/Los miserables (porque en el afán de no perder, se pierde tanto…)

Los miserables (porque en el afán de no perder, se pierde tanto…)

Se despertaron con el chirrido de la puerta del garage del vecino. Sin abrir los ojos, con el mismo gesto automático de todas las mañanas, él estiró su brazo izquierdo hasta la mesa de noche y desactivó la alarma del reloj, que hubiera sonado cinco minutos más tarde. Giró en la cama y la abrazó hundiendo la cara en su pelo. Ella suspiró, tanteando las sábanas que no la envolvían, y de un tirón recuperó una parte. Espero unos minutos más y se sentó en el borde de la cama. Decidió levantarse a preparar el desayuno. Camino a la cocina cerró las ventanas del pasillo que daban al patio interno. Era la técnica que habían encontrado perfecta, después de horas de discusiones, para mantener el ala de las habitaciones fresca sin necesidad de prender el aire.  Enchufó la heladera después de comprobar que podía hundir un dedo índice entero en la manteca, y pensó que quizás, por ser ya casi verano, era conveniente conservar más tiempo de frío. Tal vez lo mejor sería desenchufarla a las tres de la mañana, cuando él se levantara a apagar la luz de la entrada, o mejor a las cinco, si: cuando ella se levantara a cerrar las persianas del fondo, para conservar, bueno, lo mismo que el pasillo… conservar el fresco. Buscó el tarro del café, calculó una cucharada por taza, raspando el fondo, y le dió bronca, o pena, o no sé qué, y con una mueca de fastidio abrió la canilla para lavar el frasco vacío. La regla de la casa dictamina que quien termina algo, lo compra. Hubiera preferido que le tocara terminar un paquete de galletitas, o la mermelada, o el edulcorante líquido.

Escuchó el ruido de la  ducha. Miró de reojo hacia el lavadero, y comprobó con alivio, que el termotanque  estaba apagado. Caminó pensativa hasta el vestidor del ante baño, y le alcanzó una de las toallas que Chela había zurcido en la semana. Esa mujer era un encanto, callada, eficiente, rápida.  Todas las tardes marchaba a su casa, después de limpiar,  con un bolsón de ropa para coser, o verduras para traer, ya hecha, una tarta para el almuerzo.  Resultó una suerte esa Chela, que ya era casi de la familia. Y a la familia no se le hacen aportes, además.

Él se vistió rápido porque era Martes. Tenía que cargar nafta con el descuento del banco, y dejarla en pilates. Los martes ella no saca su auto. Los martes va Celia a pilates, su mejor amiga, y va en colectivo. Ese capricho de Celia la obliga a ella a, después, tener que hacerse la distraída para no acercarla, y  con lo lejos que vive Celia… Mejor así: no saca el auto y él la acerca hasta el gimnasio. Y después se vuelve caminando, como le dijo el médico. Que se distraiga, que disfrute más, le dijo, y le dio vitaminas, también. Porque a ella tanto estrés la agota. Lo que la cansa, en realidad, es todo lo que hay que pensar, la suma y la resta, la pérdida y la ganancia de cada día, porque la vida, en definitiva, se resume  en un asiento contable. Debe y haber.

El la dejó en la esquina. Se quedó un rato, cuando el semáforo ya estaba en verde, siguiéndola con la mirada. Tenía las mejores piernas del mundo, el cuerpo de una adolecente, y seguía tan linda como el primer día, tenía que reconocerlo, aun después de diez años.  De repente sintió como  un caballo salvaje en el pecho. Conociendo los síntomas, no se alarmó y respiró pausado. Sabía que hacer:  inspiro, mantengo ( un, dos),  exhalo. Estaba seguro de estar en medio de otro ataque de pánico, salvo que esta vez se sentía muy bien. Extrañamente bien. Y tuvo el loco impulso de llamarla, de mandarle un mensaje, de  decirle todo lo que la quería, sorprenderla antes de que se pierda en la puerta de entrada. Sacó el celular del bolsillo de la camisa, lo sostuvo en la mano derecha, pero se quedó un instante muy largo  mirando la pantalla apagada. Demasiado largo. Al fin, deslizándolo sobre el asiento del acompañante, desistió.

Ella llegó a la puerta,  y sintió una fuerza, algo que la llamaba a volverse, una rara inquietud a la que no opuso resistencia: se dió vuelta y lo vió, mirándola. Pensó en sonreírle, se volvió una vez, y  otra más. Se arrepintió  de no haberlo hecho y cuando volvió a girar, él había arrancado y ya no estaba más.

 

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