/El sendero del jaguar

El sendero del jaguar

En algún lugar algo increíble está esperando ser descubierto.
Carl Sagan

Me había engullido, ya era parte de la digestión de un inmenso animal, un ser que estaba compuesto por millones de otros seres.

Caminé solo unos cinco kilómetros por el sendero que se adentraba en la selva. Los síntomas de la civilización iban desapareciendo a medida que mis pasos hollaban la tierra húmeda. Los vestigios de humanidad eran absorbidos hacia las profundidades del animal verde.

El calor estaba en el aire que respiraba. Mis pulmones eran una fragua que hacía estallar millones de chispas en mi interior.

Seguí andando.

Una flor llamó mi atención. Asomaba en el borde del sendero rodeada de otras plantas, de lianas, de insectos. Era azul y naranja, con forma de vulva de mujer; de sus profundidades asomó un escarabajo que, creo, era tornasol.

A lo lejos se escuchaba cómo corrían las aguas de un torrente venenoso. Los ecos del líquido atravesaban la jungla y se pegaban a mis piernas. El resto de los sonidos me aturdían en una vorágine acústica.

El viento era mordido por el follaje.

Los animales estaban latentes.

El sol chirriaba, friéndose.

Una araña me miraba con miles de ojos y cada pestañeo era un trueno.

Todos los mosquitos del mundo estaban presentes.

Una serpiente emplumada dormitaba en una nube.

Iguanas de color naranja jugaban al dominó.

Sin darme cuenta había seguido avanzando hasta que el sendero desapareció detrás de mí y el animal verde y colosal me terminó de comer.

Flotaba ingrávido en el centro de un universo con todas las tonalidades posibles del verde, húmedo, con aliento a animal carroñero.

Me detuve un tanto confundido, en cierta manera la ensoñación por el paisaje había pasado a segundo plano, una especie de mareo me había invadido y no sabía qué parte era adelante, qué parte era atrás, en dónde estaba el sendero. La espesura tapaba todo.

Me encontraba a punto de perderme completamente, un extravío que podía ser fatal. No me animaba a dar un paso por el temor de alejarme aun más. Mi existencia entraba en juego a medida que la noche avanzaba. Conjeturé que el animal verde colosal me devoraría literalmente. Me sentía perdido en la inmensidad de la selva. Caminar distraído había sido mi perdición.

Entonces un sonido más fuerte que los otros llamó mi atención, una especie de ronroneo bestial, algo que se deslizaba suave entre la flora, como si buceara. Se trataba de un ser grande aunque se movía grácilmente en la invisibilidad. Sin saberlo supe que era un felino y, extrañamente, no sentí ningún temor. El ensueño volvió.

Por un instante algo de su pelaje se dejó traslucir entre la vegetación. Fue un segundo mágico, la respiración del felino alborotó al universo, los planetas se salieron de cuadro y los soles se apagaron. Un momento en que el jaguar llenó la existencia total de las cosas; los mapas celestes se formaron nuevamente con las manchas de su piel; las palabras de todos los habitantes de las cosas sólo podían pronunciar sus gruñidos. Simbiosis, el jaguar y yo fuimos átomos durante unos instantes, minúsculas partes de un todo.

Seguí con la mirada el derrotero hipotético del animal tras la pared de plantas, adivinando sus movimientos, tratando de seguir siendo uno con él. Ser un depredador.

Entonces, en la búsqueda, encontré el sendero por el cual venía. Fue la salvación explotando, ahí, al alcance de la mano; el escarabajo tornasolado se me reía desenfadadamente.

El jaguar desapareció como el brillo de un faro en el amanecer.

De no ser por él, que me marcó el sendero queriéndolo o no, mis huesos serían ahora un trampolín de serpientes en el estómago de la gran bestia verde.

ETIQUETAS: