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MDMA Experience

Mis 23, fueron años turbulentos. Escapaba de dos mujeres peligrosas, mi reciente madre divorciada y el colateral amor de mi vida. No tenía trabajo, bah, en realidad nunca había trabajado y mi proyecto universitario pendía de un hilo.

Atravesaba mi primera crisis estructural, en la cual, el insomnio y la ansiedad me presentaron con temor al clonazepan y los antidepresivos. A esa edad las drogas legales daban más miedo que la pasta base.

A los pocos días del tratamiento, comencé a notar una aburrida estabilidad en mi ser. Leía los tickets del supermercado, comía verdura todos los días y me dormía temprano. Los vestigios de mi personalidad se aterrorizaban al pensar que era posible que yo terminara filmando con el celular los próximos recitales de mi vida. Lejos del pogo y de las vallas.

De paso, mi contexto no era la sala médica más apropiada para la situación. Había tomado el maduro paso de irme de lo de mis viejos, pero eso no significaba que tuviera un lugar a donde ir. Dormía en casas ajenas, no por sexo, sino por un colchón. Era un rolinga sin plan social. Un bastardo sin gloria, sin plata y sin Bard Pitt.

Pasé un par de semanas barbudas, en ayuna, hasta que algo se ordenó. No sé si el cosmos, Jesucristo o Julián Weich. Pero alguien se acordó de mí.

Alquilé un departamento en la Quinta Sección con Romina y comencé a trabajar en un organismo gubernamental. Tenía monotributo, tarjetas de débito, superintendentes y todo eso. Estaba creciendo.

Sobre este transcurso de reorganización emocional, mi ventrílocuo neuronal comenzó a recomponerse en el mismo momento en el que conocí al MDMA.

Podría describir esto como una sustancia espiritual disolvente del ego. Un dinamitador de serotonina. Incluso como un suplemento proteínico existencial. Pero la esterilidad semiótica de la palabra no me permite explicarles con exactitud lo que realmente fue. Era como penicilina para el alma.

No importa cómo ni dónde, pero de repente me crucé con una enorme cantidad de MDMA, que provenía de un laboratorio holandés.

En mi primera sesión, abandoné aquel blíster de fármacos, para nunca más volver a olerlo. Esa tarde lo entendí todo. La verborragia nunca había sido tan empática y el silencio tan parecido a un siesta en la niñez. El caos se calmó y los suspiros solo fueron pasajeros.

En la segunda oportunidad, accidentalmente me choqué con una mujer, crema corporal y aceite de bebe. Si antes la cosa se había tornado espiritista, ahora se transformó en un masaje erótico japonés. – ¿Es lo que me diste, o te amo?- era la pregunta recurrente. La cual, respondía con más aceite. Desde entonces, la práctica se volvió sistemática y me enamoré muchas veces, hasta terminar todas las cápsulas.

Con mis amigos nos habíamos transformado en el único grupo terapéutico de autoayuda no convencional que funcionaba en el mundo. Una suerte de Illuminati posmo. Pero la naturaleza humana a veces malinterpreta el delgado límite entre uso y abuso. Por lo que adelgacé un poco. En realidad bastante.

Después de varias noches de desvelo, hipersensibilidad y el mejor groove que mi cintura bailó, el fetiche del MDMA pareció desvanecerse. Mi idealización había olvidado que esto también era un compuesto químico, y se saturó mi capacidad de asombro y mi mandíbula.

Con lo que me había costado terminar con mi ex, ahora tenía que desprenderme de esta nueva moneda instantánea de amor. Además ya no me quedaba mucho y lo que se conseguía en el mercado nacional era una mezcla barata de anfetamina ácida con palo santo.

Hoy, la distancia y la relativa estabilidad emocional me permiten verme cada tanto con ella y disfrutarnos como antes. Sin tener que intoxicar la relación. Ya no somos los mismos idealistas románticos, pero nos seguimos gustando. Su cabeza brillante y su manera sexy de hacerme sonreír, continúa provocándome ese excitante escalofrío que concluye al orinar. En cuanto a mi ex novia, nunca más la volví a ver.

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