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Una venta y un castigo I Parte 1

Parte 1: Una Venta

La vida en la finca siempre transcurre con tranquilidad, el tiempo lo marca el día, cuando trabajar y cuando descansar. Las casas se ubican a una considerable distancia, pero como es costumbre, sobre todo en Mendoza, siguen un camino hacia adentro, rodeada de álamos para cubrir del viento.

Rodeada de algunos árboles de diversas especies pero frondoso follaje se encuentra la casa, cubierta con la sombra de los mismos de todas maneras dispone de un parral de uva y muchas macetas. Una construcción de adobe, techo de chapa y madera, de tono humilde pero firme y con el toque de hogar que no falta.

En una de esas vive Felipe, marido de Daniela, padre de dos bellos niños de 12 y 17 años. Creció en esas tierras, las trabajó con sus manos, año tras año, cosecha tras cosecha, esperando un milagro, ese que saque a sus hijos de la pobreza y la tierra.

Esperaba que ese fuera su año, invirtió con la esperanza de ver crecer lo invertido: poda, abonos, fumigaciones, noches en vela peleando con la helada. Sólo faltaba pasar el verano, y todo el que vive en este lado de la cordillera sabe lo que trae el calor y las tormentas eléctricas.

Así fue que una noche comenzó el viento, fuerte y sin piedad mecía las ramas llenas de frutos. Daniela rezaba y prendía velas a la Virgen, en sus ruegos sólo estaba la cosecha. Felipe miraba por la ventana las nubes negras, que se enroscaban, subían y bajaban.

Cualquiera que conozca algo del campo y sus mañas sabía que nada bueno podía esperarse en esa madrugada, la mujer habiendo hecho todo lo que había en su poder ante semejante situación acostó a los niños y luego se dirigió ella misma a la cama, aunque le costara conciliar el sueño.

Felipe seguía estoico en la ventana, cayó el primer pedrusco, se lo vió en el medio del cielo, el tamaño del mismo podría haber hecho suponer a cualquiera que era hasta un meteorito. Su rostro inmutable miraba fijo, mientras sentía que se le cerraba el pecho, y comenzó el desastre.

El cielo parecía un infierno blanco, la tormenta furiosa dejaba ver toda su crueldad sobre esas tierras trabajadas. Parecía que alguien con saña apuntaba sobre las plantas más lindas, tal vez asi era porque, más tarde, se sabría que de toda el área esa sería la plantación más afectada, adjetivo que queda corto ante semejante desastre.

Daniela, que ante semejante ruido, los sórdidos golpes en las chapas, se levantó y abrazó fuertemente por la espalda a su marido. Sabía que no solo se jugaba su futuro material en ese momento, era una caída sin retorno para él y su orgullo.

Cuándo menguó la tormenta, aún no amanecía, mando a dormir a su esposa y salió a ver los daños. Sabiendo que ya no había nada que hacer y que los esperaría un durísimo invierno, no quería que lo vieran desesperado. Bien lejos de la casa, liberó sus instintos y sentimientos, descargándolos sobre una fina y triste rama que solía ser una bella y cargada planta de duraznos.

Habiéndola destruido y con las manos lastimadas, cayó de rodillas rendido en cuerpo y alma a llorar. Tapo su cara con las manos, como hace todo desesperado, y dejó correr las lágrimas.

Rendirse de esa manera, y la desesperación a flor de piel es la mezcla perfecta para atraer la desgracia y peores males. Así fue que entre las filas se oyeron pasos, firmes y seguros, que se dirigían a donde estaba el pobre finquero desahuciado.

– ¿Hombre que le pasa?

Le dijo cuando estaba lo suficientemente cerca como para tomarlo del hombro. Cuando Felipe levantó la mirada extrañado se encontró con un perfecto desconocido, alto y de cabellos negros, con vestimenta normal pero muy prolijo, tenía un buen semblante y una mirada extrañamente compasiva. Avergonzado trato de incorporarse pero fue en vano, los ojos hinchados y las manos lastimadas no desaparecen de un momento a otro.

– Disculpe, ¿qué hace usted acá? Aunque ya no quede nada, esta es mi propiedad – dijo tratando de mantener un poco de la dignidad.

– No se preocupe, vi su desesperación y no pude resistir acercarme, tal vez podría ayudarlo de alguna manera…

– ¿Qué puede hacer usted por mí? Lo he perdido todo, mi mujer no sabe que hipotequé todo por esta cosecha – erróneamente pensó que era oportunidad para algún tipo de desahogo.

El hombre sonrió, con esas muecas de suspicacia y satisfacción, ayudó a incorporarse de manera definitiva al triste hombre y con una seña lo invitó a acompañarlo. Caminaron entre las filas, mientras continuó el diálogo:

– Usted debe saber que no todo está perdido, yo puedo ayudarlo, siempre queda algo…

Felipe comenzó a recordar las historias de su padre, de su abuelo y de todas las cosas que escuchó de niño.

– ¿Qué quiere? Usted no está siendo del todo honesto, nadie hace nada gratis por un desconocido… – interrumpió Felipe.

– Disculpe, no he querido faltarle el respeto, creo que sabe quien soy…

– Difícilmente puedo creerlo – dijo convencido como todo hombre práctico y creyente sólo del trabajo y del día a día.

– Muy bien déjeme decirle que le espera la desgracia, después de esta tormenta…

Así comenzó una trágica descripción del devenir que le esperaba al ya desdichado labrador. El desconocido le dijo que la tos de su mujer no era una zoncera como ella decía, en parte lo era pero no tendría los recursos para curarla, su salud flaquearía y lo dejaría solo con sus hijos. Que trabajarían de sol a sol, con las manos ajadas cuando podrían haber ido a la cuidad a concretar sus secretos deseos de estudiar y tener una vida profesional, abogado el mayor, escribano el menor, esas grandes carreras que se desarrollan en lugares cómodos son las que aspiran y luchan por conseguir aquellos que han sabido tener el calor abrasador del verano en su frente y el frio del invierno cortando las manos.

Felipe sabiendo en presencia de quién estaba, sintiéndose egoísta pero notándose casi ausente del relato se atrevió a preguntar: ¿y yo?

El semblante, del ya no tan desconocido, comenzaba a llenarse de satisfacción y le dijo:

– Usted…usted no será más que la sombra del hombre que es, la pérdida de su mujer, el alcohol y los vicios, lo convertirán en un montón de desdicha que recaerá sobre la ya desdichada vida de sus hijos.

Antes de que terminara la noche el trato estaba hecho.

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