mil balazos y miles de misiles destruían su cuerpo, su casa, sintió que el cielo se tiñó de sangre, que la tarde era el infierno y buscó con la mirada la mano del Rulo. La vio subir, subir, subir hasta alcanzar la altura de la cabeza. Lo oyó decir algo, en ese momento no supo bien qué decía, pero Gregorio en un acto reflejo llevó su mano hacia atrás, sacó el revólver y, mientras el humo se inflaba como algodón, le vació el tambor en el pecho.

Desde la cárcel de máxima seguridad Gregorio no habla con nadie ni nadie habla con él. Pero cuando el drama es general el humor se ríe de la muerte. Muchos hacen chistes sobre la desgracia de Gregorio. Eso sí, nadie se anima a tirarle la mano para saludarlo y hacerle “oooosssooo”.

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