Ves cosas y dices, ¿Por qué?»
Pero yo sueño cosas que nunca fueron y digo, ¿Por qué no?
George Bernard Shaw
Nª 32
Tenía belonefobia.
Lloraba de terror cuando veía una aguja. Convulsionaba con los ojos en blanco cuando un cuchillo se le acercaba a un par de metros. Tenía pesadillas con el costurero de su abuela, Le ocasionaban un desmayo las estalactitas.
No tenía un recuerdo concreto para saber el por qué de su pavor por las cosas filosas.
Además, esto iba en detrimento de poder cumplir el sueño de su vida, quería ser faquir. Tener su propia cama de clavos, poder clavarse tornillos y ganchos oxidados por todo el cuerpo y que el público lo ovacionase y las mujeres lo deseasen.
Había hecho el curso de faquir por correspondencia, sólo le faltaba la parte práctica, porque lo que es lo teórico lo había pasado sin mayores contratiempos. Estaba muy informado sobre el tema, pero todo sería inútil sin tener la experiencia de practicar el oficio de masacrarse las propias carnes.
Tomó terapia durante muchos años y lo máximo que logró fue enhebrar una aguja, con mano temblorosa y pringada del sudor que da el miedo extremo.
Guardó sus cosas de faquir en un baúl y se puso una fábrica de almohadas.
Le fue bastante bien.
Nº74
Fue una masacre silenciosa.
Entraron a la casa subrepticiamente por la puerta cómplice. Desenvainaron cuchillos y comenzaron la tarea.
Como preludio marcaron los muebles de caoba, les hicieron filigranas y escribieron groserías y palabras que no existían. Al helecho del rincón le cortaron el pescuezo como si fuese un cerdo. En la alfombra cartografiaron un desierto de otro mundo iluminado por un sol verde. La botella de cristal con licor de mandarina agonizaba con un puñal clavado en su estómago. Los libros fueron despanzurrados, sufrieron una hemorragia de letras y una confusión irreparable de ideas. Destazaron las fotos de Estela; de ella montando a caballo en las sierras de Córdoba, en sepia; muy seria bajo un álamo ignoto, en blanco y negro; en Pinamar de malla enteriza verde, ese día llovió pero Estela se empecinó en ir, esa en colores con la Polaroid; con vestido azul y khol en los párpados, en la entrega de los diplomas; otra de sus manos sobre las de Estela, sudando miel.
El intentó no llorar. Lloró.
Pensó ¿qué haría yo por poder decir la verdad? No podía, sabía que fue él mismo quien mató a sus recuerdos.
Nº113
Un millón de voltios pasan por mi cerebro, sólo recuerdo a una nube mirándome y luego el impacto azul. Un millón de voltios.
… Nunca vueles entre tempestades… Fue lo primero y lo único que me dijeron. Luego me soltaron en el cielo.
Un millón de voltios y yo volando entre tormentas. Caí desde el vientre del cielo. Mi cerebro, mi corazón y mis alas olían a humo, hedían.
Fue un golpe atroz el que tuve contra el suelo, se escuchó a varios kilómetros a la redonda. Se levantó una nube de polvo con forma de bomba de Hiroshima.
Un rayo con un millón de voltios me dejó moribundo. Me quedé tirado en una encrucijada de caminos de tierra, con las alas quemadas y el ánimo de hule.
A veces veo a otro ángel volando y le chiflo para que me ayude, pero se hace el que no me escucha; seguro que está diciendo jodete… Nunca vueles entre tempestades…
Nº55
La Sinfonía Nº 4, de Brahms, hace bullir el oxígeno. Todo se transforma.
A las paredes le salen alas, pero no pueden volar, porque tienen sus cimientos hechos carne con el suelo.
La tarde se hace átomos, luego se hace mujer dibujada en el polvo del vidrio de la ventana, que vibra con la música.
Las cosas pierden consistencia y se mezclan. Hacen un viaje entre las frecuencias invisibles, a tempo, en perfecta sincronía, conservando sus colores.
Vuelan por la habitación, giran en remolinos, rebotan entre si y estallan en fuegos artificiales, que vuelen a girar y a explotar, a girar y a explotar…
Todo se transforma en sonido.
Subo el volumen, entonces, en un suspiro, me desintegro en mi mismo y giro y exploto y giro y exploto…
Todo se transforma.
Nº48
En el otro extremo de la mesa hay un pulpo, no le afecta la ausencia de agua, pues se desenvuelve muy locuaz y comunicativo. Es muy inteligente y sagaz.
Intenta mantener conmigo una charla sobre la inmensidad del mar.
Siempre llevo mi revólver, casi nunca lo uso.
Lo despaché de un tiro en la frente, entre ceja y ceja. Un sólo disparo.
Guardé su cadáver en la heladera.
Lo que pasa es que no me gustan los pulpos charlatanes.