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Los cuentos que Diem cuenta: Retrato de un Fantasma

No voy a contarles lo que sucedió después. No voy a adentrarme en los pesares del cuerpo, pero si en los pesares del alma. Porque a veces el sufrimiento de nuestro adentro, es más fuerte que el de la carne propia. Los ojos sólo le reflejan al corazón, lo que el espíritu siente.

Si usted se siente identificado con las letras que a continuación va a leer, tenga cuidado por lo que su alma pueda llegar a sufrir.

Era tarde en la ciudad cuando por fin consiguió lo que buscaba. Había decidido mudarse sólo y después de tanta búsqueda, dio con el departamento que quería. Un anciano había fallecido hacia poco y los hijos decidieron prácticamente rematar el lugar. El departamento tenía 2 habitaciones, un living comedor y una cocina que daba a un angustioso pero acogedor patio interno. Todo estaba de punta en blanco cuando Julián, el flamante nuevo inquilino, llegó.

El contrato del alquiler reflejaba que debían quedarse algunos muebles en el lugar. Claro que Julián no tuvo objeción alguna. No habría problema de tener en su poder unas sillas de más, una repisa y algún que otro cuadro.

Cuando llegó la hora de acomodar los muebles y de disponer las habitaciones, fue que comenzó el verdadero problema. Todo indicaba que sólo una de las dos habitaciones debía ser el dormitorio. Las opciones se reducían y esto a Julián no le encantaba. Llevo su cama hasta el futuro dormitorio y en la única pared que podía ser compañera del respaldar de la cama, observo con un poco de asco en su mirada que colgaba un enorme cuadro. El mismo, de grandes dimensiones casi como para tapar la mitad de la pared, reflejaba una difuminada pareja caminando por una calle solitaria en una noche de lluvia, los rodeaban edificios altísimos y antiquísimos. En todo el cuadro reinaban los matices en grises, sólo la firma del autor lucía en un rojo sangre en el costado inferior izquierdo de la pintura. Las pinceladas de la obra eran con furia, gruesos trazos de brochas jugaban con finísimos puntos blancos de lo que pretendía ser la lluvia.

Julián notaba que era demasiado espacio ocupado por la pintura, y rápidamente decidió que ese cuadro no se quedaría en su lugar. No había logrado cautivar su atención. Levantó con toda fuerza el cuadro que colgaba, pero grande fue su desilusión al ver que detrás de la bosquejo, se veía una pintura totalmente diferente a la que estaba en el resto de las paredes. Enojado, decidió dejar la amarga pintura donde estaba, pensando que tal vez mañana pudiese pintar las paredes, y así deshacerse del indeseado objeto.

Por supuesto que el mañana nunca llego. Julián fue interponiendo diferentes quehaceres de su vida, tanto así que se olvido del cuadro. Se acostumbró a vivir con esa pintura colgando en el cabezal de su cama.

El tiempo pasó velozmente, los años parecían meses y lo meses días. Una mañana de abril, Julián dejó entrar al amor a su casa. Una joven de nombre Isabel decoraba de primavera los días del afortunado enamorado. Llegó como llegan las cosas hermosas, plagadas de misterio y preguntas, pero llegó. Julián se dejó deslumbrar por una exquisita belleza que parecía inmutable al tiempo.

Todo su mundo se encerraba en ella. Dejó de mirar para adelante y de guiarse por el detrás. Dejó que todo su mundo colgara en las manos de Isabel. Los días eran mágicos y las noches especiales. Jugaban, reían y se divertían. A menudo charlaban demasiado, sobre cualquier cosa en general. Muchas veces hasta del cuadro y del reinado que parecía tener sobre la habitación: a Isabel le atraía de forma extraña, con tal majestuoso y deslucido tamaño.

Fue un lunes cuando las cosas no salieron como esperaban. Siempre tiene que ser un lunes…

Julián esperaba a Isabel en el departamento para cenar juntos, pero Isabel nunca llegó. Asustado por la ausencia empezó a llamar a su celular: la casilla de correo era lo único que le contestaba. Tratando de no perder la calma, agarro una campera y salió en dirección a la casa de su amada. Una lluvia espesa enmudecía la triste ciudad. El primer taxi fue el certero medio de transporte. Isabel vivía en la parte antigua de la ciudad, allí donde las callejas eran pequeñas y los edificios antiguos y altos. El taxi dobló la abandonada esquina y se paró de repente a causa de un grito de Julián. Por la empañada y húmeda ventana del transporte Julián pudo observar un paisaje tan terrible como desolador para su alma: con las valijas hechas y una sonrisa enorme en su cara, Isabel se marchaba con un hombre desconocido. Caminaban de la mano por una calle vacía, bajo el aluvión de gotas que parecían de color blanco. Julián no atino a nada, ni siquiera a moverse. Después de estar parado casi 5 minutos en la tempestad el taxista ordenó que se bajara del coche entre insultos y empujones.

Llegó a su departamento casi una hora después del incidente, empapado de pies a cabeza se tiró sobre su cama. No lloraba, no esbozaba ni una mueca. Un estado catatónico se había apoderado de su ser. Levantó la mirada en busca de una respuesta divina, incluso estaba dispuesto a entablar una charla con el mismísimo Dios, para que se apiade de su dolor. Pero algo interrumpió su plegaria.

El cuadro reflejaba algo diferente. Todo era igual, pero diferente a la vez. No eran las tonalidades, no era la pintura en si…era un simple detalle. La difuminada pareja ahora tenía marcado los rasgos a la perfección y no era ni más ni menos que los rasgos de Isabel y su extraño amante. Julián pensó que había perdido la cordura. Se acercó con salvajismo al cuadro y examino de cerca la pintura: no había ninguna duda, el óleo reflejaba con perfectos movimientos de pinceles las caras de los dos amantes.

Fue así que la ira y el miedo se fusionaron en Julián. Con fuerza sobrehumana descolgó el cuadro de la pared, lo hizo girar por encima de su cabeza, y con un estruendoso golpe, despedazó la pintura contra el suelo. Un ensordecedor trueno reventó en el cielo, al mismo tiempo que el lienzo se desgarraba en el piso del departamento, y para completar la escena, el relámpago hizo parpadear las luces del departamento varias veces. Entonces fue cuando Julián enloqueció. En una horilla de la pintura, en la parte de atrás, justo donde un tajo había dejado desnudo el dorso del cuadro, podía leerse una inscripción. Era una dedicatoria que rezaba lo siguiente:

“Y que al mirar este cuadro, recuerdes siempre el amor que siento por ti, Isabel. Siempre tuyo, ahora y siempre.”

Mariano Araujo – 10 de diciembre de 1939

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