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Laberinto en Pi

Abrió la puerta con más expectativa que precaución. Como casi siempre, la habitación a la que entraba se encontraba con luz artificial. Antes de decidirse chequeó la cantidad de puertas: eran tres. También era un dormitorio grande, ligeramente conocido. Perfectamente arreglado y limpio. Tres puertas significaba algún servicio extra, como baño o placard, salvo en aquella primera vez. O quizás, más de dos puertas, significaba opciones.

Dudaba, pero entró y dejó la mochila sobre la cama. Inmediatamente la puerta que dejaba se cerró con suave click detrás de él. El olor de la habitación era reconfortante. El mobiliario de madera de álamo barnizada. Un ropero de tres cuerpos de no más de metro cincuenta de ancho, sin espejo. Una cómoda con un vidrio en la parte superior, y varios adornos. Un par de portarretratos. La cama matrimonial, de dos plazas y media. Y una mesa de luz que tenía una lámpara prendida. La otra estaba vacía. Las luminarias eran led y de una blanco frío. Las paredes y el techo estaban pintadas de blanco a la cal.

Inspeccionó la otra estancia y efectivamente, era un placard con baño, al que se accedía con una puerta corrediza de madera. Si bien le pareció inusual que la decoración de la habitación fuese tan económica comparado al lujo de un closet con baño, no se extrañó. Su viaje lo había insensibilizado. Había trajes, ropa de diario, camisas, varios bolsos y mochilas. El baño era de cerámicos blancos. No había ventanas, solo respiraderos. Tampoco espejos… de vuelta: inusual pero no extraño.

Ya sentado en la cama sacó de su mochila una carpeta donde llevaba clasificadas sus visitas. Tres puertas. Cama matrimonial. Placard y baño. Buscó entre la decena de entradas parecidas y no encontró nada que coincidiera. Entonces no hacía falta buscar las marcas que siempre dejaba.

Se recostó en el suave acolchado. No necesitaba descansar, hacía tres saltos había dormido en otra cama: de una plaza, madera de roble y colchón de goma espuma.  Se relajó.

Tomó una birome y en una hoja en blanco se puso dibujar el cuarto, profundizando en los detalles. El ropero, la cómoda y la mesa estaban vacíos. Detalló exhaustivamente el contenido del closet. Ese inventario más de una vez le cubrió necesidades, sobre todo si volvía a cruzarse en algún ciclo. Hizo varias consideraciones especiales como temperatura, sensaciones, etc. Y en la esquina superior derecha anotó el número correspondiente.

Encarpetó según su clasificación el dibujo, y en un mapa buscó el cuadro del número y anotó el folio de la carpeta.

Se calzó de vuelta la mochila y un cierto desasosiego lo invadió. Cada tanto lo asaltaba la nostalgia. Hacían, según su reloj subjetivo, más de cinco años que llevaba en aquel laberinto de habitaciones y puertas. Seguramente el tiempo era mayor, o menor: no tenía forma de medirlo.

Tenía casi veintiséis años cuando entró en aquel edificio para dejar un Currículum en un estudio de abogados. Todo lo que pudo recordar al mes de empezar aquella aventura lo volcó en las primeras hojas del cuaderno bitácora.

Ingresó a un pasillo esquivando un viejo que salía asustado. Paredes verdes claro y piso de baldosas rojas. Al fondo del pasillo dos puertas, la del fondo, donde tenía que dejar los papeles, y una al costado izquierdo.

En la primera sala de espera no había nadie. Sillones, lámpara sobre una mesa de luz.

La siguiente sala presentó la primera disyuntiva. Tres puertas. La que dejaba se cerró. A la izquierda: abierta a un pasillo oscuro. Y al frente: un estudio.

Todos los muebles en él eran lustrados de madera de roble. La luz provenía de una lámpara en el escritorio. No había nadie. Al ingresar la puerta correspondiente se cerró con ese click que se vino repitiendo cada vez que ingresaba en una nueva habitación. Intentó por primera vez volverse en vano luego de dejar el C.V. en la mesa. Golpeó la otra puerta de la habitación con el puño cerrado, y se abrió.

Entró en un dormitorio de pensión. Mesa de luz chiquita, lámpara con un foco de cuarenta wats, y una cama de una plaza. Se quiso volver y no pudo. Siguió a la siguiente.

Y a la siguiente.

Y a la siguiente. Le entró la desesperación. Cambiaban decorados, funciones. En un par, sonde alguna mampara del tamaño de la pared mostraba la ilusión de luz de día, se puso a gritar escuchando solo el reverberar de su voz. Y al cabo de mucho tiempo y puertas entró en un pasillo sin techo con paredes de seis metros de altura, dos metros de ancho y siete de largo. El sol brillaba en el cenit.

Allí se volvió afónico de gritar por ayuda. Cuando pudo prestar atención notó que no había ningún sonido proveniente del exterior y se fue quedando dormido del cansancio, sollozando.

Se despertó de noche por el frío y el hambre. La garganta seca. Siguió como zombie por varias estancias más hasta encontrar al cabo de varias horas una cocina bien equipada. Comió como un refugiado. Durmió en el piso. Se despertó y volvió a comer.

Poco a poco fue aprendiendo y resignándose a esta realidad.

Cuando encontró otro escritorio con biblioteca se hizo de cuadernos, hojas, carpetas y elementos de librería como lápices, biromes y reglas. Empezó a documentar.

Actualmente llevaba una carpeta con letras apretadas, miles de dibujos y esquemas. Seis cuadernos llenos y uno recién empezado.

Según su registro, había recorrido cerca de cinco mil estancias. Todas carecían de ventanas transparentes, espejos y los marcos de portarretratos y cuadros estaban vacíos. El número de las que visitó mientras le duró la desesperación fue desconocido hasta que descubrió el secreto de aquel lugar.

Cada vez que ingresaba en una que ya había visitado se cerraba un ciclo. Y el número de puertas que atravesaba en cada ciclo era un dígito de una secuencia, que descubrió luego, era infinita. Le costó encontrar el patrón, hasta que se topó con una biblioteca. Un pequeño librito hablaba de los números irracionales, y entre ellos: Pi.

Los números en los ciclos nunca superaban el treinta y seis. Pi, es un número irracional con una sucesión de dígitos de cero a nueve. Quiere decir, que de a pares, iban de 00 a 99.

Resolvió ese problema abordando desde la base numérica: el común de las personas cuentan y sacan cuentas en base diez. Las computadoras usan base dos. O base hexadecimal, es decir, dieciséis. Y este laberinto estaba enrollado en una secuencia de base 37.

Y así como el hexadecimal usa las letras de la A a la F para representar los elementos del 10 al 16, respectivamente. En la base 37 colocó todas las letras del alfabeto latino, la Ñ incluida.

Un dígito indicaba el número de habitaciones que se atravesaban para recorrer un ciclo, y el siguiente en qué posición de algún bucle anterior lo hacía. Si tenía diez elementos, y el dígito que seguía era el “22” (U), entonces se insertaba en dentro de alguno previo que tuviese más de veintidós.

Según ese mismo mapa me faltaban cinco puertas que abrir, para un número que aún no se había presentado. El doble cero. Ciclo de cero elementos que se insertaba en el elemento cero.

La siguiente habitación era una cocina. Con dos puertas. Ventanas tapiadas con el usual fondo gris neutro. Luz amarilla incandescente de sesenta watts. Una mesa cuadrada de metro de ancho con dos sillas de totora. Heladera y cocina de los años setenta. Blancas e impecables.

Revisó los anaqueles y la heladera. Latas de comida, pan, carne y verduras. Le despertó un poco de hambre y se cocinó un bife con ensalada. Lavó lo que usó. Era una costumbre que podía prescindir, pero no lo hacía. Como un resto de civilización. Siempre que visitaba de vuelta los sitios se encontraban como si nunca los hubiese visitado, y en las mismas condiciones de inventario con que las encontraba la primera vez. Y las marcas secretas borradas: dobleces, rayas, puntos en rincones, vetas extras en alguna madera. Como si nunca hubiese estado allí.

Cargó en la mochila un par de latas de duraznos en almíbar.

La siguiente habitación era un pasillo con el techo de cielorraso de lienzo, y las paredes pintadas de verde oscuro. Dos puertas. Hizo la entrada en el cuaderno sentado en el piso a la luz de un fluorescente cuyo balastro fallaba.

Luego entró en una pieza cuyo centro estaba ocupado por una mesa de acero inoxidable con dos sillas metálicas pintadas de negro. Una lámpara con una tulipa con forma de cono enfocaba la blanquísima luz de un foco incandescente de cien watts sobre la mesa. El piso era de cemento alisado y las paredes de revoque fino. El aire tenía cierto olor a humedad, como de obra en construcción. Le llamó la atención el único elemento que había sobre la mesa: una tarjeta blanca, con letras tipografiadas. El nombre de un corredor inmobiliario. La guardó luego de redactar el informe.

Luego ingresó a una sala de estar. Estaba decorada en pasteles marrones y rosados. El olor a madera lustrada era fuerte. Un sillón de tres cuerpos, con una mesa ratona oscura en frente y un televisor prendido con el ruido blanco iluminando fantasmagóricamente el estar. Corrió las cortinas de una ventana solo para cerciorarse el tapiado en gris neutro. En los cajones de los muebles no había nada.

Saltó a una pequeña estancia de dos metros por dos metros: cuatro puertas. Primera vez. Atrás desde donde venía. Al frente y a la izquierda, dos cerradas. Y al costado derecho una habitación sorprendente.

Estanterías de metal. Libros y objetos de adornos tirados en el piso. Una mesa llena de carpetas en total desorden. Había olor a sucio. Eso le extrañó. En el rincón opuesto izquierdo un inodoro limpio. Y en la esquina derecha un anafe con una cafetera quemada. La tocó, estaba fría, pero había un resto de café. No tenía hongos.

Tenía seca la boca de la aprehensión. Era la primera vez que encontraba semejante desorden. En la pared del lado derecho distinguió una pizarra de corcho con un esquema parecido al que llevaba en el cuaderno, pero muchísimo más intrincado. En la base una ristra de papel con dígitos que iban de los números a las letras, mostrando la base  treinta y siete de pi en más de diez mil dígitos, reconociendo la primera secuencia. Pi.

Las carpetas…

Las carpetas, esparcidas por el piso, la estantería y la mesa eran recopilaciones escritas a máquina de las habitaciones, como en sus cuadernos. Le invadió la intriga y la maravilla. Sobre todo cuando uno de los folios decía: salas de estudio, cuatro computadoras. Posición ocho mil trescientos veinticuatro.

En uno de los cajones había rollos de una sustancia muy fina y blanca. Muy firme para ser papel. Tomó uno y se percató que tenía escrito en birome el número un número de siete cifras. Al desenrollarlo no pudo distinguir ningún carácter ni menos el idioma. Pero era sin duda el esquema de una habitación de cinco puertas. Los otros rollos tenían similares características.

Mas adentro del laberinto había más sorpresas.

La ansiedad lo invadió y la memoria del inicio de todo lo asaltó.

Se volvió a la estancia y entreabrió una puerta siguiente con la boca seca.

Era el inicio del viaje. Paredes grises, puertas blancas. Lámpara de dos tubos fluorescentes.

Como siempre ante situaciones donde tenía que volverse por algo, dejaba la mochila trabando la puerta. Se asomó con precaución y vio que la puerta a mano derecha estaba abierta y daba al pasillo que recordaba. Por la ansiedad desbordante perdió el equilibrio y se cayó hacia el centro de la estancia y la puerta se cerró dejando la mochila del otro lado.

Se puso de pie como pudo, aturdido por la suma de sentimientos y caminó hacia la salida. Al salir del edificio lo abrumó el aire fresco, los colores, los olores, los ruidos y las pocas personas que caminaban. En eso un joven bien arreglado lo esquivó para ingresar al edificio

Giró y se percató de quien era. Veinte años lo separaban de aquel joven que ingresaba en la puerta del fondo…

– Que hacés aquí mugriento.- un conserje lo empujó fuera del edificio cayéndose en la vereda. Cerrando una puerta mampara detrás de él.

Y quedó en la calle esperando. Esperando.

Esperando que la mente disociada juntara cosas que no podía unir. Como cuando vuelve de vacaciones al trabajo, pero más acentuado. Como cuando pasa meses con gente que no conocía de antes, y vuelve al rutinario infierno de todos los días. Pero más abismal.

¿Habrían pasado de verdad veinte años? ¿Qué habían sido de sus conocidos, de su casa, sus cosas? ¿Quién era?

Apoyados en un Dodge Polara que alguna vez fue naranja, dos tipos vestidos de jeans y remera blanca, con zapatillas de lona blanca, y lentes oscuros. Lo miraban.

– ¿Qué paso, viejo? ¿Por qué te costó encontrar la salida? ¿Te perdiste?

FIN

Nota del autor: la secuencia de dígitos de Pi en base 37 es imaginaria. Carezco de herramientas informáticas para poder convertir de base 10 a base 37 y generar una ristra de cinco mil dígitos en una semana.