/Fue Foul: “La mina que bailó primero”

Fue Foul: “La mina que bailó primero”

La Elisa tenía una sonrisa entre dura y fingida. Un murmullo monótono como un zumbido de avispas sumaba a la confusión general. Teresita me miraba y cada paso que daba me tensaba de a latidos mi espalda. Las mesas se corrían, las sillas chillaban abriendo el pasillo hacia mí. La mano de Eli me apretaba más y más el antebrazo. Las miradas me perforaban la frente. Las últimas sillas, las últimas piernas se corrieron y Teresita quedó a tres pasos mío. Uno…, dos… y giró su cara a la derecha.

– Vos –le dijo a un tipo de rulos que se quedó duro en la silla-. Dale, boludo, vamos a bailar.

Le agarró la mano al tipo y lo sacó como quien camina apurado con una valija pesada en el aeropuerto. El bar reventó en aplausos y chiflidos, todos se pusieron de pie, y por fin Teresita llegó con su juguete a la improvisada pista, delante de la banda.

– Bueno, bueno… -dijo la petisa en el micrófono-, la princesa encontró a su príncipe az… a su príncipe, bah. ¡Que empiecen!

Durante la entrada en escena de Teresita habían llevado dos guitarras criollas al escenario, y con la batería y unas castañuelas que blandía la petisa, arrancaron con una canción flamenca al estilo Gipsy Kings. Las guitarras ardían sin tregua y las castañuelas y la batería pegaban y pegaban en las arterias de todos nosotros. Teresita se agarró de la mano del tipo y empezó a girar a un lado y hacia otro con la mandíbula metida al pecho, la boca cerrada y los ojos clavados en el ruludo que estaba duro como El Pensador de Rodin. Teresita avanzaba con pasos de caballo peruano y, aunque tenía jeans, movía la mano sacudiendo una imaginaria pollera larga, probablemente bordó, al punto que muchos bajaban la cabeza para ver por debajo. Me temblaban las manos, quería bailar, hacía tap con mis zapatos, amagaba a levantarme de la silla cada tres compases, “¡ooole!”, gritaban al lado, “¡ooole!”, gritaban del otro lado, amagaba a levantarme, hacía tap, mis ojos querían mirarlo todo, Teresita hizo un giro, otro giro, otro giro más, parecía una perinola donde Todos Pierden, y al terminar la vuelta agarró del brazo a la momia que había quedado mirando para la puerta y, dándole su fuerza centrífuga, le dio un giro tan violento que un amigo del ruludo se levató preocupado. Pero el bailarín elegido no perdió el equilibrio y Teresita lo empezó a llevar hacia sus espaldas caminando con su cuerpo pegado al de su compañero, con el mentón en el pecho, la cabeza gacha, y sus ojos clavados a menos de un cigarrillo de distancia del confundido bailarín.

Giré la cabeza, con la sonrisa de oreja a oreja, y vi a la Elisa seria mirando el baile. Teresita empujó al ruludo para salir hacia atrás en un salto que los de las primeras mesas se tiraron para atrás, pero hizo “una pisada” extraña y, en un pie, volvió a girar para ver a su pareja que estaba volviendo de debajo de la barra, donde había ido a parar con el empujón. Entonces Teresita empezó a hacer un baile ligero con los pies que todos, incluyendo al ruludo, mirábamos asombrados. Cuando levanté los ojos Teresita me miraba. Bajé los ojos, los volví a subir, y me seguía mirando. Miré de reojo a la Elisa y tenía sus ojos clavados en Teresita, y en su boca se dibujaba una casi imperceptible sonrisa. Las guitarras parecieron trastabillar, la batería hizo un rulo y ¡chan!, terminó la canción. Hubo medio segundo, tal vez menos, de silencio mortal y el bar rompió en una aclamación desaforada. El ruludo tenía los ojos llorosos. Teresita saludaba a los de la banda, todos estaban eufóricos y empezaron a vivar a Teresita para que baile otra. El ruludo intentó fugarse pero los cobardes de adelante le cerraron el paso. Nadie se animaba a una segunda elección. Aunque lo envidiaban a morir, tenía que seguir.

– Bueno, voy a bailar otra canción pero déjenme elegir a un nuevo compañero –dijo Teresita con la voz agitada.

Apenas dijo eso, la Elisa me agarró de la mano. “Vamos”, me dijo. No me costó nada entender todo, así que me paré y empecé a hacerme paso para salir con Eli atrás mío. Cuando llegamos a la puerta, que estaba al lado de donde bailaba Teresita, la escuché. La escuché decir lo que rezaba que no dijera.

– ¡Epa! ¡Acá tenemos otro príncipe para que me acompañe!

Apenas dijo eso, mi cabeza fue copada por un espíritu, una presencia que a todo hombre le aparece cuando de códigos se trata. Es como un calor que nos habla, un calor que se nos apodera del cuerpo y nos dice “Guarda acá, que acá hay códigos de mujeres en juego”. El calor, lejísimos de ser calentura, modera cualquier emoción y es la fuerza que define a los amigos y a los valientes. Ese calor me serenó.

– Perdoname, pero estoy con mi novia –le dije para empezar a defender a la Elisa que, claramente, estaba en una situación de desventaja.

Como imaginé, la palabra “novia” le pegó en la boca y su sonrisa cayó dos puntos en la escala Richter. Pero fue por más. Giró hacia las mesas, hacia las hordas fascinadas.

– Chicos, perdonen, pero que el príncipe elegido esté de novio es una señal de que no tengo que bailar más…

Algo aspiró el aire, el tiempo, el sonido y todo quedó mudo, flotando en la nada. El silencio era abrumador, las caras desencajadas del mayoritario público masculino me miraron como diciendo “Vos… vos estás loco, ¿no?”. Todo pasó en un segundo. La miré a la Elisa. Estaba como siempre, demoledoramente linda. Ella ¡sí tenía pollera! Tenía pollera, y con esa remerita blanca, esos aros enormes… Ahora que la miraba, en ese nanosegundo…, tenía algo de española en su andar, en sus gestos. Tenía un paso doble en cada movimiento de sus manos… Elegí el mal menor. Entregaría la belleza de Eli a las hordas onanistas, pero no le iba a dar el gusto a Teresita y dejar a Eli mal parada.

– Señores –dije-, con mi novia vamos a bailar la canción que sigue.

Mientras la petisa nos felicitaba, Eli me miraba con odio. Ella no podía saber lo que estaba pasando. O al menos eso pensé. “Marcos, yo no sé bailar flamenco”, me dijo entre dientes.

– Eli, y ¿a quién le importa? –le dije al oído-. ¿Cuántas oportunidades más vamos a tener de que una banda nos toque una canción solo para que la bailemos nosotros? ¿Y con público?

La Elisa se tentó y al ratito empezó a reírse. Se aflojó ella y me aflojé yo. La miré…, brillaba.

– ¡Que empiecen! –gritó la petisa y empezaron a ronronear potentes las guitarras con la batería que les marcaba el ritmo. Con Eli nos miramos duros, estáticos. No se nos movía ni el dedo del pie. La banda seguía, nosotros quietos, y el público empezó a aplaudir y a pegar en las mesas, no sé si siguiendo la canción, o para gritar al emperador que muramos en la arena. Eli me miró preocupada, yo la miré, y nos reímos, entonces ella hizo un giro ligero y su pollera flameó como una sombrilla, y me banqué a los pelotudos de adelante que bajaron sus cabezas. Me adelanté y la tomé de la mano, la frené mal y casi nos caemos los dos. Nos volvimos a poner bien y ella empezó a hacer unos pasos muy lindos que nada tenían que ver con el flamenco y yo empecé a moverme un poco, total a mí nadie me estaba mirando. Eli levantó una pierna y la falda se le deslizó por el muslo, cuando estaba llegando a zonas de alta tensión bajó la gamba y empezó a hacer un contorneo de cintura que, a cada bamboleo del culo se escuchaba al fondo del bar “¡ooole!”.  Torció su cuerpo e hizo una medialuna permitiendo que la falda callera y sus piernas pasaran como el Halley que debió ser. Cayó al piso con las gambas abiertas como una atleta y se levantó en un saltito de Bambi. Dio un giro y dejó ver por un rato sus nalgas contorneadas por el género suave de su pollera, y volvió a girar, y en la vuelta pasó su mano por el pelo y, sin saber qué hizo, se abrieron las exclusas que desbordaron en un esplendor negro la contundencia de su melena tupida. “OooaaAAAaaahhh”, respondió el bar.  Volvió a hacer un trompo y otra vez su falda se levantó como techo de calesita, y, sin saber cómo, la canción terminó.

La ovación fue igual de importante, aunque con menos tensión en el aire. En un segundo apareció una mina que dijo que quería bailar la próxima canción, que ella buscaría su príncipe, y en un segundo había seis tipos alrededor de ella. Me acerqué al mostrador, pagué y salimos. El aire fresco nos revivió los cuerpos acalorados y, dándonos la mano, empezamos a caminar hacia el auto.

– Estuvo bueno el baile, ¿no? –me preguntó la Eli con esa sonrisa que explica por qué la quiero tanto.

– Estuvo buenísimo, Eli. La verdad… Cuando empezaste con ese bailecito casi te mato…

– ¡Pero teníamos que hacer algo, Marcos! No sabíamos bailar ese… flamenco, ¡era imposible!

– Sí, la verdad que estuviste bien…

Y empecé a reírme, y ella también se rió, y le recordé el giro con la pollera de sombrilla, y ella me recordó cuando casi nos caímos, y yo hablé de su medialuna erótica, y ella me habló de cuando bailé como Pie Grande, y yo le marqué cuando al final sacudió el culo, y ella me preguntó si conocía a Teresita.

– ¿Cómo?

– Sí, si conocías a la mina que bailó primero.

– ¿A la que bailó primero…?

– Sí.

– ¿Con el ruludo?

– Sí.

No quería mentir. No, no quería mentir. No se merecía eso la Elisa. Pero si le decía que sí empezaba una guerra que iba a terminar conmigo en la primera baja. Pero no quería mentir, no se lo merecía…

– ¿Vos decís a la que…?

– Marcos, ¿conocías a la mina que bailó primero?

(Continuará…)

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