«El invierno suele ponernos en el interior de una nuez»
¿Cómo se cuentan las historias que terminan, si nunca empezaron?
Llegó a mí, como el argumento de un guión mal escrito, de una película que podría haber sido increíble: “Un amor casi platónico que busca y relata la espera en la sombra, el sabor de los besos no dados y el olor de las pieles desconocidas que se encuentran, a mil kilómetros de distancia”.
La última vez que lo vi, hace más de un año, compartimos sonrisas, charlas y un vino. El hablaba de política y de libros, yo le respondía con títulos de política y amor. Él decía militancia, yo respondía poesía. Él sonreía y yo soñaba. Él soñaba y lo miraba. Él miraba y yo bailaba en una cuerda floja, perfecta equilibrista al ras del infinito azul que eran sus brazos. Moría por ser consumida en su espasmo blanco, polvo de tiza en mi negro pizarrón.
El señor estaba en una historia no del todo resuelta y, esta vez, no tenía ganas de estar en el medio. Haciendo un esfuerzo digno de Nobel, reprimí cada impulso que venía, con un nuevo sorbo de vino.
Estábamos en casa, ya pisando la despedida y me dijo:
-Si le doy un beso ¿es correspondido?
-No, —dije firme en mi respuesta y me excusé— perdón. Prefiero mantenerte así.
Me desconocía al rechazar a un hombre como él, pero venía de quemarme con otra situación parecida. No quería ser la piedrita de la discordia, nuevamente.
No volvimos a vernos, pero jamás dejamos de pensarnos. Para mí, se convirtió en algo que no pudo ser, y me contentaba con encontrarlo cada tanto en fotos de amigos en común. Él regresó a Buenos Aires en repetidas ocasiones, de las cuáles no me di por enterada. Yo viajé a Mendoza y si bien intercambiamos austeros mensajes, no hubo encuentro. Hasta que un miércoles de junio, en una trillada tarde gris y porteña, me llega su mensaje.
En resumidas palabras nos sinceramos y encontramos una puerta abierta, un deseo latente, un orgasmo muerto. Habíamos abrazado nuestras soledades con el recuerdo de lo que no fue y eso nos había dado paz. Nos sabíamos juntos sin sentirnos, sin tocarnos, sin hablarnos. Todo estaba en nosotros, tal cual lo dejamos la única vez que nos vimos.
-¿Cuándo venís a Buenos Aires?- Pregunté.
– Este fin de semana estoy allá.- Desafió.
Era el momento de vernos otra vez y saldar pendientes. De darnos ese primer beso de guarda y un abrazo que desaparezca todo como lo conocemos para formar un mundo nuevo.
Estaba raramente feliz, quería verlo. Esta vez era yo la que cerraba los ojos y lo imaginaba conmigo. Pero como un espejo antiguo con marco de plata, impoluto hasta hoy, se me trizó el corazón cuando me contó que en el transcurso del año se había casado con su historia, ahora resuelta.
Antes de que llegara la noche ya habíamos atravesado un huracán de sensaciones, muchos sabrán de qué hablo. Esas charlas hasta altas horas, con viejos conocidos que desconocemos. Ese querer saberlo todo que forja una unión virtual, momento en el que nos sentimos más humanos que nunca, dejando ver lo que somos detrás de una pantalla de teléfono; compartiendo enlaces de canciones y frases cursis con un monito que se tapa los ojos.
Imagino esta misma historia, en otra época, sin tanta intervención de la tecnología. Me habría mandado una carta que escribió la misma noche que salió de mi casa, camino a Mendoza:
“Querida Mina, voy en viaje y te pienso. Aún tengo el aroma que me dejó tu abrazo, con él invento el olor de tu piel”.
“Querido mío, tu recuerdo me abraza. He parado el reloj hasta tu regreso”.
“Querida Mina, han pasado cosas. Tengo que contarte tanto, espero que al verme tu rostro me siga sonriendo”.
“Querido mío, me preocupas. Espero estés bien. He comprado un vino de los que te gustan para cuando llegues”.
“Querido mío, me dijeron que estuviste en Buenos Aires. Nuestro beso se hace esperar”.
“Querido. No sé nada de tí, ni siquiera si te han llegado mis últimas cartas”.
Idílico. Bellísimo. Pero no. En tiempos de instagram, nos lleva segundos ver fotos de la fiesta a todo culo que hicieron los enamorados.
No solo me sentía una estúpida, sino que encontraba un tristísimo consuelo en pensar que aún me buscaba después del tiempo y de su vida. Releí los mensajes más de la cuenta, creí leer entre líneas, me imaginé mundos otra vez, caminando de la mano por el cementerio de Recoleta, tarareando a Sabina en Caminito, haciendo nuestro el empedrado de San Telmo, lejos de los ojos que lo reconocen.
Si con una historia a medias le dije que no, por más que me ardiera el pecho, no iba a retroceder en mis pasos. Mucho menos mostrarme vulnerable y vencida por un sentimiento.
Con todo y eso, llegó el fin de semana. Todavía existía la posibilidad de vernos. Aún me temblaba la mano por escribirle y decirle que yo todavía esperaba nuestro primer beso.
Se quedó hasta el lunes en mi nueva ciudad.
Cedí al encuentro.
“Te morías por volver. Con la frente marchita cantaba Gardel”, sonaba en una esquina la voz de Adriana Varela, mientras iba de camino. “No hay nostalgia peor que añorar lo que nunca jamás sucedió” la seguía, cantando bajito por la calle.
Almorzamos en un barrio tanguero que frecuento más de lo que quisiera. La ventaja: solo sería un almuerzo y a lo sumo un café. Su avión salía en unas horas y a mí me corría el horario laboral.
Una vez más, solo charlamos. Somos políticamente correctos.
Al irse, me abrazó con sus brazos azules que frenaron el tiempo en una milésima de segundos. Un abrazo que se deshace deslizando lo que queda de él hasta llegar a las manos que se anudan dejando en evidencia el no querer dejarnos ir.
Me quedó su perfume en la ropa y un sabor amargo de saber que con él siempre serán despedidas. Un silencio espectral me inundó, sentí un vacío que me daba paz. Habíamos hecho lo correcto.
Tal vez, lo digo con un ápice de lamento sirviendo una copa de vino, mirando el círculo violeta que hizo la botella en la mesa junto al cenicero.
Lo hago letras en un intento de que esto que escribo, sea un beso para él.