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Princesa: casi una realidad

La conocí hace tres años, pero creo que estuve enamorado de ella toda mi vida. No hace falta que se describa con más detalles; cuando un hombre se enamora, deja todo en la cancha. No importa el resultado, el hombre se juega. Se saca el corazón del pecho, y desnudo como cuando vino al mundo, entrega todo lo que tiene hasta el final.

Hace tres años que está conmigo, la princesa de las altas cúspides que jamás le daría ni siquiera una mirada al pobre peón, me eligió a mí y a nadie más.

No diré que fue fácil enamorarla, a diferencia de ella, yo no poseo esa belleza reversible con la que Dios la doto a ella. Y digo reversible porque es bella por dentro y por fuera. Yo soy simple, normal y que se entienda que no me menosprecio sino que la idolatro, la admiro, la amo. Aún recuerdo que me pasaba noches enteras escribiendo chistes en mi mente para contárselos al otro día, aún recuerdo cada canción que le dediqué. Y es que tenemos cierta diferencia de años y yo al ser más grande, amo a la antigua. Me atrevo a decir que somos pocos los que quedamos amando así, usando la letra de una canción para suplantar lo que queremos decir, usando la risa para tocar un corazón, regalando una flor robada, así había conquistado a mi princesa… a la antigua.

No me pregunten como, no creo que haya una formula, ella terminó viviendo conmigo. Mi humilde morada, algo opaca de rutinas, ahora brillaba por todos lados. Resplandecía por ella y por nadie más. Nos hicimos de hábitos, de costumbres sencillas. El café por las mañanas, las siestas de sexo desenfrenado, las noches de charlas hasta entrada la madrugada. Todo era nuestro y nadie podía arrebatarnos eso. A veces me detenía a pensar si todo era real, si no era nada más que un mero sueño; pero un beso de ella me hacía volver a la cuenta de que todo era realidad. Mi realidad. Nuestra realidad.

Pero la realidad es particular de cada uno y la mía empezó a verse diferente a la de ella. Para mí no era absurda la idea de ser feliz todos los días, dicen que la felicidad es un estado de ánimo que no es inmutable, quizás sea cierto. Ella hacía de mí un tipo constantemente feliz, pero un día noté algo raro, fugaz, efímero. Un mal presentimiento. Un chiste mío que no dejó al descubierto el collar de perlas que adornaba su boca, una mirada cómplice que se estrelló contra un muro formado de dos pupilas verdes que antes solían ser el bosque donde a mi mirada le encantaba ir a soñar.

Algo no estaba bien…pero fue tan fugaz que pensé «será que tiene un mal día». Error mío no prestarle atención a ese indicio, estaba tan cómodo que olvide que al amor hay regarlo cotidianamente y correctamente: si uno lo riega mucho se pudre, si lo riega poco se seca. Amar es un trabajo de tiempo completo con un sueldo bizarro y un contrato diabólico.

Nuestra morada le parecía ahora humilde. Mis costumbres sencillas, ahora eran malos hábitos. La princesa que había venido a vivir un tiempo al pueblo, reclamaba ahora por su castillo. Si alguien hubiese puesto el cartel para indicar la encrucijada en la que ahora me encontraba, tal vez hubiese sido todo un poco más fácil. Pero es que nadie le dicta al corazón cuando decir basta. La escuchaba hablar de mi como una carga, la escuchaba decir las más lastimosas cosas sobre mi ser. Pero la amaba ¡Y cuánto la amaba! Que respondí a sus desprecios con sonrisas, sus silencios con besos sin destino, sus distancias con solemnidad y espera. Espera de que algo de lo que ella vió en mí hace tres años, apareciera en su vida. Que me viera con los mismos ojos que me miraba ayer, y no con el desdén que ahora sentía.

Aquella princesa que solía dejarme sentarme a su derecha, hoy me condenaba a una muerte penosa y triste. Sus reclamos fueron su látigo, su desgano mi prisión, sus labios el láudano que todo lo envenena. Pero ahí seguía yo. Porque aquel que ama no sabe cuándo dejar de hacerlo ni permite tampoco que le digan cuando. Pero ahí seguía yo. Buscando respuestas a nuestro inminente fin, tratando de entender en qué había fallado, siempre haciéndome único culpable de esta desdicha. Porque cegado, aunque de la mano de mi princesa viniera la daga hacia mi pecho, yo la amaba.

Hoy amanecí enamorado pero sabiendo que ella no lo estaba, entonces rogué a los cielos que mi amor alcanzará para dos. Desperté como todos los días buscándola a mi lado, pero no la hallé. Salté de la cama y fui hasta la cocina, el living y el comedor. Finalmente la hallé en el baño, de cuclillas, llorando. Le pregunté si estaba bien y me gritó que no. Soltó un diccionario de maldiciones al aire, me culpó a mí y finalmente a su estatus. Dijo que la niña que crecía en su vientre era mía. Que ahora nos unía un lazo invisible y eterno. Que no iba a dejarme nunca porque no podía hacerlo, no porque no quisiera. Que no iba a arriesgarse al qué dirán. Me señaló como quien señala a un culpable y no a un padre. Me apuntó como jamás imagine que lo haría, como si existiera un culpable en un embarazo.

Los días pasan, nuestra morada está cada vez más fría, su vientre cada vez más grande, nuestra cama cada vez más abandonada. Ya no me duelen sus maldiciones, ya no me apuñala su desprecio porque morí el día que dejó de amarme. Pero ya no siento que la culpa sea mía, mi dignidad ha cobrado vida: encontré otra princesa a quien amar, pero aún me faltan unos meses para conocerla. Habrá que esperar…