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Mi primer Ford Ka

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Alguna vez alguien me hizo una pregunta que me hizo pensar por largas noches: “¿conocés a alguien que pueda convertir un objeto cotidiano en un arma, sin tener la intención de hacer daño?”

No supe jamás que contestar, hasta que conocí a la Valeria y su nuevo Ford ka.

Se le metió la idea en la cabeza una tarde que se largó a llover y se quedó a gamba en pleno carril Cervantes con los apuntes de la facultad y llegó llorando y con tres kilos de ropa mojada a la casa. Y desde ahí no paró.

Tomó clases privadas de manejo, responsabilidad que cayó en manos de un viejo con pocas pulgas que a las tres cuadras ya la quería revolear de una patada en el orto. Aún así, la Valeria se las apañó y el buen hombre le dio el visto bueno.

Corriendo fue con un auto prestado a sacarse el carnet de conducir. Carnet que le dieron porque la Valeria fue a las 7 de la mañana y los agarró a los inspectores medio dormidos y con conjuntivitis.

Victoriosa corrió hasta su casa con cara de pelotuda sonriente y zamarreando el carnet como si estuviera espantando moscas invisibles.

Y a la semana ya tenía su Ford ka…

La familia la esperaba en la puerta de la casa con papel picado, y cuando la vieron doblar la esquina saludando y con la mitad del cuerpo asomado por la ventanilla, todos supieron que había sido un error.

De entrada le calculó mal al puente y se fue a la acequia, ante mi mirada desesperada del padre y con ganas de sacarla de los pelos.

La Valeria dijo “Ay…..que boluuuuda”, agarrándose las sienes.

Y así empezó todo.

Al otro día armó su kit indispensable para manejar.

  • Los anteojos oscuros

  • Cl CD “Bocanada” de Cerati

  • Un caniche blanco endiablado e inquieto como la puta madre que lo parió.

Y salió a buscar a las chicas para andar en rollers en el parque.

En pleno corredor del Oeste comenzaron a aparecer los verdaderos problemas.

La Magali (nombre de la perra endiablada pero con nombre de vieja simpática), se trepó a las piernas de la Valeria y empezó a arañarle las tetas como si fuera un almohadón viejo mientras le largaba lengüetazos a la boca, como si fuera una tortillera peluda de 40 centímetros en época de apareamiento.

La Valeria empezó a estirar la cabeza con el afán de esquivar el hocico del caniche mientras se acomodaba los lentes, metía la 3ra, y cantaba Cerati con el volumen a 50.

El resultado fue desastroso: tres semáforos en rojo, un chabón que cruzó con lo justo y se esguinzó la gamba y 7 automóviles que la venían puteando desde Carrodilla.

Ella ve sus ademanes, y lee en sus labios las palabras “pelotuda”, “quien te dio el carnet”, y lejos de amilanarse los putea también, sin saber porqué… a lo mejor, pensando que esa es la “onda”.

Dos horas después ya pasó por la Anto, la Lore y la Carito que están con cara de póker, con las entrepiernas transpiradas, esperándola desde hace dos horas debajo del sol de la siesta.

La Valeria les sonríe con dientes de ardilla y las hace subir a su nueva adquisición, a la vez que les soba el lomo, a sabiendas de su tardanza, con frases tipo “epaa… que diosas”, “¡mirá que tetas la Lore!” mientras suben al Ford Ka, chivadas y pegajosas como si se hubieran revolcado en resina de pino.

Y ahí van. Tomando agua mineral y hablando boludeces varias.

La Valeria haciéndose ver en un semáforo en rojo, quiere salir en primera y le sale mal, lo que provoca que el Ford Ka empiece a sufrir ataques de hipo mientras las muchachonas van montadas en una especie de toro mecánico, convulsionadas y riéndose de la torpeza de la conductora, mientras se oyen bocinazos de los conductores enfurecidos.

Para mayor desgracia no le funciona bien el GPS mental y termina agarrando un desvío que la lleva al Campo Papa.

Cuestión que llegan al parque San Martín a las ocho de la noche y hechas mierda psicológicamente. Cosa que a la Valeria no le  importa porque tiene su Ford Ka recién estrenado y nadie va a aguarle la fiesta.

A su llegada la madre le reprocha que se olvidó la pava en la hornalla, y que se olvidó de ponerle comida a los dos caniches restantes que tuvieron la desgracia de quedarse solos y ya se comieron todo el relleno de goma espuma de los sillones nuevos.

“Ayyy… ¡que boluuuuuuuuuuda!”, repite por decimoséptima vez la Valeria, lo que empieza a despertar la certeza de que es un mono con una navaja oxidada.

Claro que después me tocó a mí ser el copiloto…

Fuimos al centro a tomar un helado, luego de tardar media hora en intentar estacionar el auto haciendo la diez mil y un maniobras. Al final lo termina acomodando encima de dos bolsas de residuos que explotan como una bomba de estruendo ante la mirada de medio Mendoza.

“Ayyy… ¡que boluuuuuuuuuuda!”, estoy seguro que dijo mentalmente la Valeria.

A nuestro encuentro sale el cuidacoches de siempre, ofreciéndonos lavar el auto, que a la semana de comprado ya parece una especie de Peppa pig metálico, embarrado hasta el caño de escape.

Ella acepta y vamos a tomar el tan ansiado helado y a descansar del estrés que significa verla manejar.

A la vuelta y en pleno acceso sur prende el estéreo y se le deforma el rostro al escuchar la emisora de cumbia del año del orto que le dejo el cuidacoche y empieza a putear y acelerar, doblando la rotonda del cóndor como si fuera Shumacher con cataratas.

A los 300 metros nos para el de tránsito que ya la venía viendo a la Valeria dar bandazos y con señales nos hace detener.

Ella se pone amarilla y se le entumece la lengua, haciendo un remix de tartamudeos cada vez que le responde al policía. A esa altura ya quedo convencido de que ese carnet ha sido un error y que es un arma literalmente en las manos de esta mujer.

Nos quedamos a gamba, y nos volvimos a gamba, porque se había olvidado de pagar el seguro y de ponerle carga el celular para avisarle a alguien.

Nunca mas volví a subir después de ese momento. Y jamás volví a topármela por la calle.

Pero descubrí finalmente la respuesta a la pregunta de aquel desconocido… la respuesta es amigos míos: Valeria.

 Escrito por Gusty Olivares para la sección:

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