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Los cuentos que Diem Carpé nos cuenta: El aprendiz

¿Alguna vez te has preguntado cómo aprendiste lo que aprendiste? Respirar, hablar, escuchar o mirar, moverse…vivir. Todas esas acciones parecen reflejos. Pero en algún punto de tu vida, tal vez desde el segundo uno en que naciste, lo aprendiste. No necesariamente te lo enseñaron, no todo lo que se aprende, tiene que ser enseñado. Pero lo aprendiste.

No sería un regalo para el alma conocer ese preciso instante cuando aprendiste algo por primera vez. Y estoy hablando de antes de poder usar la memoria. Estoy hablando de antes, del comienzo.

El comienzo…

Cuando sus padres lo acostaban, él se sumergía en el océano de sabanas y con los ojos apretados, simulaba dormirse inmediatamente. Era en ese momento que sus papás, sumidos en la eterna ternura de ver a su primer hijo dormir plácidamente, compraban la farsa con sonrisas cómplices. Ambos se marchaban de la habitación, controlando que todo estuviese en orden, y con pasos de algodón, dejaban a su retoño reposar en los dulces brazos de Morfeo.

Pero siempre los niños van a estar millones de pasos antes que nosotros. Y es así que el pequeñín, con el corazón palpitando al máximo, empezaba a escaparse como el mejor de los prófugos. Se desasía de las sábanas, y con sigilo extremo bajaba un pie, y después el otro. Con las puntas de los dedos, cual bailarina, se movía por la habitación para llegar a su destino. Y era siempre el mismo: la ventana de su habitación.

Noche tras noche salía de su cama y se colgaba de la ventana. Los dedos de sus pies en alto, mientras los talones le tiritaban en el aire. Los ojos apenas asomados sobre el marco, le reflejaban el mejor de los paisajes: En las afueras, la luz de la luna alumbraba tenue los arboles del patio que parecían bailar al ritmo del gentil viento. Las luciérnagas jugueteaban por las ramas, apagando y prendiendo su magia.  Una que otra nube celosa, se atravesaba sobre el firmamento, dándole a él, una pincelada más adentro de aquel cuadro que a su entender, aún era surrealista.

Era la noche y nada más. Algo tan simple como la noche. Pero para él era novedad. Para él era un mundo nuevo donde todo era un regalo envuelto esperando abrirse. Sus padres no lo habían dejado estar nunca solo, mano a mano con la noche. Y es por eso que todo, desde la calma hasta las brisas del viento, le resultaban algo totalmente nuevo.

Tal vez, este pequeño aprendiz nunca se acuerde del momento en que descubrió la noche. Así como nosotros tampoco nos acordamos. Y es que momentos así siempre estuvieron en nosotros, y en algún lugar de la eternidad, brillaran para siempre en lo más profundo de nuestras almas.

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