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Una historia de suspenso: Sentidos en letargo

El dolor punzante que sentía en mi costado derecho casi no me dejaba conducir. Eso sumado a la torrencial lluvia y a la sangre que manaba incesantemente hacían que aquel día no haya sido precisamente mi día.

Mi socio, o lo que queda de él, descansa en paz en el asiento de atrás, el me había advertido lo del golpe. Me dijo que era arriesgado pero logré convencerlo que la plata en juego era mucha y suficiente para ambos y nuestras familias. Al fin y al cabo era plata tan sucia que ni siquiera podíamos haberla llamado plata mal habida.

Sus ex- dueños eran lacras más asquerosas que los gusanos que pronto se alimentarían de mi desdichado amigo en el lecho de su tumba. Esas lacras de seguro extrañarían el dinero, sin embargo no podían acudir a la policía ya que ésta los tenía en la mira desde hacía unos cuantos años.

El dolor no afloja su tormento y aleja mi mente del divague. Hace que me incline hacia un costado, mientras que con la mano intento detener la hemorragia que hay en mi vientre. Trato de mantener el auto derecho. Faltan solo unos 10 km hasta el próximo pueblo, pero no puedo llegar con un muerto en el asiento de atrás. Debo parar y enterrarlo, o a lo sumo esconderlo. Si…, esconderlo sería lo más apropiado, eso me daría algo más de tiempo sin que se me salgan las vísceras antes de llegar al hospital.

Al fin un árbol al costado de la ruta. No sé cómo pude verlo si el limpiaparabrisas apenas podía con el condenado diluvio y  las luces eran solo un accesorio más sobre la ruta. Detengo el auto bajo la gran copa del árbol. Me bajo con la dificultad de los condenados y abro la puerta de atrás del coche.  La mitad del cuerpo de mi amigo cae y queda colgando con un brazo hacia afuera. Es de ese brazo laxo, sin vida con el que tiro con fuerza hacia el exterior. Repentinamente una perversa ráfaga de viento cierra la puerta abierta cortando carne, músculos y tendones muertos. El  sobresalto me tira hacia atrás dejándome el brazo cortado de mi amigo sobre mi pecho. Espantado y horrorizado, me aparté como pude del brazo seccionado. Vomité con asco. La puerta no había alcanzado a cerrarse del todo, pues la cabeza semi-abierta del muerto lo había impedido. La sustancia gelatinosa que manaba de su cabeza me hizo vomitar lo poco que me quedaba. Para coronar aquella barbarie visual un destello de la luz se reflejó en la pulserilla dorada del brazo mutilado.

La feroz puntada abdominal me hizo recordar que me quedaba poco tiempo, así que en cuestión de segundos bajé el cadáver y  reuní las partes del mismo. Decidí que lo mejor era enterrarlo ahí, la tierra estaba húmeda y casi barrosa; pensé que eso haría más fácil mi trabajo. Y comencé a cavar.  Al cabo de un rato cavando mis manos palpan lo inimaginable, ¡una extremidad humana!  Un destello de luz se reflejó en la pulserilla dorada ¡Era la misma pulsera del cadáver de mi amigo!  Un perro babeante hace su aparición y me muestra los colmillos empapados por la lluvia. Gruñía,  a punto de atacar y el dolor en mi costado transformaba lo intenso del momento en confuso. Temeroso, no aguanté más y solté un grito de pánico. Como una plegaria, como suplicando el perdón. Me incorporé como pude y emprendí mi loca huida hacia el bosque. Solo pude dar 3 trancos hasta estrellar mi nariz contra un auto estacionado detrás del árbol.

Lo extraño de ese auto es que me resultaba por demás familiar.  Me acerco lo suficiente y a través de la ventanilla me veo dentro de él con los ojos perdidos y mis tripas en la mano. No me había dado cuenta que ya llevaba una hora de muerto.

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