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Perfumada de almendras

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Las cosas no han estado del todo bien. El enojo está durando más de la cuenta. Nos hablamos poco y de hacer el amor, ni hablar.

Hace tanto que no me nombras, que ya no sé quién soy.

Hoy he amanecido anhelándote de una manera indecible, y durante todo el día he pensado en la idea de un acercamiento para ponerle fin a este calvario, a este absurdo capricho de no amarnos.

Hace tanto que no me abrazas, que siento que mi corazón se está disecando.

Por la tarde arreglé con esmero la habitación: la limpié, cambié las sábanas, las perfumé y reservé algunas velas aromáticas.

Al caer la noche me bañé y unté mi piel con la crema de almendras, esa que más te gusta. Hace tanto que no me rozas si quiera, que se está agrietando.

Me puse el camisón negro y corto, ese traslúcido que hace tiempo me regalaste. Me cepillé el pelo y puse manteca de cacao sabor frutilla a mis labios para aliviarlos, hace tanto que no los besas que a modo de protesta han comenzado a resquebrajarse.

Me miré al espejo y descubrí que no hacer el amor envejece.

Fui a la cocina, donde estabas, y con la excusa de un vaso de agua, pasé casi rozándote sólo para que me vieras. Rogando que mi estela de almendras te traspasara.

Volví a la habitación y me recosté a esperarte, en tanto me distraje mirando a través del ventanal el cielo azul repleto de estrellas. Sí, les pedí a ellas que vinieras. Y creo que lo debo de haber pedido con tanto fervor, que a los pocos minutos oí tus pasos acercarse.  De prisa abrí un libro para que no fuera tan evidente que te esperaba, porque a veces suelo ser estúpidamente orgullosa.

Pasaste por mi lado hacia el baño, abriste la ducha y alimentaste mis ansias. Saliste, dejé el libro y giré dándote la espalda, mi corazón se aceleraba con la esperanza de que te aproximaras.

Abriste algunos cajones, te pusiste perfume, pude oler su aroma. Me pareció que demorabas, por lo que de repente me volteé y los jeans y camisa que vestías me dispararon en el pecho y mi ilusión de tenerte cayó desperdigada por el suelo. Lucías soberbio, me miraste sin mirarme, “voy a salir”, ni que hiciera falta que lo dijeses.

Volví a darte la espalda y contuve la oleada de llanto que se me anudó en la garganta.

Y sin más te fuiste. Dejándome con las ansias palpitando, desbordada de lágrimas, bebiéndome el orgullo, con las rodillas al pecho, envuelta en mi perfume de almendras y con una mano en la entrepierna, y lloré… y te odié.