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Truco

Los azulejos de bordes cobrizos por el aceitoso ambiente, llenaban de color el ingreso a la cocina, desde donde llegaban los olores y ruidos del café. Larga la barra de madera vieja mordida por el paso del tiempo, coronada por botellas multicolores de exóticos licores en muestra de mejores épocas. Algunos trofeos absurdos, banderines de clubes olvidados, fotos amarillentas de jugadores con engominados peinados cubiertos de polvo, como todo lo demás. Era “El Ventarrón”, bar de forma piramidal en aquella intersección de tres esquinas, casi como en una metáfora del destino y sus caprichos.

En él coincidí con mi amigo Peca, conocido en el arrabal por su buena suerte. Sabida es su historia legendaria por lo que no he de ahondar en detalles innecesarios en este momento. Pensábamos que dicha auspiciosa fortuna sería una buena conjunción con mi habilidad de engañar, también digna de fama por el caserío, cuando vimos el cartel que anunciaba los jugosos premios del torneo de truco en aquella cantina. Me parece que fue ayer cuando estábamos parados sobre aquel charco viendo ese cartel bajo la luz agonizante del farol. Eso es así porque fue justo ayer. La luz caía libre para rebotar sobre la amplia frente de Peca que de medio lado trataba de leer a duras penas las enormes letras anunciantes. Dejé entonces mi interés en el papel y me fijé en sus gestos. Los labios móviles y el ceño que se fruncían como buscando enfocar. De pronto su mano izquierda acariciando su mentón de actor de cine yanqui. No sabe leer, le dije. Ni una palabra, me respondió. No se haga problema. Por aquellos días los amigos más cercanos nos tratábamos de usted. A esto se juega contando, le dije. Sabe contar, pregunté…Entonces movió su cabeza de pajizo pelo rubio, negando como niño culpable junto al balde volcado. Me pasé lo que quedó de aquella noche tratando de hacer entrar en aquella dura cabeza los abstractos conceptos de unidad, decena, una fracción, un dodecaedro, hasta que al fin con la llegada del sol le pude mostrar las reglas del juego. Así, le sorprendió la jerga utilizada para cada batida de aquel entretenimiento.

Estamos, le pregunté. Estamos, me afirmó seguro.

Encaramos a la puerta de “El Ventarrón” decididos a utilizar nuestras armas sabiendo que era lo único con lo que contábamos.

Seis horas. La ropa olía a puro sudor, a la sal de los maníes de cortesía y a las cañas que el dueño nos servía para mantenernos hidratados. Habíamos llegado a la final atendiendo a todas las parejas venidas desde las cuatro esquinas del arrabal. Pudimos descifrar las señas entre los ojos de vidrios, las sonrisas con dientes de oro y las escamosas pieles morenas mal afeitadas. A todos y cada uno les vencimos a base de nuestras artimañas. Suerte y verso. Nada más y nada menos. De esa forma, Peca pudo salir airoso de varios aprietos como por ejemplo cuando con sólo un cuatro de basto le cantó truco al Narigón Ordoñez y este al izar su ancho al grito de “Quiero”, se vio interrumpido por su hermano que en pie desde la puerta le dijo emocionado, tu esposa está dando a luz un varón. Entonces nuestro contrincante salió disparado como gargajo hacia su casilla. O la vez que viéndose acorralado en puntos no le quedó más que aceptar. Justo cuando al inservible doce de oro le ajusticiaba con certeza un tres de espadas y la carcajada de Jaime el carnicero del San Francisco se hacía oír contra las paredes manchadas, caía luego de bruces sobre la mesa presa de un fulminante infarto. Mientras arrastraban al cuerpo, nosotros avanzábamos de ronda. Lo que no podía la suerte de Peca, lo podían mis embustes. Envolvía rápidamente a mis rivales de manera que no se dieran cuenta de que nada poseía o al contrario. Por ejemplo, la vez en que el Colorado me cantó un sonoro treinta y dos y yo casi sin mover mis cejas le murmuré un treinta y tres han de ser mejores creo yo. La mano siguió casi sin importancia y las cartas fueron recogidas para volver al mazo sin ser mis puntos mostrados, por supuesto nunca tuve nada que mostrar. En una mano, un tanto apretada, el Chino Benegas lanzó una seña de La Hembra. Entonces me di cuenta. Él se dio cuenta de que me di cuenta y miró de nuevo a su compañero. Cambió la seña por otra como si eso fuese a cambiar el valor de su carta. Entonces yo le envié al compañero de Benegas una seña falsa. El Chino hace lo mismo. El compañero nos contestó con la seña del siete de oro, aunque creo que era falsa también. Peca me miró extrañado, igual nunca le llegué a enseñar las señas ahora que lo pienso. Así estuvimos un rato, haciéndonos gestos falsos como estúpidos a la vista atónita de todos los asistentes, tanto que el Chino terminó por confundirse y creyó que quién tenía La Hembra era yo. Al notar esto me apresuré y le tiré un truco ganador que él se urgió en rechazar sin espiar siquiera su mano, dándonos la victoria definitiva.

Y así llegó ese momento trascendental. La última de las partidas.

Que chica parecía la mesa. Los cuatro ocupando cada lado. De espaldas las cartas como confesando sus secretos de manoseados colores sólo a nuestros ojos, entre nuestros dedos sudorosos de firme pulso. Seca la boca que de vez en vez buscaba el alivio del agua ardiente o la agresión del tabaco. El humo que teñía de espeso gris todo alrededor por donde los curiosos se acomodan para espiar y comentar en voz baja por sobre nuestros hombros. A mi derecha, de voluminoso cuerpo maloliente se acomodaba Chiclana. Trabajaba en el trozadero de la calle Avellaneda y Belgrano. Larga y sucia barba gris que descendía hasta el pecho como mugrienta cascada de pelos hasta morir a la altura de la hebilla. No se sorprenda, usaba los pantalones muy arriba. Miraba haciendo gestos desproporcionados, al menos eso imaginaba yo tras tanto pelos, entre barba y cejas pobladas. En realidad, poco me importaban tantos detalles, la sensación de estar tan cerca de la gloria me enceguecía. Aquel premio excedía con creces en su propio valor, en verdad sólo me era meritorio el hecho de al fin ganar una en la puerca existencia llevada hasta aquel día. Al fin una revancha, una buena para mí. Una. Abandonado desde una temprana edad, me vi en la forzada senda del roce con la ilegalidad para poder sobrevivir en más de una ocasión. El estar ante aquella misma final era una nueva muestra. Así, junto a Peca, a base tan sólo de fortuna y embustes nos abrimos camino hasta aquella definición anhelada. Yo estaba en aquellas elucubraciones cuando descubrí el motivo de tales laberínticas reflexiones: el total desconocimiento de las bondades del jabón por parte de Chiclana estaba haciendo mella en mí subconsciente.

Nos acompañaba un tanguito algo alargado y mal usado por el paso de los años mientras esperábamos al segundo rival. Éste se encontraba haciendo uso de las instalaciones sanitarias que ofrecían los amplios patios del bar. La nube de tabaco y el gentío se hizo a un lado para darle el paso a la marcha extraña del Chueco. Sus piernas arqueadas daban extensos pasos mientras se acomodaba el manchado pantalón otrora gris de finas líneas blancas, creo. Grasiento pelo cano largo, peinado con raya para un costado. Unos sesenta o tal más, no lo sé. Aguileña nariz inquisidora como su mirada y un movimiento de labios danzarines en una boca desdentada. Dedos de fogonero curtidos en hollín y tiempo. Se sentó y de reojo me miró ensayando una sonrisa como saludo, no sé para qué si no tenía dientes. Lo miré como debía, como a un adversario en una arena romana en medio de los gritos y la sangre. Sus ojos celestes me observaron con extrañeza. Luego sólo volvió a lo suyo sin más.

Vamos, me dijo Peca frotando vigorosamente sus manos pálidas de gringo. Yo aún no podía terminar de manejar una extraña sensación que me dejaron aquellos ojos celestes del Chueco. No supe si era algo en su mirada o el hecho de que eran lo único que tenía limpio. Aún hoy me lo pregunto. Como fuera, sólo mi respuesta fue una simple “a” muy larga ante la arenga de mi compañero.

Parte el juego y las cartas a danzar sobre la mesa de maltratada madera en viejo barniz. Un par de puntos perdidos por dormidos. Luego nos recuperamos cuando los viejos se distrajeron ante el paso de la Francesita, la moza del bar. Peca me guiña el ojo izquierdo abogándose esa racha de suerte, imposible comprobar su autoría fehacientemente claro está. La partida continuó y ante la sorpresa de mi compañero dejo pasar un par de oportunidades para envolverlos en alguna treta que nos redituara algunos puntos fáciles.

Lo cierto es que no podía sacar de mi mente aquellos ojos. Entre mano y mano, los buscaba ya no con el afán de cazar alguna seña de aquel juego endemoniado, si no con el secreto fin de saber las razones de tal atracción. Cuán habrá sido mi obsesión que ya el Chueco mostraba signos de incomodidad al notar que persistentemente mi mirada buscaba sus ojos. En un principio giraba su rostro, disimulando. Luego, bajaba su mirada o la escondía tras las cartas, hasta que al fin comenzó él a buscar mis ojos y en un par de ocasiones me tiró unos guiños, con lo que comprobé que había llegado yo muy lejos.

Distraído como estaba ellos avanzaron fácilmente, pareciendo que la partida estaba perdida. Entonces, un puntapié de Peca me trajo dolorosamente a la realidad. Su gesto de qué está haciendo, se acompañó de un qué está haciendo muy claro. Luego comprendí que en mis cavilaciones estaba arrastrando a mi compañero de aventuras. Con la responsabilidad renovada emprendí con toda clase de embustes y estratagemas como por ejemplo “El Fantasma”, el cual consistía en señalar la espectral presencia a fin de llamar la atención de todos hacia un destino inexistente para cambiar de cartas ante la distracción de todos. Otro al que eché mano fue “El Mostro”. Metodológicamente parecido, sólo con diferencias en la figura sobrenatural referida pero asombrosamente con resultados satisfactorios similares.

De aquella forma nos acercamos en puntos en el marcador, mientras en el rostro de Peca se pintaba una colorada alegría de par en par. Yo no era menos también al ver que la distancia se había acortado gracias a mis estratagemas. Así, logramos empatar el partido.

La gente a nuestro alrededor se acercaba tanto en expectación que casi nos respiraba en nuestras espaldas. Nos felicitaban tocando nuestros hombros, las damas nos arrojaban besos y los hombres nos veían desde sus borracheras con admiración. Éramos inigualables por primera vez en nuestras vidas. Entonces, escuché en medio del tumulto del bar un tímido envido desde la desdentada boca del Chueco. Envido, dejé caer sin darme cuenta. Peca abrió sus ojos como nunca se los había visto abiertos. Es cierto. En realidad aquello había sido una pregunta, ante tanto ruido no había escuchado lo que el viejo había dicho. Real-envido soltó, creo que sin pensarlo, mientras me miraba fijo con sus ojos celestes. Otra vez esos ojos. Y entonces agregó una sonrisa. Una tenue y frágil sonrisa. Una que había visto yo antes alguna vez. Unos ojos y una sonrisa, ya empezaba yo a formar un rostro en mi mente.

Aún mis cartas descansaban en la mesa sin ser vistas mientras estaba absorto en su cara de viejo. Tan poco me importaba lo que pensaba el resto del bar, el arrabal entero o mi propio compañero Peca cuya mirada adivinaba fulminante de furia y sorpresa. Falta-envido creo que dije como si me confesara ante un cura. “Quierotreintaydos” dijo en una misma exhalación y me remató no sólo con el canto si no con su sonrisa de desdentado gesto.

Ya habían visto mis ojos esa mueca una vez, sólo que tras una manto de lágrimas. La imagen del rostro del hombre que hasta ese día llamara Papá.

Recuerdo sus ojos celestes entre lágrimas y una melancólica sonrisa mientras me besaba al despedirse. Un susurro en mi oído al decir algo así como es para bien, no sé, eso siempre ronda mi cabeza. Creo haberlo visto hacerse chiquito por la embarrada calle mientras de la mano de la monja yo le llamaba llorando. Años esperando este momento y ahora lo tenía enfrente otra vez. Y yo con mis cartas sobre las mesa sin saber su valor.

A la vista de todo un bar congelado y de un Peca siendo tranquilizado por algunos parroquianos, tomé con lentitud mis cartas. No era para menos, quien se llevara los puntos en juego se llevaba aquella partida infernal. Sin dejar de mirar a los ojos al Chueco que nunca dejó su sonrisa. Las abrí como un abanico de mugrientos colores y frente a mí las expuse sin aún sacar la cuenta. Pensé por un segundo en aquel hombre. En el que me dejó abandonado a mi suerte en el convento y se fue cuando murió mi madre. En cómo lo lloré noches enteras. En cómo me prometí llegar, sin saber a dónde, pero llegar. Y así aprendí el poder de la mentira. Del ardid y de sus provechos. Así incluso había llegado a él esa misma tarde, mintiendo.

Saqué la cuenta. Macho y un treinta y tres de espadas para los puntos, la mejor mano de mi vida. Imposible ser vencido.

Levanté mis ojos y lo miré largamente.

Yo no era diferente a él.

– Son buenas.

* Ilustración: Marcelo Marchese

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