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Tus tres cuentos cortos

Marioneta de rapiña

Marioneta acecha sobre el techo de lata. Hambrienta espera. Psicópata, paciente y perniciosa; naranja y amarilla a rombos; nariz cónica y ojos rojos siempre abiertos, como demonio insomne.

En derredor árboles laxos y campos con vacas de hule arrastradas por el viento. Una casa amarilla. El cielo gris, azul y violeta gotea. El sol brilla por su ausencia.

Marioneta pantera, con pupilas muertas, soñando que están vivas. Un calambre traicionero molesta la paciencia. Las tripas gruñen, las tripas piden silencio, las tripas mandan. La quietud es parte de la sorpresa.

Abajo un par de gallinas confusas  salen del gallinero, revoloteando y buscando un grano de maíz ulterior. Momento oportuno. Un salto atroz desde el techo de lata; luego un amasijo indescifrable de plumas, sangre, carne y madera. Durante un segundo la acción de la cacería queda detenida en el tiempo, se congela, se muestra el vértigo en un cuadro. Marioneta sonríe entre el estupor de la sangre y de la urgencia por la vida que se apaga. La resistencia dura un par de segundos y las gallinas yacen con el pescuezo roto, convulsionando. Sin poder aguantar el impulso, marioneta lame un poco de sangre y tierra del piso.

Pasos apresurados, ladridos babeantes y la inminencia de una escopeta. Marioneta alerta. Con un esfuerzo supremo se cuelga las aves al hombro y comienza a trepar la tela de metal. Cada vez mas cerca el peligro de un perdigón. El final de la tela y luego arrojarse al vacío, con los animales al hombro en un esfuerzo desgarrador. Una de las gallinas, suspira  y muere antes de llegar al piso.

Marioneta escapa, victoriosa y satisfecha.

Su dueño no podrá explicarse la sangre y las plumas dentro de la valija en donde la guarda.

 El crimen perfecto

Fue una masacre silenciosa. En apariencia esperaron que el dueño saliera de la casa y entraron por la puerta, sospechosamente abierta, dijeron las pesquisas. Y se comenzó la brutal tarea.

Como preludio, a los muebles,les hicieron surcos y filigranas. Escribieron groserías y jugaron al ahorcado con una palabra que no existe. Al helecho le cortaron el pescuezo como si fuese un cerdo. En la alfombra persa, comprada en los turcos, cartografiaron el desierto de Atacama, inclusive el detalle de una flor blanca, germinando en una duna. Luego se ensañaron con las fotos colgadas de la pared, sobre la chimenea: estela en las sierras de córdoba, en sepia. Estela, muy seria, sentada bajo un álamo ignoto, en blanco y negro. Estela en Pinamar, de malla enteriza verde; ese día había llovido, pero ella se empecinó en ir, esa en colores con la Polaroid. Estela de gala, en la noche de los diplomas, sobre expuesta. En un rincón estaba la botella de cristal con licor de menta, agonizando. Los libros despanzurrados, en especial los de Verne y Poe, con hemorragias de palabras y una confusión irreparable de  ideas, puntos y comas. La Magical Mystery Tour y el Concierto de Aranjuez, envueltos en un abrazo ulterior, bajo el tocadiscos, con los ojos abiertos y las pupilas vacías.

Fue lo peor que pudieron hacer, matarle los recuerdos; según el propio testimonio que el dueño brindó a la policía.

Los investigadores centraron su atención sobre él, dudando de su frialdad, de su mirada  aliviada. Pero poco pudieron hacer sin mayores pruebas que la de su actitud. Solo se quedaron con su recelo, para morderlo en sueños, y verlo partir silbando entre dientes, con las manos en los bolsillos y pateando una piedra anónima por la vereda flanqueada de margaritas y madreselvas. Nunca más apareció, pero se sabe que aún está sonriendo.

Como si fuera una mosca

Entre las calles de San José había una en especial que me molestaba, atrozmente. Me servia de atajo para llegar más rápido a la terminal de buses, cuando volvía del correo central; pero era una subida grande, muy empinada. Siempre el dilema: caminar seis cuadras, o subir esa, casi de rodillas. Cualquiera de las dos opciones era demasiado esfuerzo, pero invariablemente siempre elegía la que en ese momento era la peor opción. Si caminaba las seis cuadras me entretenía con un enano malabarista que hacia pruebas y piruetas con nubes y llegaba tarde y se me iba el bus. Si subía por la cuesta me topaba con una manifestación de escarabajos socialistas que venia de bajada, con el mismo resultado. Siempre algo desopilante e inverosímil me hacia arrepentir por el camino tomado. Entonces comencé a buscar indicios, señales que me indicaran cual tomar; seguir a una mariposa borracha o a un jorobado melancólico, por ejemplo. En la altura, al final de la cuesta, vi un punto verde, indefinido, sin nada más en particular que ser un punto verde, que me hizo decidir por la subida.

Llovía, siempre llovía, nunca dejaba de hacerlo. Llovía días seguidos. De noche la luna se mojaba y pedía entrar rascando la puerta. Llovía, por favor como llovía. Por la calle corría una catarata. Cuando pasaba un vehículo una ola crecía hasta llegar a las veredas y amenazaba con entrar a los negocios. Los paraguas manejaban a la gente, les restaban decisión, metiéndolos en un sueño de ojos abiertos. Eran paraguas ambulantes, con voluntad y vileza de paraguas, con seres humanos como esclavos.

Empecé a subir usando mis técnicas secretas para esquivar gente y adivinar donde caía menos agua. Una iguana naranja bajo por una pared entre gris y ocre, miro la lluvia y se escabullo por una grieta en el piso. A pesar de la confusión de distancias y paraguas ambulantes no perdí de vista el punto verde, que a medida que me acercaba se me fue revelando una persona con el torso desnudo y descalzo, que usaba una falda de mujer, mi punto verde misterioso.

Un mendigo, un invisible. Un hombre de unos 60 años, facciones finas y ojos inundados de alcohol medicinal rebajado con agua, para que no haga toser. A pesar de que era calvo los pelos blancos le caían a mitad de la espalda. El agua le escurría por el cuerpo, pero no lo lavaba, si lograba conmoverle un poco la suciedad. Entonces le extendía tatuajes móviles y orgánicos, figuras que sobre la piel convulsionaban, renovándose a cada instante, a cada gota. Al principio no pude ver que estaba haciendo, los paraguas ambulantes conspiraban, siempre lo hacían. Luego vi que leía mientras declamaba. Sostenía un libro con una mano y con la otra marcaba la importancia de lo que estaba diciendo. Mientras me acercaba escuché que no leía en español, sino en francés. A pesar de que desconozco cualquier característica del idioma me sonó fluido, hermoso, con la cadencia exacta.

Las palabras salían de su boca, corrieron entre la lluvia, le acariciaron la cabeza a la iguana naranja y aporrearon a los paraguas ambulantes; bailaron con las mariposas borrachas y saludaron al enano de los malabares. De curioso, sin detenerme, cuando pase a su lado me fije en lo que leía. Era un libro rojo, con ribetes dorados. Un volumen viejo, grueso de letra chica y papel de seda, se presentía que era seda. De a poco iba desapareciendo con tanta agua. En la portada alcance a leer Fiódor Dost… el resto del nombre no lo descifre por el movimiento, pero la obviedad grita y clama quién era el autor, cual obra no sé. Doble la esquina y las palabras desconocidas me fueron haciendo cosquillas en la nuca. La voz empezó a llorar. Seguí caminando hasta que deje de escucharlo. Nunca más lo vi.

Ahora, cuando llueve, en donde quiera que este, tengo que espantar una palabra en francés de mi cara, como si fuera una mosca.

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