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Paloma paloma, el que no se escondió se embroma

Las formas desaparecen, las palabras queman, para significar lo imposible.
Augusto Roa Bastos

La noche estaba hecha y derecha, se estaba poniendo de pie.

El calor era carnívoro, lascivo y toquetón, a pesar de eso la calle de la cuadra bullía de actividad. Los vecinos sudorosos pacían en las veredas mientras que los niños (los únicos indemnes ante la voracidad del clima) corrían desaforados por todos los rincones posibles.

Llegó para ellos el momento de jugar a las escondidas; siempre el más débil cuenta primero, es un tópico darwinista, irrefutable e irresoluto.

Los que participaban eran varios chicos de diferentes edades, pero con el mismo ánimo lúdico a flor de piel. El elegido para contar resultó ser un avezado en el arte de descubrir escondites, un don heredado de su abuelo que lo usó en la Segunda Guerra Mundial, oficiando como francotirador para los partisanos en la zona de Dongo, cerca de la frontera con Suiza.

Uno a uno fueron descubiertos, en los lugares más inverosímiles los “escondidos”. Estos, con una resignación monjil, se iban sentando en el cordón de la calle.

Sólo faltaba uno, el premio mayor, el último. El que “contaba” utilizó todo su talento. Buscó por lugares inimaginables… Entre las nubes insomnes, por constelaciones de estrellas mareadas, entre los peces voladores nocturnos, entre los bostezos de la Luna… Hasta tuvo la impertinencia de meterse en las casas ajenas y hurgar por todos lados, sobre todo en los cajones de los dormitorios.

Fue infructuoso.

Se hizo la hora de ir a dormir

Entonces fue el turno de los padres y de algunos vecinos solícitos de continuar con la búsqueda. Iluminaron la noche con linternas y con soles chiquititos, para que la pesquis fuese más provechosa. El niño tampoco apareció.

El asunto se tornaba desesperante.

Llegó la policía con perros sabuesos, los canales de televisión en HD y los médium sin trabajo, pero sus esfuerzos resultaron igual de vanos.

No aparecía.

El caso se tornó de importancia nacional y llegó a traspasar fronteras. Todos pugnaban por que el niño regresara con su salud íntegra.

Pasó el tiempo, las lágrimas de la madre se secaron pero no su dolor.

No aparecía.

Pasaron años, los árboles crecieron y las casas envejecieron y contagiaron a sus ocupantes. El niño perdido no fue olvidado y se transformó en una leyenda urbana. Los actores de ese momento se volvieron adultos responsables, grises y tristes. Cada uno de ellos tenía una hipótesis sobre lo ocurrido, que los alíen y sus abducciones, que una falla espacio-temporal, que hizo trampa.

Un día de julio en que una epidemia de invisibilidad arreciaba, dejando a las personas contagiadas sin poder ser vistas a pesar de los esfuerzos médicos; el niño perdido literalmente salió de la nada. Corrió hacia donde contaban en el juego y se “libró” con algarabía.

El asombro fue mayúsculo e internacional. Todas las miradas se centraron en el caso.

El niño no había crecido en lo más mínimo, para él sólo habían transcurrido escasos quince minutos. Tenía la misma ropa y la misma mirada pícara, todavía estaba sudoroso y exaltado por la adrenalina causada por el juego.

Cuando las autoridades le preguntaron en dónde estuvo, él, con suma naturalidad contestó: estaba jugando a las escondidas.

No pudieron sacar más información del chico. Él estaba contento, había ganado.

-¿Y ahora quien cuenta?- dijo el niño.


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