/Un Aleph en los campos de batalla

Un Aleph en los campos de batalla

Media hora después de abandonar el campamento, el legionario encontró un claro en el  bosque. Cierto desasosiego lo llevó a alejarse del tumulto posterior a la batalla. Demasiada sangre.

Tiró el arma y el escudo. Así como la armadura  y el yelmo. También dejó sobre una piedra el bulto con las cosas que había rescatado de su tienda.

Se sentó en una roca, que formaba un círculo de más o menos dos metros. Con los leños que había juntado prendió un fuego.  Y mientras las llamas tomaban fuerza, se echó un trago del vino agrio que cargaba en un odre viejo.

Lo que no sabía aquel soldado romano de aquel lugar es que era un nexo. Un Aleph. Toda la historia de la humanidad tenía acceso a él. Un sortilegio en el lejano futuro lo había abierto, y permaneció silencioso hasta ahora. Tampoco intuyó el simple cerebro del guerrero que al prender un fuego transformaría un inexplorado lugar en un Hogar.

En eso llegó un soldado americano del siglo XX. Ninguno entendió nada, pero el profundo cansancio de meses de combate los llevó a aceptar la situación. Se sentó y apoyó la mochila en el piso. Sacó una valiosísima botella de cerveza, envuelta en una bandera.  La abrió, tomó un trago y le ofreció al romano.

– ¿ Quiere probar? Es cerveza.

Intercambiaron líquidos. El que el lenguaje fuera aparentemente el mismo no sorprendió al soldado, pero si al romano.

El sopor del alcohol suavizó un poco la suspicacia y luego de mirar las llamas unos segundos, un suspiro anticipó sus palabras el americano se expresó

– Realmente quisiera entender que lo que hago vale la pena.

– Yo también siento esa tristeza. La batalla duró mucho, y esa ciudadela germana resistió hombre a hombre. No quise participar en el saqueo.

La pregunta  ¿por qué luchamos?  la hicieron juntos. El sortilegio comenzó a surgir efecto. O quizás el alcohol. Ambos miraron el cielo, pletórico de estrellas. Sin luna. Y el silencio. Ni siquiera una brisa que moviera los árboles.

– Roma –dijo el legionario. – mi casa, mi familia. La república. Una mujer y tres hijos que me esperan en una casa de mi pueblo.

– La patria. América. Y una bella rubia con la que me casé antes de embarcarme.

– Me reclutaron en Roma, otros miembros del ejército. Alguien prometió parte del botín. Podré asegurar mi legado. Que mis hijos y sus hijos tengan buenas mujeres. Compraré una finca en Hispania.

– La libertad – dijo el americano. El romano no entendió. –En mi patria, la libertad es valiosa. Y un enemigo la amenaza. Hogares como el que espero formar están amenazados.

Se produjo un silencio que en sus cabezas estuvo plagado de añoranzas. Una disociación entre lo que querían y protegían, y el lugar donde lo defendían. Allá lejos el agradable calor del hogar, y aquí una desolación. Por eso el fuego reconfortaba. Un gesto que había acompañado a l ser humano desde más allá de la edad de piedra.

Ninguno de los dos notó la presencia de un casi adolescente en frente de ellos, a tres o cuatro metros de la fogata. Vestía un mono verde metalizado. Se trataba de un piloto de drones del siglo XXI.

– ¿No tenían sueños? – preguntó.

Lo miraron desconcertados.

– Yo los tenía, pero me estaba por casar, y mi familia me obligó a incorporarme. Mi experiencia en juegos de combate me puso en mi puesto. Pero la base la van moviendo cerca de los frentes de batalla. Hace meses ya.

Se acercó a la fogata, y de un bolsillo sacó un cigarrillo de marihuana. Lo prendió. El acido olor les golpeó el cerebro a los otros dos. Les ofreció pero rechazaron.

Los tres compartían el fuego. Compartían la sensación de hogar. Entonces los hilos de la historia se tensaron, y sin que ellos supieron de donde ni como, un mujer joven, con un bebé varón en brazos apareció de pié junto a ellos. Estaba enfadada.

Segundos esperaron cómo buenos caballeros que hablara. Y habló:

– No tendrían que haber abandonado su lugar. Su pequeño aporte postergó la llegada de la paz definitiva al mundo por varios siglos más. Ustedes saben que el deber del soldado es ponerse su corazón, entre el frío de la batalla y el fuego del hogar. Gracias a que encendieron este fuego, pude verlos en mi lejano futuro. Y hacia aquí vine. Mi ciudad, junto con millones de almas arden con los fuegos de quienes amenazan la humanidad, que al encontrarse dividida, no pudo enfrentar la gran amenaza.

– No pretendimos romper nada –dijo el americano. El romano contemplaba con la culpa haciendo fuerza en su corazón. Juntaba sus cosas. El adolescente tiraba el cigarrillo a la fogata y se ponía de pié. Mientras juntaban sus cosas, el legionario y el soldado se miraron cómplices y omitieron devolverse los líquidos. El sutil mecanismo les hizo comprender que retener esos objetos, tenía un valor mayor al mero vicio.

En el silencio de la soledad, la mujer sintió que la tristeza y el limbo se mezclaban en sus entrañas a medida que el bebé se desvanecía. Una mano anciana se le posó en el hombro.

– ¿Hice bien? –preguntó la joven.

– Si hija. Estos machos imbéciles nunca entenderán que una línea genética los unía.

– Eran valientes – dijo la joven añorando algo que en su memoria había desaparecido, como un oscuro deja vú.

– Por eso eran peligrosos. Ahora morirán en combate. Sus sueños los llevarían a que no se extinguiera el gen del valor. Y tú disfrutarás de los dóciles esclavos serviles de nuestro tiempo.

Se dieron vuelta y emprendieron el regreso a su tiempo. El cielo mutaba al rojo oscuro.

–  Dejaré un par de guardianas para que el que encendió este nexo no vengan a apagar el fuego y se pierda de nuestra visión – murmuró la anciana.