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Cadáver exquisito

No era un trabajo común. Se relacionaba con gente doliente. También le había tocado tratar con unos cuántos sádicos que querían inhumar rápido a sus muertos para iniciar la sucesión de bienes. Últimamente habían aparecido algunos descariñados que evitaban el velatorio y dejaban en manos de la empresa funeraria el retiro del familiar occiso desde la morgue hasta la sala crematoria, para luego recibir una pequeña urna de cenizas que arrojaban al viento en el descampado próximo.

Esta vez le tocó algo fuera de lo común. Su jefe la llamó y le presentó su nueva tarea.

-Elena, nadie mejor que vos para este trabajo.

-Diga, jefe.

-He recibido un llamado del extranjero. El señor… -toma del escritorio un papel y lee- Stanemborg, nos pide un ceremonial exclusivo con todos los honores para una señorita llamada Uma Lizn.

-¿Dónde está ella? -preguntó Elena.

-En la morgue judicial. La encontraron desangrada en su departamento.

-¿Quién retira el cuerpo?

-El apoderado legal del señor Stanemborg -responde el jefe-. Necesito que te apersones allí para traerla y hacerle las prácticas de rutina y todo lo más exquisito que puedas preparar para que pueda ser inhumada como nuestro cliente solicita -le dice levantando las cejas por encima de los anteojos, para que a ella le quedara claro que no era un ritual común.

-Por las características, supongo que no hay que escatimar costos, ¿verdad?

-Ninguno. Lo mejor para la señorita Lizn.

-O lo que queda de ella… -susurra Elena.

-Sea lo que sea, que el cliente quede satisfecho.

-Entiendo, déjelo en mis manos.

Elena salió en el furgón camino a la morgue. Allí la esperaba el doctor Bernardo Suárez, letrado del misterioso Stanemborg. Luego de presentarse, Elena firmó los papeles y abrió la puerta de la furgoneta para que los empleados de la morgue subieran la camilla con el cuerpo adentro de la bolsa mortuoria ya cerrada. Elena intentó abrirla para cerciorarse que se estaba llevando el cadáver correcto, pero Suárez la frenó. “Es ella, la identifiqué yo mismo”, le dijo. Elena miró a los empleados, que asintieron con la cabeza. Luego recibió de manos del letrado un bolso con la ropa que debía colocarle. Cerró el furgón y emprendió el camino a la sala de tanatopraxia de la empresa.

Cuando estuvo a solas con la bolsa sobre la camilla de operaciones, tomó el teléfono y ordenó preparar el cofre azul, que sería ubicado en un panteón especial del parque de descanso central. ¿Quién era Uma Lizn y qué la unía a Stanemborg? Resistió la tentación de buscar en internet cualquier indicio. Prefirió sorprenderse de frente al cuerpo y dejarse llevar por lo que éste le dijera a simple vista. Elena era una artista y cada vez que su jefe le encargaba un trabajo, era para montar una monumental escena final.

Encendió el equipo de sonido, eligió Thinking out loud. Se recogió el cabello con unas horquillas, se quitó el saco, se desprendió los primeros botones de la camisa y se colocó la chaqueta de trabajo. Luego preparó la mesita lateral con sus elementos, la llevó junto a la banqueta, se puso los guantes y el barbijo. Acercó la mano al extremo de la bolsa y comenzó a abrir el cierre, lentamente, hasta tener a Uma desnuda completamente frente a frente.

Ese era el ritual, un cuerpo extinto, que sin embargo a ella le seguía diciendo tantas cosas… Le había tocado hacer esto con ancianos, con niños, con personas mutiladas, golpeadas, baleadas, acuchilladas. Pero Uma… Uma era perfecta. Desde las cicatrices de la autopsia y de sus muñecas abiertas parecía irradiar una luz espectral que a Elena le pareció celestial en la palidez de una piel límpida, sin una sola marca, sin un solo lunar, sin siquiera un vello superficial. Los senos erguidos en su grácil desnudez. Los dedos largos y delgados extendidos. Le subió los párpados para confirmar el celeste luminoso que imaginaba bajo las cejas pelirrojas.

Comenzó el procedimiento y, por primera vez, decidió quitarse los guantes para acariciar la piel aterciopelada. Se quitó también el barbijo, y acercó la nariz al cuello de Uma. No olía a muerte. Llevó la camilla hacia el lavabo, colocó la almohadilla en la nuca y destrabó el apoyacabeza para lavarle el cabello. Mientras lo hacía, el rostro sin gesto parecía aliviarse. Luego lo envolvió en una toalla y apoyó nuevamente la cabeza en la camilla. Tomó la esponja y la remojó en agua con perfume de rosas blancas. Comenzó a lavar cada parte de su cuerpo, venciendo la impostura del rigor mortis. Dio vuelta el cuerpo para lavar la espalda y las nalgas, de costado. Se alejó para verla. Las piernas en semiflexión, los brazos caídos hacia un lado, la cintura acentuando la delgadez de una caja torácica angular, los hombros destellantes.

Elena caminó lentamente alrededor de la camilla, observando a Uma que, desnuda y sin pudor, se revelaba ante sus manos y sus ojos. Húmeda, preciosa y muerta. ¿Qué dolor la llevó a abrirse las arterias? ¿Qué culpa atormentaba al hombre que no aceptaría ver el cuerpo del horror en su honesta barbarie? Le acarició los labios descoloridos y le susurró: “hablame, decímelo.”

Durante varias horas Elena estuvo limpiando y acariciando el cuerpo de Uma. Las orejas, los pómulos, las uñas, los genitales, la nariz. Tomó el secador para terminar de quitar la humedad del cabello. Luego preparó el aceite de aloe y lo extendió por cada centímetro de la piel. Le hizo ondas al cabello rojizo y lo peinó sobre los hombros. Maquilló el rostro y la contempló. Uma estaba lista para ser vestida, pero no era justo. Abrió el bolso y fue extendiendo la ropa sobre el maniquí. Vestido blanco con apliques de plumetí rosa, guantes de seda sin dedos, los zapatos sin tacón en un delicado material pálido y un anillo con pequeñas esmeraldas engarzadas. Al final, la ropa interior: sostén y bragas pequeñas, medias y liguero. Todo en encaje blanco. No, se dijo. No es justo.

Cubrió el cuerpo con una sábana y salió de la sala hasta la oficina de la administración.

-¿A qué hora llega el cliente? -preguntó Elena a su jefe.

-En cuarenta minutos, ¿ya está lista?

-Perfecta, señor -respondió y luego preguntó-: ¿Sabe quiénes son?

-No, ni me interesa. Ofrecemos un servicio, nos pagan por eso, no por preguntar.

-¿Tiene a mano el texto del epitafio? -siguió inquiriendo ella. Su jefe le extendió una hoja.

Elena leyó: “A tu lado, siempre.” Se imaginó la escena de Uma sola en su departamento, cortándose las venas tras una noticia telefónica. Pensó unos minutos. Luego le dio a su jefe los detalles de las exequias que había previsto para satisfacer a Stanemborg.

-Dejo el cuerpo listo en la sala, que el cliente pase directamente a despedirse. Voy a estar preparando el ataúd.

Volvió al recinto de Thanos, como a ella le gustaba llamar a su lugar de trabajo. Quitó la sábana del cuerpo de Uma y le dijo al oído: “No vas a estar más sola, preciosa.”

Fue hasta el baño, se maquilló, se soltó el cabello y se quitó la ropa. Volvió frente a Uma con el espejo en la mano. Definitivamente era una artista. Se vistió con la ropa que había dejado sobre el maniquí y volvió a cubrir el cuerpo. Llevó la camilla a un costado de la sala y colocó otra vacía en centro del salón. Miró la hora y se recostó, a esperar a su cliente.

Cuando sintió los pasos acercarse, cerró los ojos. Escuchó el picaporte que se abría. Sacrifice sonaba en el equipo de sonido. A través de la leve hendidura de sus párpados vio la sombra de un hombre acercarse hacia ella. Él le tomó la mano con el anillo y la besó. Se acercó a su cuello y le susurró: “Estás más hermosa que nunca”. Luego levantó suavemente el vestido, acarició las piernas, le bajó las bragas y le besó el pubis. Elena sintió una breve excitación involuntaria. Tras acariciarle los senos, se desprendió la bragueta y llevó la mano de Elena, que permanecía inmóvil, hacia su miembro viril erecto. Maldito enfermo, pensó. Abrió los ojos y lo vio con el gesto extasiado. Comprimió la mano y le apretó los genitales con toda la fuerza que fue capaz. Él le clavó la mirada con la mandíbula desencajada, en un gesto petrificado que mezclaba miedo y dolor. Ella vio la ofuscación en el rostro y, en un par de segundos, el tipo quedó violeta. Le soltó los genitales y él se quedó inmóvil en el breve lapso antes de caer duro al piso. Se paró de la camilla, la corrió y colocó nuevamente la de Uma en su lugar. Le tomó el pulso a Stanemborg, para verificar que estaba muerto. Le dejó los ojos abiertos con la mirada del horror en ellos, y también le dejó a la vista el miembro erecto. Sería feliz quebrándoselo luego del rigor mortis, cuando le tocara preparar ese cadáver.

Luego fue al baño a quitarse el maquillaje, recogerse el cabello y colocarse nuevamente su ropa. Volvió a la sala a vestir a Uma y cuando estuvo lista, vio en el rostro del cadáver la excitación final.  A su lado, el cuerpo tendido de Stanemborg “A tu lado, siempre”, le dijo a Uma en el oído, le acomodó los brazos, le quitó el anillo para colocárselo ella misma y luego le besó los labios.

Satisfecha, se dirigió a la sala contigua a verificar el estado del ataúd azul y el ramo blanco que pondrían en sus manos. “El cliente se está despidiendo de ella, en diez minutos entrá a ubicarla”, le dijo a su compañero.

Salió a la vereda a fumar. Ahora el funeral será mucho más divertido, se dijo.

Escrito por Lobesia Botrana para la sección:

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