/Una venta y un castigo I Parte 2

Una venta y un castigo I Parte 2

Esta es la historia de Felipe, un mendocino que vive del trabajo de su tierra, que ahora esta perdido en la angustia y desesperación. Todo por una venta, la primera parte.

Parte 2: Un Castigo

El invierno fue duro, lleno de trabajo, espera y escasez, pero pasó dándole lugar a la tan esperada primavera. Los brotes crecieron y las hojas verdes cambiaron el paisaje gris y agreste del pasado frio.

Parecía un milagro, corría el agua por los canales y las plantas crecían haciendo parecer que nada había pasado. Felipe si lo sabía, sabía que esas ramas cargadas de frutos eran las más caras de su vida.

Llegó la cosecha, consiguió un buen trato por ella y alcanzó a saldar la deuda, al menos la monetaria. Se empezó a hablar de futuro de nuevo en la casa, de estudios y de cómo el último médico había mejorado la salud de Daniela.

Todo prometía prosperidad, casi se habían olvidado las antiguas deudas, hasta que una noche durmiendo en su cama Felipe escuchó esa voz que lo llamaba, que nunca iba a poder olvidar, la de esa noche tan desesperada. Con el corazón en la boca, pero lo suficientemente sigiloso para no despertar a Daniela, se dio vuelta en la cama.

Sentado en la silla de totora, que usaban para colgar la ropa ya usada, se encontraba el ya no tan desconocido, pero con distintas ropas, mucho más elegante porque ya no le preocupaba guardar las formas.

– Buenas noches, veo que todo ha salido bien, es momento de cobrar mi parte – dijo sin titubeos.

– Soy un hombre de palabra, llévatela, pero bajé la voz que están todos durmiendo – contestó Felipe, que ya sabiéndose condenado no quería que su familia lo supiera.

– No te preocupes, nadie nos escucha, además hay intereses…

– ¿Qué? Acordamos un trato, esta es mi parte.

Risueño y suspirando, el cobrador contestó:

– ¿Me estas pidiendo a mi honestidad? No me quiero reír en tu cara pero la verdad que sos bastante estúpido. No voy a perder más tiempo y te voy a cobrar, saca a tu familia de la casa ya.

Se dio vuelta y despertó a su mujer, a los empujones y gritos de que no pida explicaciones la llevó a la habitación de los muchachos. Todos despiertos y sin entender nada, salieron de la casa a los empujones. Una vez que estaban en el comienzo del camino de tierra que daba a la calle Felipe dio la vuelta.

Sobre la puerta de la casa lo esperaba tranquilamente su colector, recostado sobre uno de los marcos de la puerta. En su mano había un encendedor de esos viejos a mecha, y mientras jugaba con él mirada a su deudor caminar decidido hacia él.

Amablemente se corrió e hizo seña de que pase, le indicó una silla de totora, similar a la de la habitación, tan inflamable como esa, dejando caer prendido el encendedor y develó:

– Muy bien, ahora nos vamos a ir los dos.

– Pero mi vida no, mi casa…

– ¿Creíste que me conformaría con tu pobre alma? Aparte me gusta ver arder, el olor a la carne quemada me recuerda a mi casa…

El suelo de tablas prendió de inmediato, las paredes de adobe no tanto pero el techo fue el mismísimo infierno cayendo a pedazos. En la esquina encerrado quedaba Felipe, iba a morir quemado o asfixiado, avergonzado por lo que había hecho miro el pequeño altar que estaba del otro lado de la habitación, en el medio estaba la Virgencita de Lourdes, sabiendo que estaba perdido, que no se podía encomendar al Señor, pidió por su familia y suspiró.

La finca quedaba lejos, los camioncitos que cargan agua demoraron en llegar, los vecinos intentaron bajar las llamas pero eran tan bravas que nadie se atrevió a entrar. Para cuando llego la ayuda la casa era un montón de restos carbonizados. Daniela desesperada comenzó a revolverlos hasta que encontró los despojos de su marido, quemado pero algo vivo.

La recuperación fue larga y costosa, su mujer y sus hijos se turnaban para cuidar lo que quedaba de su padre, trabajar y estudiar. El más grande se hizo maña con un oficio, montando un taller en la casa, que intentaron rearmar y poniéndose a cargo de lo que con sus recién dieciocho años podía afrontar.

Así fue que pasaron un par de meses, los rumores y chusmeríos que llenaron las bocas de todos, aduciendo que Felipe estaba loco, que tal vez era un asesino, desquiciado y vaya a saber cuántas cosas más, se iban apagando o dejaban de importar.

Daniela le rezaba el rosario y hacia qué cuanto cura pasara lo fuera a visitar. Así fue que el día que el medio muerto despertó ahí estaba su mujer rezando con el párroco. Todos estaban felices menos él, que no entendía que había sucedido, si había sido real y que en adelante quedaría marcado por cicatrices en todo el cuerpo y rostro, y una dificultad para trabajar.

Una de esas tardes de su recuperación y aprovechando el instante que estaba sólo el párroco se acercó, le preguntó si quería el sacramento de la sagrada Confesión. Felipe, hombre no instruido pero tampoco bruto, preguntó:

– Con él, si yo le cuento cosas, usted no se las puede decir a nadie ¿verdad?

– Así es hijo, quédese tranquilo que no hay ningún pecado por inventar, por ende no me voy a escandalizar.

En parte tenía razón, no es la primera vez en la historia de la humanidad que el hombre cede ante la tentación, es más nuestro mismo origen de Adán y Eva está marcado por la debilidad humana. Por otra parte no esperaba el relato que entre, idas y vueltas, dudas, tristeza y desesperación, contó ese pobre pecador en confesión.

– Ya no sé qué pensar padre, no sé porque estoy acá, mi deuda…-y el llanto brotó después de tal desahogo.

El sacerdote, que debió sentarse al final de la cama, estupefacto apoyó gentilmente su mano en el hombro quemado y vendado de su confesado, después de unos segundos, encontró la respuesta:

– Mire, usted le pidió a Nuestra Señora en el último minuto por su familia, siempre por su familia. Y ellos lo necesitan, usted es parte fundamental de ella…

– ¿Y mi alma? ¿Cómo voy a ayudarlos sin alma? ¿Acaso ahora soy un animal? – interrumpió desesperado.

– No mijo, no crea una mentira tan grande, mas tomándola de quien viene, su alma es suya con el libre albedrío, haga usted su destino.

Esta historia me la contaba mi abuelo, una y otra vez, enseñándome que el diablo solo dispone si uno quiere, que nada está escrito y sólo nosotros somos protagonistas de nuestro propio destino.

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