Gas, dijo él, ámame. Bésame, besa mis labios, besa mi pelo, mis dedos, mis ojos, mi cerebro, hazme olvidar.
Charles Bukowski
Era muy buena idea, el producto requerido, más que eso, era anhelado. Nuestros cuerpos temblaban ante su presencia.
Un electroshock de fluidos.
El trato era así, el alquiler por una jornada de 24 horas valía lo suficiente para pagar un atado de Malrboro. Era un precio alto, muy alto, pero valía la pena valía cada puto centavo gastado.
Todos los del 2ª A lo querían, esperaban su turno con ansías.
Una baraja, procaz y feliz, de 48 cartas con escenas pornográficas, con efigies literales de sexo oral, de penetración anal y caricias en el pelo con los dedos de los pies.
Cada uno de mis compañeros del curso lo quería y él lo sabía y se aprovechaba de eso. El Guillermo era petiso, con la cara dolorosamente plagada de acné y un flequillo que no se movía ni con gravedad cero. Un día llegó a la escuela, y nos mostró, a nosotros sus compañeros, los naipes de la perdición. Como muestra nos hizo ver una carta de sexo grupal, como para dar fe del portento que tenía entre sus manos. En ese mismo instante le puso precio, un paquete de cigarrillos (Marlboro) o su valor en plata. El pago era por adelantado y no se aceptaban devoluciones.
Esperé una semana mi turno, hasta que llegó a mis manos como una estrella perdida.
Antes de llegar a mi casa ya las estaba lamiendo con la mirada, las sentía palpitar. Esa mañana me masturbé ocho veces, en el baño, en la cocina, en mi habitación, de vuelta en el baño y así.
Fuegos artificiales.
Valía cada puto centavo gastado.
Después de que el fragor de la lujuria pasara me puse a investigar cada carta, cada imagen… Semen en una cara pecosa, un falo enorme en una vagina liliputiense, dos afroamericanos disputándose a una muñeca inflable triste. Hasta que la vi y caí eternamente enamorado, sin solución.
Era mágica como el pétalo de una flor que no existe, era el pulsar del amor en mis manos pringosas de sexo. Una mujer más blanca que las nubes de nieve, con unos rulos desordenados como un laberinto y unos ojos plenos como dos universos castaños.
Su labor en la carta era la de succionar un pene gigante y un tanto atolondrado, que me hizo a acordar a un moáis. No podía dejar de verla, hasta me tomé el atrevimiento de besarla en la frente. Me pasé toda la tarde mirándola con la luz dorada de la ensoñación. No podía desprenderme de ella, no debía.
Nadia…
Nadia le dije mil veces, ella era Nadia, no cabía otra posibilidad.
Valía cada puto centavo gastado.
Al otro día, durante la clase de geografía -La profesora, La Sra. Martínez, hablaba del Amazonas- le dije entre susurros al Guillermo que se me había perdido un naipe…Te pago otro atado de cigarrillos…Por su cara supe que no era posible. Las barajas mágicas eran de su padre. No era una opción, era imprescindible e irresoluta la reaparición de la carta con vida.
No supe que decir.
El Guillermo, con una crisis instantánea de llanto convulso, se me arrojó encima dándome puñetazos mustios. Me defendí con la vergüenza del culpable. La Sra. Martínez nos miraba como si fuésemos aborígenes Piripkura, de esa Amazonia que describía con voz de robot.
…Mi papá me mata… Esas fueron las últimas palabras que me dijo el Guillermo. Nunca más me habló.
Valía cada puto centavo gastado cada golpe, cada despecho recibido.
Fuimos íntimos con Nadia durante un par de años más, la guardaba celosamente entre las páginas de “20000 Leguas de viaje submarino” Vivía entre pulpos y la Atlántida, creo que me era infiel con el arponero Ned Land, nunca lo pude confirmar, puras especulaciones; de todas maneras me masturbaba siempre que podía junto a mi amada Nadia, la bella Nadia.
El tiempo nos mordía los talones, dolorosamente.
Conocí a mi primera novia, cuyo nombre y rostro no recuerdo. En un acto anónimo de amor, fidelidad y devoción hacia ella, decidí desprenderme de Nadia. Ultrajantemente la rompí en pedazos. Cometí el peor de los actos. Había matado a Nadia y la había descuartizado para tirarla a la basura.
El amor que me generó el primer noviazgo duró sólo un par de semanas e ingratamente fui olvidando a Nadia, a la bella Nadia.
La vida me apabulló y crecí como pude.
Un día algo me mordió en el lado izquierdo del pecho, por dentro, primero despacito luego con furia.
Las pupilas se me llenaron de Nadia, de su recuerdo, y me puse a llorar de arrepentimiento en el colectivo que me llevaba al trabajo.
Perdón Nadia, dónde quiera que estés, te mando un beso en la frente.
Valía cada puto centavo gastado.
Nadia, la bella Nadia.