/La verdad desnuda

La verdad desnuda

Robert y Marcelo fueron los únicos sobrevivientes de aquella catástrofe. No se conocían ni hablaban el mismo idioma, pero no tardaron más que un par de días en darse cuenta que eran muy distintos y que difícilmente alguna vez se soportarían. Lo que los iba a mantener relativamente unidos era el espacio físico en el que se encontraban y la necesidad intrínseca del ser humano de sentirse acompañado, así que ambos habían decidido tan solo dirigirse algunas palabras para aliviar aquella espantosa estadía.

Pasaron los días, las semanas… y nadie vino por ellos. Cuando el fantasma de la resignación los envolvió, ambos se llenaron de paz y tranquilidad. Ya no había nada que esperar, aunque la esperanza no la habían perdido, supieron que no aparecería nadie en su ayuda. Quizás nadie había quedado. Su relación se limitó a miradas y nada más.

Pronto su instinto animal fluyó y cada uno se la rebuscó para obtener comida. Robert tenía un palo puntiagudo que usaba de lanza. Se paraba sobre una piedra, buscando no hacer sombra con su cuerpo y cuando algún pez se posaba cerca de su entorno, arrojaba la lanza a gran velocidad, acertando casi siempre sus tiros. Para cocinar su pesca hacía fuego con ramas por fricción y si se le acababa la paciencia comía el pescado crudo, aún sabiendo de los dolores de estómago que esto le causaba. Como Marcelo no ayudaba, al poco tiempo decidió no compartir más su botín.

Marcelo tenía otra forma de ver y hacer las cosas, al no tener la agilidad y la paciencia de Robert para ensartar peces, había tenido que usar sus habilidades como constructor. Mientras Robert cazaba y comía plácidamente, Marcelo construyó un pozo a varios metros del cauce del río, luego cubrió las paredes del pozo con pequeñas piedras, apilando una sobre otra para que no cediesen y rodeó la superficie con otras piedras para que no entrase basura. Terminado el trabajo, río arriba abrió un brazo que desembocaba en su pozo. Metros pasado el mismo, el agua volvía a tomar el cauce. En la parte del pozo por donde el agua debía salir colocó una malla tramada con hebras de un árbol. Se asemejaba a una red. Los peces entraban por el brazo y quedaban atrapados en el pozo, mientras el agua continuaba corriendo.

Le llevó bastante tiempo hacer su trampa, mientras trabajaba duramente en ella Robert había conocido gran parte de la zona y hasta había podido cazar liebres, dándose deliciosos banquetes. Había descubierto una hermosa catarata y hasta un manantial de agua dulce.

Pronto a ambos le empezó a incomodar dormir a la intemperie. Si bien estaban en una zona tropical, las noches se hacían frías y había veces que los acechaban peligrosos animales. Marcelo comenzó a construir un refugio mientras Robert lo miraba de lejos.

Limpió una superficie y la dejó lo más plana posible, luego compactó el suelo con una roca lisa. Esto le llevó mucho tiempo, mientras Robert seguía conociendo lugares y nuevos paisajes de la isla asolada. Marcelo comenzó a buscar troncos de tamaños similares. Pasaron varios días y obtuvo todos los materiales. Cuando estaba exhausto de hachar, se sentaba y tramaba cuerdas con lianas y hebras.

La comida la continuaba sacando de forma automática de su pozo. Robert varias noches había robado peces de la trampa de Marcelo, incluso una vez Marcelo lo vio y luego de una feroz discusión se pelearon como dos animales rabiosos.

Una vez que tuvo la cantidad necesaria de troncos y los metros suficientes de cuerda Marcelo comenzó a construir los muros de su casa. Enterró cuatro grandes estacas en los vértices de su construcción y luego levantó las paredes del refugio colocando troncos de manera horizontal. Cada tronco horizontal era unido en sus dos extremos a las estacas verticales con la cuerda que había tramado. Entre vértice y vértice, colocó otra estaca en forma vertical como soporte. Pasaron los días y su refugio comenzó a tomar color.

Robert empezó a ver con recelo y bronca el resultado de los esfuerzos de Marcelo. Le dio ganas de tener algo igual, solo que se sentía incapaz de hacerlo, además que le daban pocas ganas de invertir tanto tiempo y energía en ello. Una tarde, en la que Marcelo descansaba exhausto de su labor, Robert intentó sabotear la construcción, la envidia lo había hecho perder la razón. Cortó una de las cuerdas y sacudió violentamente la pared, con ánimo de derrumbar toda la estructura. Luego de forzar contra los maderos, la pared cedió y calló sobre Robert, quien no alcanzó a escapar.

Marcelo se despertó bruscamente por el ruido, corrió a ver el motivo y vio como parte de su refugio estaba destruido. Bajo una pila de maderos se escuchaban los gritos de Robert. Desesperado Marcelo corrió en su ayuda, luego de librarlo del peso mortal de los troncos, Robert quedó tendido, temblando de miedo. Su pierna estaba lastimada, tenía una herida profunda y sangraba por doquier. Marcelo sin socavar sobre el motivo del derrumbe, socorrió a Robert, vendándole la herida y mojándola con agua.

Robert ni siquiera agradeció la ayuda, Marcelo ni siquiera imaginó que no tenía nada de culpa en aquel accidente. Sin duda ni prisas reparó la pared y continuó con la construcción. Cuando terminó montó un techo sobre las cuatro paredes. Lo recubrió de hojas y las aplastó con rocas lisas, el viento no afectaba al refugio.

Viendo los resultados, Robert quiso sentirse protegido también. Improvisó una especie de carpa, alternando maderos y cubriéndolos con hojas. Ambos ya tenían donde descansar, cubiertos de la intemperie.

Pasaron varios meses y ambos continuaron con su estilo de vida, marcando cada vez más las diferencias entre los dos. Marcelo mejoró su hogar, construyó un baño que desagotaba en el río, recubrió las paredes para que no pasara siquiera una brisa. Cubrió las ventanas con su ya profesional tramado, para evitar la entrada de insectos y cualquier otro animal. Abrió en el techo una chimenea y ya podía hacer fuego dentro, sin temor a incendios y sin rastros de humo. También construyó una pequeña pileta, donde tenía peces que podía comer cuando quisiese. Había atrapado algunas liebres y se había hecho magníficos zapatos y efectivos abrigos. Su amor por el arte lo había llevado a hacer música con troncos huecos y pintar con savia sobre las hojas. La vida que llevaba aquí ya no era muy diferente a la que transcurría en la civilización.

Robert continuó su apacible estadía, se había hecho un experto conocedor de la zona. Sabía de los lugares más hermosos, los paisajes más increíbles, las montañas, las cascadas, los riscos, los claros. No le importaba comer más que lo necesario, cuando la panza rugía. No se hacía problemas por el abrigo, ya que cuando llovía o hacía frío no salía de su carpa. Tenía el pelo largo y estaba barbudo, nada le importaba, miraba con burla y sorpresa la forma de vida de aquel individuo… jamás lo entendía, aunque a veces deseaba estar en su piel. Por otro lado, Marcelo miraba a Robert como un ignorante, bruto, sin rastros de civilización, le hacía acordar a los cavernícolas que estudiaba en la primaria… aunque a veces le daba ganas de llevar esa vida desinteresada e impulsiva.

Aquel día amaneció oscuro, los rugidos del cielo en la noche presagiaban una tormenta peligrosa. El cielo estaba cubierto de nubes y llovía desde el amanecer. El viento era potente como nunca antes. A lo lejos se veía la furia de las descargas eléctricas sobre la nada. Robert y Marcelo aguardaban asustados dentro de sus refugios a que pase lo peor.

Pasado el medio día el clima empeoró, la lluvia caía estrepitosamente, el caudal del río había crecido mucho y peligraban ambos refugios. A lo lejos comenzó a gestarse una vorágine de vientos y nubes, los truenos hacían temblar la tierra y las montañas. Luego de un poderoso estruendo ambos vieron con estupor como cientos de aves volaban en contra de la tormenta, también alcanzaron a divisar algunas liebres y ciervos que corría río abajo… malos presagios.

La tierra comenzó a temblar, no muy lejos vieron como el agua del río se avecinaba a toda velocidad, llevando consigo cuanta piedra, árbol y animal encontrase a su paso. El viento soplaba terroríficamente, voló por los aires la carpa de Robert. Como pudo, logró aferrarse a un árbol. El agua bajó con violencia y Marcelo, alcanzando a escapar, vio como se llevaba todos sus meses de esfuerzo en un santiamén. La naturaleza continuó golpeando la zona. Tanto el viento como el agua destrozaron todo a su paso, arrancaron árboles, desmoronaron las montañas y liquidaron flora y fauna por igual, sin piedad ni consideración.

Robert se mantuvo aferrado a la flexible rama aquella hasta que halló una roca que le sirvió de reparo. Marcelo entró a una pequeña cueva. La tormenta duró todo el día y parte de la noche. De madrugada amainó y las estrellas volvieron a iluminar el ahora despojado paisaje. No había quedado absolutamente nada, como el paso del Apocalipsis, había ante sus ojos un desierto de naturaleza revuelta y desordenada, muerte y desolación.

Ambos estaba parados, ambos habían sobrevivido, ambos estaban desnudos, ambos estaban sin hogar, sin comida, sin sus usos y sin costumbres. Ambos se miraron y por primera vez se reconocieron como dos personas de la misma especie. Se dieron un abrazo de amistad, sus corazones aún palpitaban temblorosos. Los dos habían seguido caminos completamente distintos, los dos habían llevado una vida totalmente diferente, pero al fin y al cabo los dos supieron que quien tiene la decisión final sobre el destino de nuestras vidas no distingue entre alcurnias ni logros.

Solo importa vivir.