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El tango del taxista

Era muy tarde en la ciudad cuando la lluvia azotó sin previo aviso. Caminando por calles vacías, divisé un taxi que ahora se bañaba bajo la gran tormenta. Con un ademan, le hice seña para que se detuviera y apresurado abrí la puerta, sacudiendo mi sobretodo lo más que pude antes de entrar.

– ¿A dónde, jefe? – me preguntó el taxista de voz ronca y pelos canos. Se apreciaba un hombre con varios años. Un taxista de perfil completo, de esos que escasean y que parecen sacados de una película de Scorsese.

Le di la dirección, mientras todavía intentaba secar un poco mi cara con las mangas del empapado sobretodo.

El viaje era largo, por eso intenté hacer dos o tres acotaciones para entablar una charla. Los taxistas que trabajan de noche siempre me parecieron personajes dignos de ser escuchados. Un hombre que es el testigo mudo de todo lo que sucede cuando la ciudad duerme, debe de tener muchas cosas que contar.

El chofer se notó apático ante mis comentarios, casi al punto de ser tajante. Como me considero un buen lector de las situaciones, detuve mi escasa charla. Me entretuve intentando escuchar una radio que parecía AM (si es que aún existen) que el tipo llevaba sintonizada. Eso, y la lluvia contra el cristal del auto que ya es un espectáculo en sí misma.

-Buenas noches, queridos radio escuchas- decía una noctámbula locutora ronca. –Está canción va para Alberto, que seguro nos escucha mientras trabaja–

Un tango vinílico empezó a sonar en el auto. Una melodía apenas entendible, colmada de voces porteñas y acordeones arrabaleros combinaban un matiz tan triste y hermoso con la lluvia del exterior. Una escena que cualquier artista hubiese deseado apreciar para poder inspirarse.

El taxista se giró y me preguntó, con una voz algo quebrada, si podía subir el volumen. Con un gesto de mi mano le indique que estaba todo bien, que prosiguiera.

El tango, calculé, iba por la mitad; cuando noté que el chofer intentaba esconder un obvio llanto apagado. De esos que son silencios eternos, pero marcados por fruncidas de labios y apretones de ojos.

Dejé, en silencio, culminar la pieza musical. Estaba entendiendo todo un poco: hay algunas canciones que son parecidas a gatillarse uno mismo un revolver a la sien, y parecía que el chofer estaba ahora pasando por ese proceso. Cuando hubo terminado por completo, pregunté:

-¿Señor, está usted bien?-

-Si joven.- me dijo respetuoso, el taxista – Hay cosas que son más fuerte que uno, ¿vio?-

Intente con sutileza que me contará que había pasado. Sólo me dijo que él era Alberto, que la canción era dedicada a él, y un frase tan clara, como la última lagrima del chofer: “Hay veces que un hombre debe callar, pero las palabras se nos escapan a gritos en forma de llanto.”

Llegamos a destino. Pagué con propina excusándome por su buen manejo, y le palmee mi mano en el hombro al bajarme, una especie de charla muda que los hombres solemos tener con las personas que aprendemos a apreciar en poco tiempo.

El taxi se marchó. Entré rápido a casa mientras la lluvia aún azotaba la calle. Colgué mi sobretodo, encendí la radio y apague las luces. Todo fue en vano, nunca encontré la emisora que Alberto tenía sintonizada.

A veces los misterios más grandes los guardan los hombres más pequeños.

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