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Mis memorias

Quizás deba empezar hablándote de mí. Quizás no. Quizás deba vestirme antes de escribirte las memorias de alguien que piensa en matarse, mientras arranco el martes dieciséis de Julio del calendario, que tengo colgado en la heladera. Quizás no y solo deba dejar que las heridas, de tanto observarte hoy, sean parte de lo que encuentres cuando llegues a casa. Porque tal vez redunde al matarme; porque, tal vez, haberte visto así… sea la última de mis muertes. Una y otra vez.

He visto que ciertos días no te sientan bien solo, no; he visto como, una a una, han ido llegando hembras hasta el hotel barato donde montás tu hangar para desarmarlas, sí; he escuchado un puñado de gemidos dedicados hacia vos durante tus sesiones de placer y también he grabado en mis retinas el desprecio con que los recibís. Lo he hecho y no me arrepiento en ninguna de estas memorias.

Silvina es una chica del barrio: morena de un metro sesenta y largos. De esas que cuidan cada detalle por más que vaya hasta el almacén de la esquina, no importa. Siempre es hora de sentirse bien para alguien que se encuentra bien, piensa la morocha. Silvina labura cada día desde las ocho de la matina y se sube al cincuenta que la deja a cuatro cuadrás de la empresa, en vez del veinte que la deja en la esquina, para fumarse un cigarrillo antes de entrar.

Una casualidad más para aquella mañana donde la encontraste, cuando el auto se te quedó sin batería, por la fría helada. Sí, yo te observaba.

El gesto de haberle ofrecido monedas, cuando no encontraba ninguna en su morral de cuero negro, le cayó muy bien; aunque debo admitir que no fue parte de tu flirteo habitual. Tampoco sumó demasiado, pero fue un arranque con fortuna. Al tiempo que te quedabas tieso mirándole los pechos, sobre el encaje negro que se dejaba ver por ese escote profundo, ella notó por primera vez tu interés. Sabé que le pareciste un boludo y prefirió hacerse la desentendida, como la mayoría hace.

También se que no te importó quedar como un pajero, lo sé.

Se dieron cuenta todos cuando te fuiste al asiento de atrás para poder tenerla cerca, simulando que era el lugar donde bajabas; como cuando relojeabas sus piernas bronceadas desde la raíz de sus sandalias marrones hasta el borde que la faldita de jean te dejaba ver. Y qué decir de la mano que te llevaste al bolsillo para acomodar “algo”, se te veía en los ojos el aliento que te corría por dentro pensando, estratégicamente, lo que ibas a decidir; incluso ella se mofó de vos cuando te pidió que le tocaras el timbre para bajar, aludiendo que estabas más cerca.

Me río de vos cuando recuerdo lo que, obviamente, hiciste en la parada siguiente: te venció esa gula que tenés por las minas y te bajaste corriendo para simular un siguiente encuentro. Ella te vio venir de lejos y te recordó, pero de una manera distinta a la que vos pensaste cuando le pediste fuego. Te pasó el pucho, encendiste el tuyo, dejaste caer el de ella y se mojó en la vereda recién baldeada de aquel hotel céntrico. Fue ingenioso, lo acepto. Diste rienda suelta a tus dotes actorales culpándote por el error y aunque te insistió para que no le dieras uno, igualmente te lo recibió. Fuiste un pesado y ella también lo pensó, pero le gustaste… ¿A qué mujer no le gusta un hijo de puta con estilo? Ahí si noté que te miró distinto, cuando por el apuro de encendérselo, lo hiciste desde el filtro, sin intención, obviamente. Su sonrisa fue sincera. Estuvo a punto de salirse del personaje.

Los gestos tiernos te son tan ajenos como las miradas sinceras, lo sabés. Seguramente no te diste cuenta cómo se mordió el labio mientras te miraba reparando el error.

Ella salivó su boca un poco, sorprendida por quedarse seca de un momento a otro y no se dio cuenta de que la indiferencia con la que ahora le hablabas, era parte de tu show. Una pregunta boluda de tu parte por un banco, para hacer un depósito inexistente y una invitación para almorzar que, entre dientes, lanzaste…, a la que no pudo contestar con  el “No”, rotundo, que se debe tener a mano para alguien así. Para un lancero como vos.

Por más que a la mujer le guste un flaco, algo tan de golpe como tu invitación, se contesta con un no. Ahí estabas, con los dos primero botones de la camisa desprendidos, con el saco azul sacudiéndose levemente por el viento y una mano sobre su cintura, mientras con la otra le pasabas el número del teléfono que te dan en el laburo. Ella se empapó con escalofríos, sabelo, si es que no lo descubriste; pero lo dudo… estás ducho en esto de calentar minas los martes por la mañana. Luego como quien conoce el paño a su perfección y los rebotes que la bola va a dar antes de entrar al hoyo, le regalaste una sonrisa mágica desde esa cara celestial que, mejor que nadie, sabés que tenés.

Ella no pudo aguantar en toda la mañana, ni siquiera unas horas. Te buscó en el Face, se sacudió bajo la mesa de su escritorio un poco, por arriba de la falda primero, luego sobre la tanga blanca que llevaba puesta ese martes, al recorrer de a una las fotos del álbum de tus vacaciones en la costa. Después te agregó pensando que era una pelotuda. Mañana miércoles te volvería a eliminar, de última, habrá pensado.

Los vi salir del barcito donde picaron algo al medio día. Te observé mientras le hablabas al oído y le mirabas el culo cuando se adelantaba, y supe que ya era tuya. Sabía donde la ibas a llevar, pero no quise seguirte más. Dejé que la engañaras como lo has hecho tantas veces, con otros nombres, con otras excusas, pero con la misma voz. Esa mujer de turno siempre va a ser tuya, lo sabemos.

La tarde ha durado, para mí, lo que el último resplandor del sol antes de desaparecer.

El timbre de casa suena. La mesa está servida. Yo me arranco el delantal cocinero y me observo en el espejo que antecede al living.

Los chicos duermen con la abuela y no veo la hora de que entres para terminar otro juego más. El que mantiene el fuego de dos personas que además de compartir un matrimonio y con hijos, juegan a ser amantes los primeros martes de cada mes.

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