/El Miguel, Don Ramírez, Doña Silvia, la gata y la bala

El Miguel, Don Ramírez, Doña Silvia, la gata y la bala

¡Yo soy la herida y el cuchillo! – “Las flores del mal”

Charles Baudelaire

Miguel estaba nervioso. Entró al almacén a los gritos con el revolver tiritando en su mano.

– Dame la plata hijo de puta que te reviento a tiros la concha de tu madre…

El lugar estaba vacío.

Detrás del mostrador no había nadie. Una gata blanca con franjas amarillas apareció de entre los cajones de verduras y se subió a la balanza. Pesaba cuatro kilos con quinientos treinta y tres gramos. Se puso a mirar al hombre que temblaba y profería insultos.

Miguel antes de entrar al lugar caminó por la cuadra buscando coraje, sin importarle el frío ni la gente que lo miraba aterrorizada. A punto de colapsar de tanto tomar cocaína estaba en una nube plateada que corcoveaba. La nariz se la caía en gajos y la mandíbula se le trababa como la puerta de una caja fuerte. Necesitaba más, a toda costa. La puerta del almacén se transformó en el centro del universo, en los ganglios linfáticos del Big Bang. Entró arrebatado. Tenía el corazón a la intemperie, por eso no le importaba nada.

Don Javier Ramírez vivía en esa casa hacía cincuenta años. El almacén de ramos generales lo había instalado su padre hacia cuarenta y tantos y era lógico que muriera entre esos muros.

Estaba sentado en el patio rodeado de macetas con malvones rojos, madreselvas y un rosal; cambiándole la pila a sus audífonos. Vio de reojo a la gata meterse por la puerta que daba al negocio. La imaginó subiéndose a la balanza. Nada la podía echar de ahí. La iba a tener que amenazar con un cachetón, entonces la gata salía corriendo y se metía entre los cajones de pimientos rojos y los verdes.

El arma tenía tres balas en el tambor que castañeteaban del frío; el 32 tenía la suficiente presencia para amedrentar a alguien, pero él, Miguel, no quería amilanar a nadie; quería ese tigre blanco en su nariz subiendo hasta el pulsar dentro de su cerebro. Lo iba a tener a cualquier costo, aunque después fuese fagocitado.

La gata miraba al hombre que gesticulaba y golpeaba las cosas; pateó un cajón con naranjas y éstas se desperdigaron por el piso. El animal estaba asustado, pero no pensaba dejar su puesto en la balanza. Era suya, su sitio de poder.

Una de las balas decidió dispararse, aparentemente sola. Salió del cañón del arma expulsada por los gases de la explosión de la pólvora. Cruzó la estancia un tanto soñolienta. Rebotó en la balanza y salió disparada hacia el dintel de la puerta y le pegó a una estampita con la imagen de Ceferino Namuncurá que estaba sobre él; el proyectil atravesó indolente pero decidido el adobe de la pared. Al atravesarla salió al patio, en donde Don Ramírez se estaba colocando el audífono. La bala rozó una maceta que estaba sobre una estantería. Ésta, con su malvón correspondiente, cayó sobre la cabeza de Don Ramírez, quien murió instantáneamente.

La sangre era más roja que el malvón.

La gata, muy a su pesar, escapó hacia la calle, el ruido le pareció más peligroso que un cachetón.

Doña Silvia lo había pensado toda la tarde, no quería salir, pero estaba antojada de mortadela; estuvo un rato largo mirando por la ventana, esperando que algún vecino pasara, así le hacía el encargo. Se asomó a la puerta pero el frío la hizo retroceder. Tomó coraje, se envolvió entera en un chal de lana gris tejido con un punto fantasía calado.

Caminó rápido hasta el negocio de Don Ramírez, la gelidez del aire la hizo más chiquita. Escuchó un estampido y vio salir por la puerta del almacén a la gata blanca con franjas amarillas.

Miguel al ver que se había disparado el arma instintivamente se dio cuenta de que algo malo iba a pasar. No alcanzó a hilar otra idea, el cuchillo que Don Ramírez usaba para cortar el zapallo se le clavó en el pecho hasta el mango, la punta le salió por la espalda.

La bala en el patio, luego de ver cómo moría Don Ramírez, se declaró en rebeldía y desafió las leyes de la balística. Dio una vuelta en 180° y entró al negocio. Se dirigió hacia el mostrador y golpeó en la empuñadura del cuchillo.

Doña Silvia, a pesar del ruido sospechoso, se acercó y asomó la cabeza por la puerta. Entonces la cortina corrediza de metal cayó sobre ella, decapitándola con un golpe seco y contundente.

Mientras su cabeza rodaba por el piso Doña Silvia tuvo el ulterior deseo de un poco de mortadela.

Después de golpear en el mango del cuchillo el proyectil sintió el cansancio de tanto trajín y comenzó a zigzaguear agotado. Con el último impulso golpeó la cadena que hacía subir y bajar la persiana metálica, luego cayó al piso laxamente.

La gata se subió a un árbol. Miró como llegaba la policía, los noticieros. Sólo bajó cuando vio llegar al hijo de Don Ramírez.

La bala, sabedora de que era culpable de tres homicidios culposos, huyó caminando y hasta el momento no se tienen noticias de su paradero.

ETIQUETAS: