/Tu sonrisa y tu mirada, mi más dulce deja vu

Tu sonrisa y tu mirada, mi más dulce deja vu

Era un día caluroso, esos que parecen quietos en la rutina obsoleta como hace años eran su habitué. Salió del banco, luego de una fila interminable de quejas y súplicas, de favores y trampas con indiferencias y desazones. La jubilación a decir verdad no era mucho, aunque tampoco era menos de lo que necesitaba.

Guardó el dinero hecho una bola en algún bolsillo del pantalón, bajó lentamente los escalones como pidiéndole permiso al tiempo. Algún alma desinteresada le abrió la puerta. Agradeció, pero no hubo respuesta. Se paró en la vereda, miró a una esquina luego a la otra, a pesar de la experiencia viajando en transporte público aún solía olvidar donde tomarlo. El sol lo encandilaba, se rascó su blanco cabello y recordó: “hacia allá” dijo apuntando al Sur. Casi de inmediato emprendió la paciente caminata por la artística calle España. A pesar de la buena salud que gozaba a sus 72 años, su cuerpo ya no era el mismo que antes, así que con la paciencia que su longevidad le daba caminó con el sol en la frente.

Esperó en un banco de la calle Montevideo la llegada de aquel transporte, achinando los ojos cada vez que alguno se asomaba por la esquina para intentar a la distancia ver si era el que lo llevaría a casa. Cuando lo vió doblar, se paró, le hizo señas para que se detuviera. Un joven le cedió el paso y subió. Amablemente una hermosa jovencita le otorgó su asiento, al verla se quedó atónito, vio en ella la viva imagen de ese amor que dejó ir aquella vez en que decidió creer en lo que sus pares le dijeron “Es imposible, déjala ir”, “Ya tendrás otras”, “Es pasajero, no te preocupes”

-Siéntese señor yo puedo ir de pié- dijo amablemente la jovencita mientras lo interrumpía en su tormenta de recuerdos.

Se sentó y ella se ubicó unos pasos más adelante, aferrada a un agarre para así disuadir los engañosos y bruscos movimientos que hacía el micro.

No dejaba de mirarla; su sonrisa al cederle el asiento no dejó una parte de su semblante sin inmutar, su corazón galopaba como hacía años no lo había hecho, sentía su juventud retornar como un tren a la estación.

El azar hizo que sus miradas se cruzaran y se dibujó en su mente los ojos y la dulce mirada de aquel amor. Ya casi estaba completo su recuerdo, tenía su sonrisa pícara, sus ojos verdes pero algo faltaba…

Casi como una avalancha, su perfume y la suavidad de su piel vinieron de algún lugar de su mente, allí estaba de nuevo. Unas lágrimas corrieron por las marcas que el tiempo le había dejado. Se quedó pensando que había sido de la vida de aquella mujer, aquella que se grabó a fuego en su pecho y lo dejó detenido para siempre en esa primavera de algún lejano año, en el cual ya no importaba reparar.

La jovencita, viendo que aquel bonachón anciano pasó de mirarla atentamente a soltar unas lágrimas, se le acercó y le preguntó:

-¿Se encuentra bien?

Quiso responder pero no pudo. Aquel dulce escenario de esquizofrenia lo había tomado por completo. Sentía la suave mano del recuerdo en su pecho, no apretaba ni lo asfixiaba, pero era suficiente para quitarle la voz. Asintió casi resignado a hablar, cerró los ojos apretando sus pestañas intentando de alguna manera abandonar ese recuerdo. Siempre nadó contra la corriente y esta vez ni siquiera podía meterse al agua. El nudo en su garganta se agrandó y de repente aquel recuerdo lo acarició suavemente en su mejilla. Después de 19 días y 500 noches volvió a sentir una paz inconmensurable. No la había olvidado, había encontrado más de cien motivos para no olvidar a esa que reía como llora Chavela, había quedado en algún lugar del boulevard de los sueños rotos agazapada esperando su oportunidad. ¿Cuánto la quiso o cuanto la quiere aún? Ya no había diferencia alguna, a decir verdad jamás la hubo.

Se puso de pié, su destino se acercaba, y antes de dar el primer paso miró a la jovencita una vez más y con su voz entre cortada le dijo:

-Gracias-.

Una palabra que escondía miles de sentimientos, de recuerdos, encubría años y noches de nostalgia, escondía cientos de atardeceres y de lunas llenas. Bajó entonces de aquel transporte sin entender si había sido un sueño o un deja vu. Sin distinguir lo real de lo que no lo era, solo deseaba que fuera eterno ese recuerdo.

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