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Unos meses en cautiverio

Las casas de los abuelos tienen esa particularidad de mezclar el respeto de lo ajeno con la familiaridad absoluta, un hogar fuera del hogar.

Reconocí su casa, el pequeño living de la entrada en el que a duras penas entraban los sillones y una mesa ratona, con la abertura a la izquierda al fondo que da a otra pequeña habitación que era el comedor.

No se encontraban ni mi abuelo, ni mi abuela, me recibió una de mis tías abuelas, me hizo pasar amablemente, nos sentamos en el comedor y preparó el mate. Después de unos empalagosos y lavados matecitos, me pidió un favor.

– Nena ¿podés ir a la habitación de tus abuelos y buscar en la parte de arriba del ropero una caja rosada?

– Sí, tía – y me levanté tranquilamente.

Di la vuelta al pequeño pasillo, pasé el baño que se encontraba a la izquierda y entré a la habitación de mis abuelos, despacio, sin entender demasiado. La cama no estaba, como así también la antigua cajonera del fondo y el espejo horizontal, labrado y largo que colgaba de la pared.

Sólo una pequeña cama de una plaza, bastante arruinada, absolutamente confundida decidí volver sobre mis pasos para tratar de entender que estaba pasando pero al tiempo que giraba vi terminar de cerrarse el último ápice de la puerta.

El pavor se apoderó de mí y me abalancé sobre la misma, a golpear desesperadamente pero no hubo la más mínima respuesta. Pasadas algunas horas repetía lo mismo hasta que caí en llanto. Sollozando repetía:

– ¿Por qué me encierran? ¿Dónde están mis abuelos? ¿Qué quieren?

El desconcierto se iba transformando paulatinamente en desazón y finalmente en el peor de los miedos, el pánico más feroz.

Sentía los ojos hinchados de llorar, y cuando el cansancio de la tensión constante me estaba por vencer se abrió la puerta. Entró una mujer, no podía reconocer su rostro, no podría, no se definía bien, pero por su complexión y el vestido a la rodilla, con un estampado de florcitas deduje que era bastante mayor. Me abalancé sobre ella:

– ¿Qué está pasando acá? – le dije mientras le apretaba el brazo.

– No sé, yo llevo más de nueve años en la habitación de enfrente – dijo absoluta tranquilidad mientras me dejaba unas sábanas y se iba, cerrando la puerta nuevamente.

¿Habitación de enfrente? La más pequeña de la casa, en la que dormía otra tía, la menor de las hermanas de mi madre, que llevaba más de una década desocupada. ¿Pero cómo no la vi antes?

Sabía que nadie iba a rescatarme, nadie me iba a extrañar o echar de menos, por esa costumbre de andar sola siempre, mi bendita independencia, me pregunté mil veces porque no había avisado como de costumbre dónde iba a estar, ¿pero cómo saber qué esto iba a pasar si era la casa de mis abuelos? Estaba perdida.

El tiempo se escapó de mí, en lo que pareció un momento de inconciencia, inundado de pensamientos se fueron al menos tres meses. Recobré la noción de lo que estaba pasando, cuando mi tía abuela entró de nuevo, recién ahí me di cuenta que no era ninguna de las que conocía.

Ahí estaba en cuclillas, acurrucada en un rincón, abrazaba mis rodillas con fuerza cuándo entro con la señora que había venido antes, ambas me miraban, como si supieran exactamente que iban a hacer conmigo, sabía que era el momento, ese momento o morir, ¿morir? Tal vez algo peor.

Salté, de mi pequeño recoveco, con tanta fuerza y rapidez que las tiré al pasar, no recuerdo pasar el baño, ni el pasillo, menos el comedor y el living, para cuando quise acordar iba por la calle en una bicicleta, recién ahí noté que llevaba puesto un batón blanco, una mezcla de los de hospital con pijama.

Sentí la libertad en mi pelo suelto que se revolvía con el aire que atravesaba a toda velocidad.

No sé quiénes son las dos mujeres, mis abuelos descansan juntos hace más de dos años.

El martes a la mañana desperté con la angustia de este sueño.

Para leer paseos anteriores por mi subconsciente: La dirección equivocada