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Una Noche en la Ciudad

La noche acababa de llegar, y el albor solitario del bar me descubrió en la centro de la ciudad. Sentado solo en el medio del salón, sosteniendo un vaso de cerveza fría y transpirada entre mis dedos, aguardando por ella.

Fue en una charla de amigos en que me la presentaron. Me dijeron que era de otro planeta o algo así. Que noche tras noche se subía al escenario y de lo más profundo de su garganta, dejaba escapar una voz extrasensorial. Una voz que podía causar envidia a todos los ángeles del cielo. Me contaron que cantaba acompañada de una banda de jazz desgarradora; y que era un diamante en bruto, pues toda la presentación transcurría en un bar de mala muerte, en el centro de la ciudad, donde el público era contado con los dedos de la mano.

Como gran amante de la música, decidí internarme en los fulgores de una subterránea cultura citadina. Esos fulgores que quemaron mi alma en aquella pasada juventud.

La misteriosa mujer se hacía de rogar. La banda estaba entrando en calor hacia prácticamente media hora, y no había ni pistas de ella. Solo el murmullo de escasas personas corrompía el jazz que los instrumentos emitían.

Mi vaso casi medio vacio la vio acercarse al escenario. Irradiaba una luz propia, como si su tenue luminosidad, fuese todo lo necesario para que la escena brillara por sí sola. Nos saludo a todos los presentes con un simple “Buenas Noches”; y sin siquiera calentar la garganta, rompió los murmullos con su canto.

Su canto… ¿Puede alguien explicar el origen de los cantos de las sirenas? ¿Puede alguien romper acaso con esa mitología? Entonces no piensen que pueda yo explicarles lo que su garganta emitía. Era, como decían mis amigos, algo totalmente extrasensorial. La música entraba por los oídos, viajaba rápido al cerebro, y liberaba litros y litros de emociones que viajaban por las venas hasta desgarrarnos cada órgano vivo. Quedábamos, literalmente, adormecidos.

La actuación duró no se cuanto tiempo. Uno pierde la noción cuando el cuerpo se encuentra en la forma en la que ella nos dejaba. Lo único que sentí eran ganas de volverla a escuchar. Cuanto antes mejor. Era una droga, y apenas la conocí, me di cuenta que era difícil de ser dejada. Lo noté en los huéspedes del bar que solo estaban ahí por ella. Y agradecí que aún existan los fulgores de la cultura subterránea, porque nadie había corrompido a esta artista. Era buena porque era pura. Porque a través del arte se liberaba y nada más.

En el centro de la ciudad, noche tras noche espero que se presente en el escenario de aquel bar. Caí con su canto, con su simpleza. Caí bajo los efectos de su droga y sin darme cuenta, era un adicto más. 

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