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Todas las hamburguesas del mundo

El diablo acababa de soplar un diente de león cuando Jeremíah Nolt lo encontró, —¿qué, acaso yo no puedo pedir un deseo?— dijo con su mirada perdida en el vacío.

Jeremíah sacó un paquete de cigarrillos y se lo acercó, convidándolo – agarrá tranquilo— le dijo— tengo cien, mil, un millón, todos los cigarrillos del mundo son míos, todos los autos, todas las hamburguesas de todos los Mc Donalds de todo el maldito mundo son míos porque ya nadie existe, porque el único ser humano con vida sobre éste planeta soy yo.

—Hermoso día— dijo el demonio mientras tomaba un cigarrillo del paquete que Jeremíah le había ofrecido.

—No me parece tan así— respondió Jeremíah.

—¿Por qué no?, hay sol. Los árboles ofrecen su sombra. El agua su frescura.

—Y no hay una sola persona viva.

—¿Cómo no, y vos, qué sos, un cactus?

—No seas cínico, ¿querés?

El diablo no respondió.

—A buena hora aparecés— continuó Jeremíah.

—Qué— replicó el rojo – ¿habría cambiado algo si nos hubiésemos encontrado hace veinte años?

—A ciencia cierta…

—Ni a ciencia cierta ni incierta— interrumpió Satán.

—Vos me engañaste.

—Yo no te engañé, perdonáme. En todo caso, te mal interpreté y, a fin de cuentas, vos te viste bastante beneficiado por ese error del que me hago cargo.

—Un tipo como vos no se puede equivocar inocentemente.

—Ay, ¿qué, ahora los únicos que tienen el privilegio de la equivocación son los humanos? Que yo sepa, la mayor parte de sus vidas se la pasan sosteniendo que no se equivocan.

—Me refiero a lo de inocente.

El diablo llevó su dedo índice a la barbilla de Jeremíah y amagó como para hacerle cosquillas debajo de ella – ¡ay, cuchi, cuchi, cuchi, qué inocente mi bebé!

Jeremíah apartó la mano del demonio bruscamente diciendo–salí, idiota—, haciéndolo encolerizar.

—Mirá, estúpido— dijo Belcebú amenazante.

—¿Qué?— respondió Jeremíah —¿me vas a matar?, dale, hacéme ese favor, matáme. Noooo, claro, el señor no hace favores, él solo hace cumplir contratos y el contrato que yo firmé era para permanecer en la eternidad –Jeremíah buscó a su alrededor hasta dar con un libro, el que colocó, con ambas manos, ante el rostro de Mefisto –pero ésta eternidad era la que yo quería, idiota, la de que la gente me recordara por haber escrito grandes obras, no la de permanecer vivo, inclusive, hasta hoy, que la humanidad ya no existe.

—¿Cómo que no existe?— dijo Mefistófeles— en éste momento estoy hablando con la humanidad. La humanidad sos vos, mi querido.

—Pero, ¿para qué quiero estar vivo si no hay nadie en éste mundo para…

—¿Para leer tus textos? —interrumpió Satán —¿esa porquería que vos pretendés rotular como literatura? No, mi amor. Ni yo hubiera podido hacer que lo que vos escribís se leyera. Vos no necesitabas un pacto con migo, vos necesitabas darte cuenta que te tenías que dedicar a otra cosa pero, bueno, acá están vos y tus libros. Podés seguir sintiendo orgullo de vos, leyéndote y adorándote eternamente. ¿No era esa la eternidad con la que soñabas?

El diablo se fue caminando tranquilo por la ciudad desierta. De vez en cuando apuntaba con su dedo índice y un edificio se derrumbaba.

Jeremíah buscó frenéticamente una armería hasta encontrarla. Entró. Eligió un revólver y le puso balas. Todas las armas del mundo eran suyas.

El diablo escuchó un disparo, luego otro y otro hasta que hubo un silencio. –Debe estar recargando— se dijo. Otro estampido retumbó en la ciudad vacía. El diablo sonrió.

Escrito por Alejandro Guarino para la sección:

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